Radiografía
del porteño y la primera aparición en serie televisiva de Robert de Niro.
Título original: Nada
Año;: 2023
Duración: 159 min.
País: Argentina
Dirección: Mariano Cohn
(Creador), Gastón Duprat (Creador)
Guion: Mariano Cohn, Emanuel Diez, Gastón Duprat
Música: Alejandro Kauderer,
Ignacio Gabriel
Fotografía: Alejo Maglio
Reparto: Luis Brandoni; Majo
Cabrera; María Rosa Fugazot; Robert De Niro; Silvia Kutika; Belén Chavanne; Daniel
Aráoz; Enrique Piñeyro; Cecilia Dopazo; Gastón Cocchiarale; Guillermo Francella;
Andrea Frigerio; Rodrigo Noya.
Quienes me
hayan leído las críticas en este Ojo de Ciudadano ilustre y Competencia
desleal no van a extrañarse de que continúe mi enamoramiento de la obra de
esta portentosa pareja de directores, porque en esta serie televisiva se halla
lo mejor de esos trabajos anteriores para el cine. En la medida en que es una
miniserie, cinco escasos capítulos, pero la anécdota no da para más, y
alargarlo pecaría de esas segundas partes que nunca fueron buenos, salvo la
excelsa de Don Miguel de Cervantes Saavedra, la ficción se extiende menos, de
hecho, que muchas películas que se columpian hasta casi las tres horas, como la
recién vista Inland Empire. Ello significa que la brevedad de los capítulos
y del conjunto en general dejan un estupendo sabor de boca, lo que no es poco
decir de una serie en la que el protagonista es un crítico gastronómico atrabiliario,
extravagante y un mucho malhumorado ante la deriva de la realidad, frente a la
que se parapeta en el desprecio olímpico, la ironía y sus buenas dosis de mala
leche. ¿Y qué pinta De Niro, es lo primero que se preguntarán, en una miniserie
argentina, si nunca antes ha accedido a rodar ninguna en su propio país? De
entrada es el introductor de cada capítulo y, de vez en cuando, aparece para
remarcar este o aquel aspecto de la vieja relación que lo une con el crítico
gastronómico que un buen día, cuando su personaje no era tan famoso, como
escritor mundialmente célebre, lo guio por un tour gastronómico en la hermosa
ciudad de Buenos Aires, de la que guarda un hermoso recuerdo.
A mí me van a
tener que disculpar, porque, sin haber estado nunca allí, me considero un bonaerense
de adopción, no ya por mi devoción por la literatura argentina o por la hermosa
sonoridad de su español cantarín o mi pasión por los tangos o su muy particular
idiosincrasia de melting pot, ¡y no digamos por su cinematografía, con Leopoldo
Torre Nilsson a la cabeza!, todo lo cual me hace muy sospechoso de parcialidad.
Para tranquilidad de quienes sean reticentes ante mis elogios, confieso que
empecé a ver la otra serie de la pareja, El encargado, y que me trasladé a Nada
porque no me acababa de sentir cómodo en ese remedo de nuestra vieja picaresca,
aunque reconozco que solo vi un episodio y quizás debiera darle otra oportunidad.
Nada es
otra cosa, mucho más íntima, más personal; porque el personaje, una eminencia
en el templo de la gastronomía, un pope de los que hacen prosperar un negocio o
lo hunden, en función de sus críticas, tiene un espesor psicológico, un sentido
del humor, e incluso una escenografía, la casa-museo de la que van desapareciendo
las obras de arte en función de las necesidades de «líquido», que, junto con
sus amistades, expareja incluida, nos ofrecen un retrato social de «exquisitos»
con dejes transgresores de cultura de excepción que no escapan, sin embargo, de
la difícil situación de la economía argentina. Acostumbrados al euro, el monto
de las facturas, por ejemplo, nos meten el escalofrío en el cuerpo.
