sábado, 29 de abril de 2023

«El imperio de la luz», de Sam Mendes o un homenaje casi póstumo a los palacios del cine.


 La sala de cine como microcosmos: elogio de la luz demiúrgica y crónica agridulce de vidas cruzadas.

 

Título original: Empire of Light

Año: 2022

Duración: 119 min.

País:  Reino Unido

Dirección: Sam Mendes

Guion: Sam Mendes

Música: Trent Reznor, Atticus Ross

Fotografía: Roger Deakins

Reparto: Olivia Colman; Micheal Ward; Colin Firth; Toby Jones; Tanya Moodie; Crystal Clarke; Tom Brooke; Hannah Onslow; Adrian McLoughlin; Ashleigh Reynolds; Eliza Glock; Sara Stewart; Mark Field; Monica Dolan; Ron Cook; Justin Edwards; William Chubb; Spike Leighton; Jacob Avery; Roman Hayeck-Green.

 

         Vaya por delante que esta película de Sam Mendes «ha de verse» en una sala de cine, del mismo modo que la última de Spielberg, y que todas, en realidad, pero, yendo los tiempos como van, se ha de predicar muy específicamente de algunas, lo que no pude cumplir en Target, de Bogdanovich, ¡con lo  mucho que me hubiera gustado! Una película sobre el cine, como espacio físico y como claustro materno de la imaginación y el asombro a través de la luz, como recinto sagrado y como microcosmos laboral…, de todo hay en esta película de Sam Mendes, y todo ello bueno, a pesar de algunas críticas que, a mi juicio, han visto con ojos demasiado superficiales los dramas que se tratan en ella, ¡como si el retrato de la vida hubiera de ser una lección de psicología, de sociología y de arte! Mención disparatada es la de Cinema Paradiso, de Tornatore, solo por el hecho de que aparezca una cabina de proyección que es el reino personal y profesional de uno de los personajes, espléndidamente interpretado por el polifacético Toby Jones.

         Rodada en Margate, en la costa sudoriental de Gran Bretaña, donde los localizadores de exteriores encontraron un local que pudo ser «acondicionado» para representar el  Empire, un palacio del cine que se resiste a ir perdiendo la mucha importancia que una vez tuvo y que, como un principio de polaridad que se extiende al resto de los temas que se tratan en la historia, tiene dos partes, la luminosa de lo dos primeros pisos, en los que se han instalado varias salas, y los pisos superiores, cerrados al público, que son algo así como el sueño roto del imperio popular que supuso el cine en los hábitos de las clases populares, cuando actuaba como eje de la vida social.

La película está ambientada en los 80, cuando se estrena Carros de fuego, de Hugh Hudson, cuya «premiere» se celebrará en el Empire, cuando el Tatcherismo atraviesa sus momentos de «gloria» y cuando el racismo de los skinheads se adueña de las calles, no solo de las grandes ciudades de Gran Bretaña, sino, a imagen y semejanza de aquel, también de pequeñas poblaciones, como esta costera de Margate.  Por cierto, el hecho de que Turner hubiera escogido Margate como escenario de algunas de sus mejores obras o de que T.S. Eliot escribiera aquí parte de sus obras, añade a la localidad un prestigio que no está de más recordar, aunque de ninguna de las maneras la película reala valores turísticos de la zona, más allá de los hermosos paisajes y las excelentes panorámicas urbanas que se muestran en la película, como la del paseo marítimo, por ejemplo.

