La sala de cine como microcosmos: elogio de la luz demiúrgica y crónica agridulce de vidas cruzadas.
Título original: Empire of
Light
Año: 2022
Duración: 119 min.
País: Reino Unido
Dirección: Sam Mendes
Guion: Sam Mendes
Música: Trent Reznor, Atticus Ross
Fotografía: Roger Deakins
Reparto: Olivia Colman; Micheal Ward; Colin Firth; Toby Jones; Tanya
Moodie; Crystal Clarke; Tom Brooke; Hannah Onslow; Adrian McLoughlin; Ashleigh
Reynolds; Eliza Glock; Sara Stewart; Mark Field; Monica Dolan; Ron Cook; Justin
Edwards; William Chubb; Spike Leighton; Jacob Avery; Roman Hayeck-Green.
Vaya por delante que esta película
de Sam Mendes «ha de verse» en una sala de cine, del mismo modo que la última
de Spielberg, y que todas, en realidad, pero, yendo los tiempos como van, se ha
de predicar muy específicamente de algunas, lo que no pude cumplir en Target,
de Bogdanovich, ¡con lo mucho que me
hubiera gustado! Una película sobre el cine, como espacio físico y como
claustro materno de la imaginación y el asombro a través de la luz, como
recinto sagrado y como microcosmos laboral…, de todo hay en esta película de
Sam Mendes, y todo ello bueno, a pesar de algunas críticas que, a mi juicio, han
visto con ojos demasiado superficiales los dramas que se tratan en ella, ¡como
si el retrato de la vida hubiera de ser una lección de psicología, de sociología
y de arte! Mención disparatada es la de Cinema Paradiso, de Tornatore, solo por
el hecho de que aparezca una cabina de proyección que es el reino personal y profesional
de uno de los personajes, espléndidamente interpretado por el polifacético Toby
Jones.
Rodada en Margate,
en la costa sudoriental de Gran Bretaña, donde los localizadores de
exteriores encontraron un local que pudo ser «acondicionado» para representar
el Empire, un palacio del cine que se
resiste a ir perdiendo la mucha importancia que una vez tuvo y que, como un
principio de polaridad que se extiende al resto de los temas que se tratan en
la historia, tiene dos partes, la luminosa de lo dos primeros pisos, en los que
se han instalado varias salas, y los pisos superiores, cerrados al público, que
son algo así como el sueño roto del imperio popular que supuso el cine en los
hábitos de las clases populares, cuando actuaba como eje de la vida social.
La película está ambientada en los 80, cuando
se estrena Carros de fuego, de Hugh Hudson, cuya «premiere» se celebrará
en el Empire, cuando el Tatcherismo atraviesa sus momentos de «gloria» y cuando
el racismo de los skinheads se adueña de las calles, no solo de las grandes
ciudades de Gran Bretaña, sino, a imagen y semejanza de aquel, también de
pequeñas poblaciones, como esta costera de Margate. Por cierto, el hecho de que Turner hubiera
escogido Margate como escenario de algunas de sus mejores obras o de que T.S. Eliot escribiera aquí parte de sus obras, añade a la localidad un prestigio que no está
de más recordar, aunque de ninguna de las maneras la película reala valores turísticos
de la zona, más allá de los hermosos paisajes y las excelentes panorámicas
urbanas que se muestran en la película, como la del paseo marítimo, por ejemplo.
