Terrible
retrato de «un corazón sencillo»: el atroz padecer del zonzo y su víctima.
Título original: The Banshees of Inisherin
Año: 2022
Duración: 114 min.
País: Reino Unido
Dirección: Martin McDonagh
Guion: Martin McDonagh
Música Carter Burwell
Fotografía: Ben Davis
Reparto: Colin Farrell; Brendan Gleeson; Kerry Condon; Barry Keoghan; Pat
Shortt; David Pearse; Gary Lydon; Jon Kenny.
Tenía el firme propósito de convencerme
por mí mismo si la última película del excelente director de Escondidos en
Brujas era o no un fiasco, a tenor de algunas críticas de las que había oído
hablar y una, la de Boyero, demoledora, que leí y que, aunque me enfrió los
ánimos, no me sedujo para prescindir de su visionado. Ahora, pasado el tiempo
de su «actualidad», algo a lo que cada vez se llega antes, voy a escribir la crítica de una película de 2022, y la
distancia respecto de su momento de gloria me la aleja hasta casi dos décadas atrás,
o así lo percibe mi reló crítico. Y lo primero que quiero decir es que, a pesar
de la expresión afortunada de la traducción del título, se limita en buena
parte la comprensión de la película si se elimina de él las banshees,
esto es, la encarnación femenina de la muerte, los ángeles caídos, que tan
destacado papel tiene en la trama, y que nos recuerda la vieja presencia de la
muerte en El séptimo sello, de Bergman, incluso formalmente. Recordemos que el «compositor» quiere titular la
canción que le dé la fama póstuma The banshees of Inisherin, por ejemplo,
siquiera sea por mor de la aliteración.
Inisherin, por
su parte, formada con el comienzo del nombre de la isla mayor del archipiélago
de Aran, Inishmore, y el nombre «Erin», que vale «Irlanda», nos da a entender
que el autor ha querido plasmar en su novela ciertas constantes atávicas del,
podríamos decir, núcleo duro de la
idiosincrasia irlandesa, las islas de Aran, donde el gaélico resistió de forma
numantina la avasalladora presencia del inglés. Es cierto que también podría referirse a la guerra civil que se libra a lo lejos en la
He de decir que
esta película es una de las películas más tristes que mi Conjunta y yo hayamos
visto nunca, del mismo modo que su desarrollo te va generando una incomodidad
tan superlativa que cuesta trabajo aceptar que el infeliz protagonista
encarnado por Colin Farrell no llegue nunca a darse cuenta de lo que significa no aceptar su propia condición, fronteriza con
la de otro personaje dramático que se clava en las entrañas: el hijo con
retraso mental del policía, quien abusa de él y lo maltrata, razón por la cual
el joven abusa en cuanto puede del alcohol, como su propio y salvaje padre.
La hermana del
protagonista, ¡ese encanto de actriz que es Kerry Condon!, es una mujer amante
de la lectura, quien comparte con su hermano una casa y una vida que se le va
haciendo cada vez más pequeña y asfixiante, y de la que no tardará en quererse
escapar, y con mayor razón cuando se inician las «hostilidades» entre los dos
hombres que solían compartir las pintas y la conversación en el pub de la zona,
porque no puede hablarse propiamente de «pueblo» en esta película, aunque haya
uno con puerto por donde estos seres aislados se comunican con la Irlanda, con
Galway, que equivale, en su infinita ignorancia, al «mundo».
