Una película del fundador de Cahiers du Cinéma: esteticismo del XX para una trama galante del XVIII.
Título original: L'eau à la
bouche
Año: 1960
Duración: 95 min.
País: Francia
Dirección: Jacques
Doniol-Valcroze
Guion: Jacques Doniol-Valcroze, Jean-José Richer
Reparto: Bernadette Lafont; Françoise Brion; Alexandra Stewart; Michel
Galabru; Jacques Riberolles; Gerard Barray; Florence Loinod; Paul Guers.
Música: Serge Gainsbourg
Fotografía: Roger Fellous (B&W).
A raíz de haber visto esa
muestra del cine de Doniol-Valcroaze, me he atrevido con La delación, una
trama policial con trasfondo político, para conocer el autor. Si la que critico
ha sido poco vista, la segunda es totalmente desconocida en nuestro país. No
creo que el autor tenga tan poco interés como para no sentarse y ver algunas de
sus películas, llevadas con buen pulso y una caligrafía fílmica más que notable
en el terreno de la puesta en escena, del movimiento de cámara, de los
encuadres, de la iluminación y del trabajo de los actores y actrices; un
conjunto, en definitiva, que consigue atraer la atención de los espectadores
hacia lo que ocurre en pantalla.
En una mansión
decorada de forma muy barroca se suceden muy escasos acontecimientos: la lectura
de un testamento y el encuentro de familiares que no se han tratado. El
ambiente describe los usos y conductas de personajes de alta extracción social,
de un empresario de la fotografía y, como contrapunto, la vida de los criados
que los atienden, sin que ello convierta la película en una suerte de Gosford
Park, de Robert Altman, aunque sí que se parece a nuestras comedias amorosas
del siglo XVII, en las que a las parejas de enamoradas les daba la réplica la
misma situación entre los criados, de forma más o menos solemne entre los
primeros, y de forma cómica entre los segundos. De hecho, en esta, abstracción
hecha del imponente protagonismo de la mansión, fotografiada por todos los
lados posibles, la vía narrativa del intento del mayordomo de asediar y
conquistar a la nueva doncella que ha entrado al servicio de la casa tiene
bastante más interés, aun en sus
alocadas secuencias, que los amores cruzados de personajes que parecen
reproducir los esquemas amorosos del libertinaje del siglo XVIII, en cuanto a
la libertad de las costumbres, la ausencia de compromisos y la constante
tensión erótico-amorosa que da pie a secuencias de intenso erotismo reprimido, al menos hasta
que llegue el momento adecuado en que Natura obre su curso y cierre las
relaciones que guardan alguna sorpresa.
El reencuentro
de los primos, que es, en realidad, como un primer conocimiento, viene
acompañado de la impostura de la pareja de la prima, que se hace pasar por su
hermano, aunque tienen una relación abierta y no dudan en provocar que acaben
en los brazos de otros. De hecho, el juego se reduce a las dos parejas: Milena
y el fotógrafo y Seraphine y el notario, cuyos procesos de acercamiento conforman,
en realidad, la historia de la película, junto con el de los criados, muy graciosos
ambos. Si una parte de la Nouvelle Vague que se gesta en la revista
creada por Doniol-Valcroze tiene que ver con sacar las cámaras a la calle y
rodar en ella la vida que se organiza ante su mirada, en este enredo amoroso
bien puede decirse que la calle es el castillo, la mansión, rodada de todos los
modos que el noble edificio permite: Desde los tejados hasta la piscina con un
pequeña balneario en su interior, donde se ruedan unos planos muy hermosos de Milena nadando desnuda, del mismo modo que
son hermosos los paseos por esos tejados donde se suele esconder una niña, la
hija de la cocinera, que funciona en la
película, con notable encanto, como una suerte de depositaria de los secretos,
dado que Seraphine, tras el amanecer de la noche de amor, desaparece, porque se
ha dado cuenta de que ha perdido a su amante, el fotógrafo, quien se ha
enamorado de la esquiva Milena que le ha ido dando largas casi toda la noche, a
pesar de desearlo clamorosamente. La decoración abigarrada del castillo le
permite al director componer algunos planos magníficos, que a mí me han
recordado, en cierta manera, el preciosismo espectacular de la obra maestra de
Agnès Varda: Cleo de 5 a 7, una cima que pocos directores de su
generación han igualado.
La música la
puso Serge Gainsborough, y suya es también, la interpretación de la canción que
da título a la película: L’eau à la bouche. El vestuario de ellas,
porque el de los hombres se mueve en ese juego de camisa blanca, pantalón negro
de finales de los 50 que va a durar casi media década de los 60 que abre esta película,
es acorde con la casa, y la puesta en escena, con maravilloso invernadero incluido,
donde Seraphine descubre la traición de su amante. Los criados amantes viven en
el piso de arriba cuyo suelo de cristal permite seguir un juego vodevilesco de
carreras, entradas y salidas que forman parte, como contrapunto, ya lo hemos
dicho, de las relaciones nada peligrosas que se van anudando entre los burgueses.
La película,
insisto en ello, es una obra en la que dé la impresión de que todo se vaya
improvisando y, de hecho, ni siquiera el descubrimiento de la falsa identidad
del primo, convertido en el fotógrafo que, sí, es su socio en el negocio, pero
nada más, altera en modo alguno las relaciones de los personajes, y se encaja
como parte del juego galante a que el amor y la pasión obligan. Lo importante,
a mi modo de ver, es seguir todas esas estratagemas del amor en un escenario
privilegiado que va ocupando un papel
protagonista en la película. No hay propiamente un desenlace que yo pueda
arruinar, pero sí hay una pequeña sorpresa que amaga con crear una intriga que
no tarda, sin embargo, en resolverse. No ignoro que no es una película para todos
los gustos ni públicos, pero el fuerte componente visual de la realización y el
gusto exquisito por lo artístico, tanto lo decorativo como propiamente lo
arquitectónico, permiten construir una película que se sigue con enorme placer
de los sentidos.
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