Anatomía de la distimia: La deriva agónica de la vida sin sentido: la insufrible extrañeza de vivir.
Título original:Le Feu follet (The Fire Within)
Año: 1963
Duración: 110 min.
País: Francia
Dirección: Louis Malle
Guion: Louis Malle. Novela:
Drieu La Rochelle
Música: Erik Satie
Fotografía: Ghislain Cloquet
(B&W)
Reparto: Maurice Ronet, Léna
Skerla, Jeanne Moreau, Yvonne Clech, Hubert Deschamps, Jean-Paul Moulinot, Mona
Dol, Pierre Moncorbier, René Dupuy, Bernard Tiphaine, Bernard Noël, Ursula
Kubler, Alexandra Stewart, Jacques Sereys, Tony Taffin.
¡Qué ironía me
ha parecido siempre que un director de los «grandes», como Louis Malle lo es,
solo recibiera un Oscar por un documental filmado para Jacques Cousteau, El mundo del silencio, que fue. También
Palma de Oro en el Festival de Cannes. Estamos hablando del director de Ascensor
para el cadalso, de esta misma, El fuego fatuo, de Zazie en el metro o de La
pequeña y Atlantic City, amén de un documental tan estremecedor como
Calcuta. No había visto este largo en que se disecciona un caso clínico de una
afección, la distimia, que roza, en parte, con la depresión severa, y que es,
sobre todo, un análisis de la ausencia de la vitalidad imprescindible para
poder seguir adelante con la ceremonia cotidiana de una vida que, como le
ocurre al protagonista, ha perdido todo su sentido.
Cuando Malle
rueda esta película, es joven, pero muy experimentado, aunque más joven es un
ayudante de dirección, Volker Schlöndorff que comenzó su carrera en Francia
antes de convertirse en una estrella del cine alemán y dirigir El tambor de
hojalata, por ejemplo, o la que siempre tanto me ha gustado a mí, porque se
avanzó considerablemente a su tiempo: El honor perdido de Katharina Blum,
sobre el exceso de poder de la prensa. Es curiosa la acumulación de artistas de
primera que coinciden en un proyecto, porque la solidez del resultado depende
mucho de ello, como, en este caso, de la banda sonora escogida, ¡nada menos que
Erik Satie (la primera composición de Gymnopédies y las tres primeras Gnossiennes
)! Las notas espaciadas de las composiciones de Satie tienen tal poder descriptivo de la angustia existencial
del protagonista, que bien pudiera haber discurrido la película sin un diálogo,
pero nunca sin esas notas que acompañan la extrañeza de vivir que embarga a un
joven mundano que, tras un matrimonio fallido con una usamericana y una
estancia de tres años en Nueva York, sin poder adaptarse, regresa a Versalles
para ingresarse en una clínica a fin de curarse de su alcoholismo, una adicción
que, en realidad, encubre, como lo haría cualquier otra, la anhedonia que se ha
apoderado del protagonista hasta dejarlo en un estado casi anestésico, a juzgar
por la imposibilidad de «apasionarse» con nada. El protagonista, un antiguo «rey
de la noche parisina», un conquistador que aún despierta la admiración, pero
también la compasión de sus antiguas amistades, lo expresa sensualmente al
decir que no puede «tocar» nada ni a nadie, como si fuera un rey Midas al que
se le hubieran cumplido todos los deseos de diversión y disipación que, ahora,
tanto vacío, incomunicación y soledad, le han dejado.
Mi Conjunta
definió eficazmente el tipo de cine que significa la película de Malle, basada
en una novela corta de Pierre Drieu La Rochelle, de indudable carácter autobiográfico,
al decirme si imaginaba el «estreno» en
las pantallas de hoy de una película como la que acabábamos de ver. Es cierto
que hay cineastas atrapados por el prestigio indudable de los viejos maestros,
pero la parsimoniosa dirección de Malle, el hecho de recrearse descriptivamente
con largas secuencias mudas en el mundo interior del protagonista en modo
alguno son maneras de hacer que los jóvenes espectadores sean capaces de
seguir. Ese protagonista, además, un escritor que rompe cuanto escribe, que ha
luchado en la guerra de Argelia y que, curado de su alcoholismo, se siente tan
distante de la vida y del placer como para prometerse a sí mismo: «mañana me
suicido», y no por otra cosa, sino por la angustia que le provoca su
desasimiento de todo lo real, de donde se deriva una suerte de ennui,
dijeron los posrománticos, de aburrimiento profundo, que le es imposible
superar; ese protagonista, en definitiva, es una representación inequívoca del
conflicto existencialista, propio de la posguerra de la Segunda Guerra Mundial.