La llegada al Empire de un nuevo
trabajador, un joven negro, elegante y muy bien parecido, Micheal Ward, que ha
de ponerse a trabajar porque no ha sido admitido en la Universidad para
estudiar Arquitectura, va a poner patas arriba el mundo cerrado y rutinario de
relaciones que tienen establecidos entre sí los trabajadores y el director del
Empire. Poco a poco se irá centrando la acción en dos personajes, el de la
Olivia Colman, una mujer de mediana edad, que «asiste» sexualmente al director
del cine en su despacho y que padece trastornos de personalidad no especificados,
aunque por la prescripción del litio y por el desarrollo de la historia no
tardamos en deducir que se trata de un caso de bipolaridad que se va a agravar
cuando, en un extraño giro de la historia, el joven negro considere que ella es
su «alma gemela», tras una sobria, íntima y emotiva celebración de la noche de
fin de año en la terraza abandonada del cine, un bello plano panorámico de
ellos, los juegos artificiales, la noche y parte de las letras de neón del cine:
ambos, a partir de ese momento, sienten un poderoso afecto el uno por el otro,
una privilegiada relación que se produce a espaldas del resto de compañeros, en
el escenario desolado de las antiguas plantas esplendorosas del enorme local,
porque Margat es, entre otras cosas, lugar de veraneo para los británicos.
El conato de asalto racista que sufre el
joven, ante la estupefacción de ella, y, mucho más tarde, cuando un desfile
racista de los supremacistas blancos pasa por delante del cine y los más
exaltados de la turba rompen las puertas del cine, entran en él y apalizan
brutalmente al protagonista, marcan el devenir de la historia, aunque,
principalmente, el malentendido, el desengaño o la incomprensión llegan de la
mano de un episodio psicótico que lleva a la protagonista a enfrentarse a cara
de perro con su hasta entonces enamorado a ciegas. La protagonista, aupada por
el chute anímico de su romance con el joven, decide no tomarse sus pastillas, lo
que indefectiblemente, antes o después, acaba en ese brote que deja pálido al
joven, quien es incapaz de entender la reacción agresiva contra él de la mujer.
La escena, tras esa fallida excursión a la playa de los amantes, tiene poco tiempo
después un corolario estremecedor: Ella llega a su casa, cierra la puerta y se
desvanece junto a la puerta de entrada entre desgarradores sollozos que
reflejan su conciencia de haber caído, de nuevo, en el pozo de la depresión
profunda, característica de su trastorno. Muy impactante, así mismo, porque la
historia se ceba en la descripción del trastorno de ella, es la entrevista con
su amante justo cuando la policía y una asistente social se presentan para
ingresarla de urgencias, dadas las quejas de los vecinos sobre su
desconsiderado comportamiento, en este caso diríase que próximo a la manía.
El joven traba relación con el proyeccionista
y se inicia en los rudimentos de su técnica y del conocimiento de las grandes
máquinas de proyección, lo que constituye, sí, un leve nexo con Cinema
Paradiso, pero aquí el elogio del cine está presente desde el primer plano
hasta el último, y tiene su más lírica plasmación cuando la protagonista le
pide al proyeccionista que, para ella sola en la sala, le ponga una película,
porque, contra toda lógica, ella jamás ha entrado a ver ninguna.
Mendes ha rodado una atípica historia de amor
sin final feliz, nada le chafo a nadie, porque no tarda el espectador en ser
consciente de que la relación no va a ninguna parte, pero de una rara y hermosa
intensidad, en la que se cruzan asuntos tan serios y dramáticos como el racismo
violento y el trastorno mental. La película sí que tiene un desenlace magnífico
y un epílogo lleno de ternura, pero de eso si que no digo ni mu.
Es el capítulo de las interpretaciones el
que eleva muchos puntos la calidad de la película, junto con una dirección
fotográfica que consigue planos extraordinarios, aunque la puesta en escena
contribuye lo suyo. He añadido dos fotos para que se vea la magia del cine, del
Dreamland al Empire, y una trama llena de senderos ocultos que acaban
saliendo a la luz, la de la verdad, por supuesto, que siempre suele ser
traumática.
¡Ah, aquellos cines gigantescos, como el
Urgel, ahora ocupado por un supermercado! La nostalgia no tiene por qué llevar
siempre a la tristeza, pero El imperio de la luz suena mucho a triste canto
nostálgico de una época ¡semidorada! que echamos mucho de menos, pero los
salones han sustituido a las salas, y, ¡ay!, mucho me temo que las series les
acaben dando una patada a las películas, para nuestra conmoción, desolación y
desesperación.
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