Un homenaje al teatro, la libertad, la familia y una condena sin paliativos del terror religioso.
Título original: Fanny och
Alexander
Año: 1983
Duración: 312 min.
País: Suecia
Dirección: Ingmar Bergman
Guion: Ingmar Bergman
Música: Daniel Bell
Fotografía: Sven Nykvist
Reparto: Bertil Guve,
Pernilla Allwin, Gunn Wållgren, Ewa Fröling, Jarl Kulle, Erland Josephson,
Allan Edwall, Börje Ahlstedt, Mona Malm, Gunnar Björnstrand, Jan Malmsjö, Mats
Bergman, Lena Olin, Peter Stormare.
Rodada con anterioridad a la película que se extrajo de ella y que fue galardonada con cuatro Oscars
en 1983, hasta hoy, y a pesar de lo muchísimo que me gustó la película, no
había tenido la oportunidad de ver la serie completa, aunque en su día fue
emitida por TVE. Sin duda debido al tiempo transcurrido desde entonces, me veo
incapaz de decir con exactitud qué entra y qué no en la película de cuanto rodó
Bergman, porque ahora, como serie, todo transcurre de un modo tan coherente que
las historias laterales que adquieren, imagino, más relieve en la serie, como
la del hermano que desprecia a su mujer alemana es posible que ni siquiera
apareciera, al menos en su totalidad, en la película.
Llevados por el
amor al buen recuerdo que teníamos de la película, decidimos mi Conjunta y yo ver la serie
completa, y he de decir que el tiempo no solo no la ha erosionado, sino que ha
acrecentado su valor, tanto el estético como el humano y el intelectual. Tomando como eje narrativo la celebración
navideña de una familia dedicada al teatro y articulada en torno a la matriarca
del clan, que tiene un amante judío y vive en una mansión donde se albergan
todas las familias de los hijos, venidas para tal ocasión, la película va a
adoptar en buena parte del metraje el punto de vista de un niño, Alexander,
quien, junto con su hermana Fanny, dan título a la obra. Fanny tiene una menor
presencia en la trama, pero el inteligente y rebelde hijo del gran cómico de la
familia, casado con una mujer mucho más joven, se erige en uno de los
protagonistas de la serie, sobre todo cuando, tras la muerte del padre, la
madre se deja cortejar por el obispo y accede a casarse con él. Si la mezcla de
ficción y fantasía que viven los niños a través de las representaciones
teatrales que les hace el padre consiguen crear una atmósfera de misterio, la
llegada al austero palacio arzobispal los abocará a vivir una auténtica odisea
de terror que ni siquiera excluye la violencia contra Alexander, quien se
resiste a dejarse dominar por el obispo, al tiempo que no entiende, con sus
diez años, cómo la madre ha podido dejarse embaucar por él, que representa
justo lo contrario de la permisividad, la libertad y la imaginación del padre
fallecido en el transcurso de los ensayos de Hamlet, lo que dará pie a que el
fantasma del padre se pasee por la casa y entable una relación con el hijo.
Estamos en
presencia de una obra coral, en cierta forma incluso chejoviana, a juzgar por
la naturalidad sin estridencias con que se desarrollan conflictos que, sin
embargo del tono cordial y festivo de buena parte de la obra, tienen un
innegable dramatismo: el hermano catedrático que se considera un don nadie,
casado con la encarnación de la sumisión, permanentemente al borde de un
suicidio siempre pospuesto por la comodidad y la cobardía propias del personaje
que maltrata a su mujer de un modo intolerable; la historia terrible del matrimonio de la
viuda del hermano mayor con el obispo, que se convierte en un casus belli para
la familia, la cual consigue, a través del amante de la abuela, liberar de su
secuestro a los nietos y sobrinos, Fanny y Alexander, quienes se esconden en la
casa laberíntica y fantasmal del amante judío de la abuela. Las dos reclusiones
de familiares «incómodos» en la familia del judío y en la del obispo… En la
casa del amante judío, la presencia magnética de un personaje inquietante, con
supuestos poderes extrasensoriales, consigue darle a la trama una dimensión
casi paranormal que nos acerca a una suerte de vudú en el que se mezclan los
deseos del personaje demente y del niño, con un resultado que pertenece al
desenlace y que no puedo avanzar.
Toda la serie
está construida sobre el agudísimo contraste entre la imaginativa capacidad
liberadora del arte y la castración del pietismo luterano tan estricto como hipócrita.
Teóricamente, la irrupción del obispo en el momento del funeral del regente del
teatro habría de mostrar la irradiación empática y compasiva de este, pero su
presencia amorosa no esconde en ningún momento la doblez definitoria del
personaje, quien no tarda, tras la propia boda con la viuda, en marcar el
perfil terrorífico del sádico que intenta doblegar a espíritus cuyo ecosistema,
digámoslo así, era el de la invención, el humor y cierto hedonismo.
Recordemos que
uno de los Oscars que recibe la película es el de vestuario, lo cual nos indica
que, para esta serie, los productores, el Estado sueco entre ellos, echaron la
casa por la ventana, lo cual se manifiesta en una puesta en escena lujosísima
que se corresponde con el nivel económico alcanzado por la familia, a través
del trabajo, eso sí. De hecho, Fanny y Alexander supuso la «reconciliación»
de Ingmar Bergman con su país del que se había exiliado de forma estridente por
cuestiones fiscales. ¡Y a fe que lo complacieron! En ese proyecto se
reencuentra no solo con buena parte de sus actores fetiches, sino con quien
marcó, por decirlo así, su «sello» icónico, a través de la cuidadosísima fotografía
de sus películas, con un uso casi expresionista del primer plano —¿Deberíamos
adjudicarle a Bergman el título inventado de «Primer Primerplanista» de la
Historia del Cine? Seguro que hay unanimidad en la respuesta…—: Sven Nykvist,
con quien rodó 17 películas, si no se me olvida alguna, y obtuvo dos Oscars
merecidísimos: por Fanny y Aleander y, previamente, por Gritos y susurros.
La mezcla de
muchas vetas argumentales convierte esta obra de Bergman en lo que él consideraba
que era: su testamente cinematográfico. Aquí esta todo él: las complejas
relaciones matrimoniales; el teatro; la crueldad religiosa; la intensa vida de
los espíritus en contacto con los vivos; la infancia, con sus gozos y sus sombras;
los sinuosos caminos del amor y, al final, una propuesta de renovación
constante de la vida y de la esperanza. Sí, Fanny y Alexander es una
celebración por todo lo alto del CINE, y merece ser vista con suma atención, porque, a diferencia de la película
sacada de ella, la totalidad del rodaje tiene momentos extraordinarios que nos
llegan, además, con el excepcional y agudo sentido del humor del director
sueco. En este Ojo, con esta crítica, serán ya once las películas
criticadas de Bergman, de quien, si no me agota el cansancio crítico, deberían
de figurar la totalidad de sus setenta obras.
¡Que la disfruten!
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