Maurice Ronet
presta la «percha» al protagonista de un modo extraordinario, tras haber
perdido los veinte quilos que le exigió perder Malle para poder hacer el papel (según leo en Tiempo de cine,
de Juan Carlos González) porque reúne los requisitos fundamentales del viejo
Alain Leroy —casi Alain Le Roi…—, triunfador en el Paris la nuit:
alto, guapo, encantador y amigo de la diversión, la aventura y el alcohol: una
persona que se debate, cuando la película inicia el relato de sus postrimerías,
entre el miedo a vivir y el miedo a morir, un conflicto que pretenderá resolver
teniendo encuentros con sus viejos amigos para saber a qué atenerse, y
descargando en ellos, quizá demasiado ingenuamente, la iniciativa para resolver
su dilema. Al modo como muchos años más tardes haría Frank Perry en El
nadador, con Burt Lancaster, Alain inicia un periplo por París, para tratar
de «rescatar» aquello que de sí pudiera devolverle a la plenitud de la
existencia, para hacerle digno de gozar de ella.
Está claro que
nos hallamos ante una personalidad extrema que no admite la conllevancia ni la
resignación, ni la socorrida teoría de la grandeza de «las pequeñas cosas». A
su manera, Alain vendría a ser el héroe trágico que no está dispuesto a sufrir
la repetición sin sentido de cada minúsculo acto cotidiano, según lo describió
Clément Rosset en La lógica de lo peor. Con todo, es digno de mencionar
que él mismo, a pesar de descubrir en un momento dado la pistola que guarda,
una Luger, si no me equivoco, lo cual acentúa el paralelismo con el autor de la
novela, colaboracionista en tiempos de los nazis, lleva a los espectadores a la
«necesidad» de acabar encontrando una salvación personal. Por cierto, en ese «descubrimiento»
ritual de la pistola me he parecido ver la inspiración absoluta de Dillinger
é morto, de Marco Ferreri.
La película
tiene una puesta en escena viscontiniana en la parte del sanatorio
psiquiátrico, maison de repos, en una de cuyas soberbias habitaciones
palaciegas está instalado el escritor, a gastos pagados por la esposa de quien
se ha separado, y una verosimilitud exterior, tanto en Versalles, donde el protagonista
se cruza, por cierto con una etapa del Tour, como en París, en cuyas calles
rueda entre admirados transeúntes que no se resisten a olvidarse de lo suyo y
prestar atención al rodaje, como en el mercado cuando queda con una presencia inmortal
del cine de todas las épocas, Jeanne Moreau, lo que, en cierta forma, lo acerca
a los postulados de la nouvelle vague, sin que Malle formara parte de
esa corriente artística. Los interiores de la envejecida reunión de artistas
adonde lo lleva Moreau o la mansión burguesa de donde huye asqueado, que tanto
se parece a algunos interiores burgueses de las películas de Antonioni, por
cierto, con quien Malle parece tener algo más que una deuda, permiten al director unos
encuadres que ahondan pugnazmente en el desasosiego íntimo del protagonista.
Se ve que Malle
halló en Drieu La Rochelle la inspiración necesaria para narrar su propia
crisis existencial, y buena parte del resultado de esta obra de arte habría de
ponerse en relación directa con esa implicación. Con todo, lo que al espectador
le interesa es la congruencia de la historia de Alain, y esa, por más que a
algunos les parezca el protagonista un «flojo
perdedor» nos permite hablar, en efecto, de una obra redonda, perfecta.
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