El título
polisémico puede entenderse de muchas maneras, y aun hasta los críticos
radicales de la serie pueden decir de ella que es una «nadería», pero es muy
cierto que se retratan en su incapacidad lectora. Otra cosa es que el desarrollo
dramático esté demasiado comprimido como para que ciertos procesos de «reconversión»
tengan lugar en tan breve espacio de tiempo, pero ¡qué carajo!, la ficción
tiene sus derechos y prerrogativas frente a lo real, y ha de hacerlas valer.
La serie
comienza con el retrato de Manuel, el crítico en una situación crítica, porque
anda muy escaso de fondos, ha recibido dos adelantos de un libro que no ha
entregado a la editorial y, para colmo de colmos, la fiel asistenta de toda una
vida, su mano derecha, la izquierda y los pies para usar los pedales del auto
como conductora, fallece al final del primer capítulo, dejándolo enfrentado a
una vida ordinaria de la que el «señor» no tiene ni la más mínima idea, salvo
todo lo relativo a la elaboración de los platos argentinos que se suceden a
través de los capítulos, una escuela de alta gastronomía de la que conviene
tomar buena nota, sobre todo de ese bifé de chorizo que se corta ¡con cuchara!
Está claro que las relaciones del crítico dan de sí para que nos asomemos a una
visión, aunque sea reducida, de la sociedad argentina, y ahí los autores
despliegan una ironía soberbia y gratificante para los espectadores, porque
todo se contempla desde el lado exquisito de la fina ironía con algunos granos
de sal gorda. Es divertidísima la distinción hecha por el cronista De Niro entre
«boludo» y «pelotudo», que se suma a la especie de introducción al mundo
porteño que hace el actor usamericano con absoluta vis cómica.
La aparición
de una inmigrante paraguaya que busca trabajo y que le es enviada por su ex
para ayudarlo en el desempeño de la vida cotidiana, porque conoce perfectamente la incapacidad radical
del hombre totalmente abstraído de la vida doméstica, marca un antes y un
después en la serie. La interpretación de la casi debutante Majo Cabrera es uno
de esos momentos mágicos en la historia, porque, por vez primera, se debilita
el individualismo antigregario del protagonista y emergen los sentimientos,
aunque sea en sordina y con muchas mantas que lo amortiguan, como la que él
rechaza cuando se hiela en una entrevista avasalladora a la que se presta para
lucimiento de otros, y obtener la triste recompensa de un vino barato frente al
que tuerce el gesto.
La vida
cotidiana, una hija que vive en Londres y una nieta que pregunta, al verlo en
la pantalla del móvil de la madre: «¿y ese viejo, quién es?», la seria
dificultad de moverse sin apenas recursos —la escena en el supermercado es
absolutamente antológica—, y otras dificultades propias de su profesión: las secuencias de «las vacas felices» y la cuenta
que le pasan en el restaurante donde siempre ha comido invitado son también momentos
estelares que nos hablan de un mundo que se derrumba y lo arrumba, una realidad
para la que él no tiene códigos de interpretación; todo ello, en definitiva, asume
una perspectiva nostálgica que tiñe la serie de una melancolía que no invita a
la tristeza, sino, paradójicamente, a la vitalidad, porque, a pesar de las desalmadas
políticas de la cancelación y el wokismo, estos dos personajes viejos nos
invitan a vivir intensamente y a hacerlo sin complejos ni culpabilidades sin
sentido, un mensaje que cala en los espectadores.
Tanto el
escenario de la ciudad como la música son dos complementos fundamentales de la
realidad porteña en la que esta película se adentra de manera muy específica y
grata.
Viendo esta
serie y la obra de Cohn y Prat, me pregunto siempre cómo es que Daniel Burman
no se prodiga más, porque esta serie me ha recordado mucho su manera particular
de enfrentarse a la argentinidad, de la que esta película, perdón, miniserie…,
es un magnífico ejemplo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario