domingo, 20 de junio de 2021

«Fanny y Alexander», de Ingmar Bergman, la serie.

 

Un homenaje al teatro, la libertad, la familia y una condena sin paliativos del terror religioso.

 

Título original: Fanny och Alexander

Año: 1983

Duración: 312 min.

País:  Suecia

Dirección: Ingmar Bergman

Guion: Ingmar Bergman

Música: Daniel Bell

Fotografía: Sven Nykvist

Reparto: Bertil Guve, Pernilla Allwin, Gunn Wållgren, Ewa Fröling, Jarl Kulle, Erland Josephson, Allan Edwall, Börje Ahlstedt, Mona Malm, Gunnar Björnstrand, Jan Malmsjö, Mats Bergman, Lena Olin, Peter Stormare.

 

         Rodada con anterioridad a la película que se extrajo de ella y que fue galardonada con cuatro Oscars en 1983, hasta hoy, y a pesar de lo muchísimo que me gustó la película, no había tenido la oportunidad de ver la serie completa, aunque en su día fue emitida por TVE. Sin duda debido al tiempo transcurrido desde entonces, me veo incapaz de decir con exactitud qué entra y qué no en la película de cuanto rodó Bergman, porque ahora, como serie, todo transcurre de un modo tan coherente que las historias laterales que adquieren, imagino, más relieve en la serie, como la del hermano que desprecia a su mujer alemana es posible que ni siquiera apareciera, al menos en su totalidad, en la película.

         Llevados por el amor al buen recuerdo que teníamos de la película, decidimos mi Conjunta y yo ver la serie completa, y he de decir que el tiempo no solo no la ha erosionado, sino que ha acrecentado su valor, tanto el estético como el humano y el intelectual.  Tomando como eje narrativo la celebración navideña de una familia dedicada al teatro y articulada en torno a la matriarca del clan, que tiene un amante judío y vive en una mansión donde se albergan todas las familias de los hijos, venidas para tal ocasión, la película va a adoptar en buena parte del metraje el punto de vista de un niño, Alexander, quien, junto con su hermana Fanny, dan título a la obra. Fanny tiene una menor presencia en la trama, pero el inteligente y rebelde hijo del gran cómico de la familia, casado con una mujer mucho más joven, se erige en uno de los protagonistas de la serie, sobre todo cuando, tras la muerte del padre, la madre se deja cortejar por el obispo y accede a casarse con él. Si la mezcla de ficción y fantasía que viven los niños a través de las representaciones teatrales que les hace el padre consiguen crear una atmósfera de misterio, la llegada al austero palacio arzobispal los abocará a vivir una auténtica odisea de terror que ni siquiera excluye la violencia contra Alexander, quien se resiste a dejarse dominar por el obispo, al tiempo que no entiende, con sus diez años, cómo la madre ha podido dejarse embaucar por él, que representa justo lo contrario de la permisividad, la libertad y la imaginación del padre fallecido en el transcurso de los ensayos de Hamlet, lo que dará pie a que el fantasma del padre se pasee por la casa y entable una relación con el hijo.

         Estamos en presencia de una obra coral, en cierta forma incluso chejoviana, a juzgar por la naturalidad sin estridencias con que se desarrollan conflictos que, sin embargo del tono cordial y festivo de buena parte de la obra, tienen un innegable dramatismo: el hermano catedrático que se considera un don nadie, casado con la encarnación de la sumisión, permanentemente al borde de un suicidio siempre pospuesto por la comodidad y la cobardía propias del personaje que maltrata a su mujer de un modo intolerable;  la historia terrible del matrimonio de la viuda del hermano mayor con el obispo, que se convierte en un casus belli para la familia, la cual consigue, a través del amante de la abuela, liberar de su secuestro a los nietos y sobrinos, Fanny y Alexander, quienes se esconden en la casa laberíntica y fantasmal del amante judío de la abuela. Las dos reclusiones de familiares «incómodos» en la familia del judío y en la del obispo… En la casa del amante judío, la presencia magnética de un personaje inquietante, con supuestos poderes extrasensoriales, consigue darle a la trama una dimensión casi paranormal que nos acerca a una suerte de vudú en el que se mezclan los deseos del personaje demente y del niño, con un resultado que pertenece al desenlace y que no puedo avanzar.

         Toda la serie está construida sobre el agudísimo contraste entre la imaginativa capacidad liberadora del arte y la castración del pietismo luterano tan estricto como hipócrita. Teóricamente, la irrupción del obispo en el momento del funeral del regente del teatro habría de mostrar la irradiación empática y compasiva de este, pero su presencia amorosa no esconde en ningún momento la doblez definitoria del personaje, quien no tarda, tras la propia boda con la viuda, en marcar el perfil terrorífico del sádico que intenta doblegar a espíritus cuyo ecosistema, digámoslo así, era el de la invención, el humor y cierto hedonismo.

         Recordemos que uno de los Oscars que recibe la película es el de vestuario, lo cual nos indica que, para esta serie, los productores, el Estado sueco entre ellos, echaron la casa por la ventana, lo cual se manifiesta en una puesta en escena lujosísima que se corresponde con el nivel económico alcanzado por la familia, a través del trabajo, eso sí. De hecho, Fanny y Alexander supuso la «reconciliación» de Ingmar Bergman con su país del que se había exiliado de forma estridente por cuestiones fiscales. ¡Y a fe que lo complacieron! En ese proyecto se reencuentra no solo con buena parte de sus actores fetiches, sino con quien marcó, por decirlo así, su «sello» icónico, a través de la cuidadosísima fotografía de sus películas, con un uso casi expresionista del primer plano —¿Deberíamos adjudicarle a Bergman el título inventado de «Primer Primerplanista» de la Historia del Cine? Seguro que hay unanimidad en la respuesta…—: Sven Nykvist, con quien rodó 17 películas, si no se me olvida alguna, y obtuvo dos Oscars merecidísimos: por Fanny y Aleander y, previamente, por Gritos y susurros.

         La mezcla de muchas vetas argumentales convierte esta obra de Bergman en lo que él consideraba que era: su testamente cinematográfico. Aquí esta todo él: las complejas relaciones matrimoniales; el teatro; la crueldad religiosa; la intensa vida de los espíritus en contacto con los vivos; la infancia, con sus gozos y sus sombras; los sinuosos caminos del amor y, al final, una propuesta de renovación constante de la vida y de la esperanza. Sí, Fanny y Alexander es una celebración por todo lo alto del CINE, y merece ser vista con  suma atención, porque, a diferencia de la película sacada de ella, la totalidad del rodaje tiene momentos extraordinarios que nos llegan, además, con el excepcional y agudo sentido del humor del director sueco. En este Ojo, con esta crítica, serán ya once las películas criticadas de Bergman, de quien, si no me agota el cansancio crítico, deberían de figurar la totalidad de sus setenta obras.

         ¡Que la disfruten!

        

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