La llegada al Empire de un nuevo trabajador, un joven negro, elegante y muy bien parecido, Micheal Ward, que ha de ponerse a trabajar porque no ha sido admitido en la Universidad para estudiar Arquitectura, va a poner patas arriba el mundo cerrado y rutinario de relaciones que tienen establecidos entre sí los trabajadores y el director del Empire. Poco a poco se irá centrando la acción en dos personajes, el de la Olivia Colman, una mujer de mediana edad, que «asiste» sexualmente al director del cine en su despacho y que padece trastornos de personalidad no especificados, aunque por la prescripción del litio y por el desarrollo de la historia no tardamos en deducir que se trata de un caso de bipolaridad que se va a agravar cuando, en un extraño giro de la historia, el joven negro considere que ella es su «alma gemela», tras una sobria, íntima y emotiva celebración de la noche de fin de año en la terraza abandonada del cine, un bello plano panorámico de ellos, los juegos artificiales, la noche y parte de las letras de neón del cine: ambos, a partir de ese momento, sienten un poderoso afecto el uno por el otro, una privilegiada relación que se produce a espaldas del resto de compañeros, en el escenario desolado de las antiguas plantas esplendorosas del enorme local, porque Margat es, entre otras cosas, lugar de veraneo para los británicos.

El conato de asalto racista que sufre el joven, ante la estupefacción de ella, y, mucho más tarde, cuando un desfile racista de los supremacistas blancos pasa por delante del cine y los más exaltados de la turba rompen las puertas del cine, entran en él y apalizan brutalmente al protagonista, marcan el devenir de la historia, aunque, principalmente, el malentendido, el desengaño o la incomprensión llegan de la mano de un episodio psicótico que lleva a la protagonista a enfrentarse a cara de perro con su hasta entonces enamorado a ciegas. La protagonista, aupada por el chute anímico de su romance con el joven, decide no tomarse sus pastillas, lo que indefectiblemente, antes o después, acaba en ese brote que deja pálido al joven, quien es incapaz de entender la reacción agresiva contra él de la mujer. La escena, tras esa fallida excursión a la playa de los amantes, tiene poco tiempo después un corolario estremecedor: Ella llega a su casa, cierra la puerta y se desvanece junto a la puerta de entrada entre desgarradores sollozos que reflejan su conciencia de haber caído, de nuevo, en el pozo de la depresión profunda, característica de su trastorno. Muy impactante, así mismo, porque la historia se ceba en la descripción del trastorno de ella, es la entrevista con su amante justo cuando la policía y una asistente social se presentan para ingresarla de urgencias, dadas las quejas de los vecinos sobre su desconsiderado comportamiento, en este caso diríase que próximo a la manía.

El joven traba relación con el proyeccionista y se inicia en los rudimentos de su técnica y del conocimiento de las grandes máquinas de proyección, lo que constituye, sí, un leve nexo con Cinema Paradiso, pero aquí el elogio del cine está presente desde el primer plano hasta el último, y tiene su más lírica plasmación cuando la protagonista le pide al proyeccionista que, para ella sola en la sala, le ponga una película, porque, contra toda lógica, ella jamás ha entrado a ver ninguna.

Mendes ha rodado una atípica historia de amor sin final feliz, nada le chafo a nadie, porque no tarda el espectador en ser consciente de que la relación no va a ninguna parte, pero de una rara y hermosa intensidad, en la que se cruzan asuntos tan serios y dramáticos como el racismo violento y el trastorno mental. La película sí que tiene un desenlace magnífico y un epílogo lleno de ternura, pero de eso si que no digo ni mu.

Es el capítulo de las interpretaciones el que eleva muchos puntos la calidad de la película, junto con una dirección fotográfica que consigue planos extraordinarios, aunque la puesta en escena contribuye lo suyo. He añadido dos fotos para que se vea la magia del cine, del Dreamland al Empire, y una trama llena de senderos ocultos que acaban saliendo a la luz, la de la verdad, por supuesto, que siempre suele ser traumática.

¡Ah, aquellos cines gigantescos, como el Urgel, ahora ocupado por un supermercado! La nostalgia no tiene por qué llevar siempre a la tristeza, pero El imperio de la luz suena mucho a triste canto nostálgico de una época ¡semidorada! que echamos mucho de menos, pero los salones han sustituido a las salas, y, ¡ay!, mucho me temo que las series les acaben dando una patada a las películas, para nuestra conmoción, desolación y desesperación.



              


 

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