Un buen día,
Colm (¡enorme Brendan Gleeson!, que suma un papel extraordinario más a su
espectacular carrera artística!) le dice a su amigo que ya no quiere volver a
hablar más con él, que se ha acabado su relación y que no quiere que le
moleste. La estupefacción de Pádraic (¡un inconmensurable registro interpretativo
de Colin Farrell, muy alejado de cualquier papel que haya hecho hasta esta
maravilla!), el hombre sencillo, espontáneo y cordial, si bien limitado
intelectualmente, una especie de extraña mezcla entre el «corazón sencillo»
flaubertiano y el «idiota» dostoyevskiano es de tal naturaleza que, ante la
naturaleza de lo incognoscible, porque no hay, o él no la ve, ninguna razón
para que le den de lado de forma tan
desconsiderada, brusca y cruel, porque se da a entender que le rompe una rutina de años, lo cual lo descolocada de
un modo absoluto; la estupefacción es de tal naturaleza, digo, que de repente
inicia un asedio a su ya examigo para inquirir cuál sea esa razón, si la hay. Lo
terrible es que la hay, y no es fácil ni de decir ni de oír. El violinista,
Colm, le revela que, dado lo poco que intuye que le queda de vida, aunque luego
confirma que no está enfermo, ha decidido que ya no tiene más tiempo para soportar
la aburrida conversación de su amigo, porque quiere dedicarse intensamente a
crear algo, luego sabremos que una composición musical, por la que ser
recordado. De hecho, Colm tiene cierta reputación como músico folclórico, y
congrega a su alrededor a jóvenes que quieren aprender de él y asegurar la
transmisión de esas músicas tradicionales, tan hermosas, por cierto, porque el
folclore irlandés, tanto en su veta nostálgica, como en sus rítmicas variantes
de baile, es riquísimo.
Con esos mimbres, la deriva de la historia toma una dirección que ni el espectador más avezado podría imaginar, e intuyo que quienes aborrecen la película no han sido capaces de entrar en un juego de mentalidades aldeanas e isleñas, dominadas por la soledad, la rutina, las limitaciones y, sobre todo, el infinito aburrimiento de unas vidas, como la de Pádraic que giran en torno a sus animales, y a una cotidianidad irrelevante, como se lo hace ver Colm cuando le exige que deje de hablarle y de frecuentarlo. Todo eso se describe, por contraste y a la perfección, en la necesidad de la tendera donde vende sus productos Pádraic de que le cuenten «chismes» que valgan la pena para entretener sus días, lo que dará pie a un enfrentamiento acerbo entre el protagonista y el policía de la isla. Una tendera que parece salida, propiamente, de Bajo el bosque lácteo, de Andrew Sinclair. Que en esos estrechos márgenes de vida social irrumpa la tradición de las banshees, en forma de una vieja tan irónica como amenazadora, fortalece la narración con su trasfondo mitológico, máxime cuando las amenazas se cruzan a tres bandas: Colm y Pàdric y este y el policía. No entro en la descripción del terrible método mediante el cual Colm quiere asegurarse de no ser molestado nunca más por su vecino, porque añade un sesgo irracional a su decisión, que está en consonancia, sin embargo, con el título en español de la película; pero átense los machos los espectadores porque son escenas propiamente desgarradoras en un contexto de naturalidad que mete espanto.
La esencia de
la «cuestión» se dilucida cuando, con unos güisquis de más, Pádraic hace la
apología del hombre sencillo y cordial que a Colm le resulta oneroso y, sobre
todo, prescindible. Es un momento cumbre de la película, y así lo reconoce el
propio Col: «Has estado a punto de volver a caerme bien otra vez». Pero luego,
los tiros van por otro lado, el de la violencia que, desatada, todo lo
complica.
A mí me ha
parecido una película exquisita, rodada con un tacto absoluto y con un retrato
de los personajes que no es frecuente en el cine moderno, tan plano, psicológicamente
hablando, cuando no sermoneador y de autoayuda. El amor a los animales, por
cierto, un burro enano en el caso de Pádraic, es perfectamente comparable con el
de Felicidad por su loro en la citada Un
corazón sencillo. Si le añadimos los paisajes siempre bellísimos de Irlanda,
obtenemos el contraste surrealista («la belleza será convulsa o no será») que
redondea la obra de arte imperecedera que es la película, diga Boyero lo que
diga.
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