lunes, 30 de octubre de 2023

«La Marsellesa», de Jean Renoir o el cine histórico de encargo.

 


Renoir trasciende la obra de encargo y nos da una visión muy personal de la Revolución Francesa.

 

Título original: La Marseillaise

Año: 1938

Duración: 135 min.

País:  Francia

Dirección: Jean Renoir

Guion: Jean Renoir, Carl Koch, N. Martel-Dreyfus

Música: Joseph Kosma, Henry Sauveplane

Fotografía: Jean-Paul Alphen, Jean Bourgoin, Alain Douarinou (B&W)

Reparto:   Pierre Renoir; Lise Delamare; Louis Jouvet; Léon Larive; Pierre Nay; Aimé Clariond; Maurice Escande; Jacques Castelot; Edmond Ardisson; Nadia Sibirskaïa; Julien Carette; Elisa Ruis; William Aguet; Pamela Stirling; Génia Vaury; Georges Spanelly; Jean Aquistapace; Jaque Catelain; Werner Florian.

 

          Comencé a verla con cierta reticencia, porque las películas históricas que quieren resumir en hora y media o dos horas un hecho capital en la historia de Europa, cual fue la Revolución Francesa, suelen tender al esquematismo, el tópico, la visión sesgada, el melodrama o el panfleto, según el punto de vista que se asuma. Si hubiera sabido antes de verla que fue un encargo del principal sindicato francés, la CGT,  y el gobierno del Frente Popular, acaso me hubiera abstenido prudentemente de verla, no sé. O quizás la hubiera visto muy condicionado, pero no podría dejar de verla, porque un verdadero creador, aunque se ponga al servicio de una causa, nunca deja de ser lo que es y eso acaba emergiendo en la obra. Pues eso es lo que sucede en esta aventura popular de la revolución de los franceses contra la última muestra del Antiguo Régimen absolutista. Desde la declaración del Tercer Estado como única Asamblea que representaba a toda la nación pasando por la toma de la Bastilla, el asalto al Palacio Real y la marcha de los ejércitos hacia la batalla de Valmy, ganada a los austriacos, Renoir nos va a contar ese tramo de la historia de Francia que es, en buena medida, el paso del Absolutismo hacia la aún muy imperfecta democracia liberal. El acierto de la película, y de ahí su nombre, La Marsellesa, es no solo haber escogido unos protagonistas que representan la clase popular, frente a la aristocracia que ve peligrar sus prerrogativas y a la realeza que sabe que sus días de poder soberano han llegado a su fin, ante la irrupción del vendaval popular que se lo llevará todo por delante, incluso a sus propios agitadores; sino, también, a ese momento casi mágico en que se oyen por primera vez en Marsella los acordes del conocido hasta entonces como «Chant de guerre pour l'armée du Rhin» («Canto de guerra para el ejército del Rin»), de Rouget de Lisle, y que tanto llama la atención de los voluntarios populares que se suman al ejército de la Convención para defender a Francia de los austriacos. Son, esas ejecuciones musicales del himno, momentos de singular emoción en la película. Cuando esas columnas militares de Marsella entran en París cantando el himno, no tarda este en ser adoptado como el himno de la Revolución y ser denominado La Marsellesa, para, tres años después, ser declarado himno nacional de la República.

          La película no se centra exclusivamente en la entronización popular del himno, sino en las variadas biografías individuales de algunos franceses escogidos al azar, aunque siempre pertenecientes a los estratos más pobres de la población. A través de ellos y sobre todo de sus críticas razonables al idealismo igualitario de los utopistas, desde un razonamiento que se atiene a las relaciones básicas de poder que sobrevivirán al lema de la Revolución, primero «Libertad, igualdad o la muerte» y, después de la revolución del 48, «Libertad, Igualdad y Fraternidad», advertimos la profunda sabiduría secular de quienes no acaban de creerse que quienes mandan no sean sustituidos por otra casta, porque no en balde hay gente más ilustrada que otra, gente que sabe dirigir a otros y llevarlos, mediante la persuasión del verbo encendido, hacia objetivos en los que se corre el riesgo de perder la vida, como pasa a algunos de los protagonistas. Hay en el desarrollo coral de la historia una suerte de gozo de vivir, de eutrapelia y de esperanza en la llegada de una nueva era de libertades que le van a facilitar la vida a cualquier hijo de vecino, solo por el hecho de haber nacido libre en una nación libre, que contagia el optimismo a los espectadores, a quienes nos asombra la facilidad con que se da el cambio social del Antiguo Régimen al Nuevo, y cómo, casi en un abrir y cerrar de ojos, ser «ciudadano» es algo más que un documento nacional de identidad, es una suerte de carta blanca para convertirse en alguien libre de toda sospecha y solo animado por la noble causa de instaurar el poder del pueblo llano frente a la feroz aristocracia que, como ocurre en el asalto al Palacio Nacional, se defiende matando aunque sepan que serán arrollados y los reyes, Luis XVI y María Antonieta, Madame Déficit, como se la conocía popularmente, detenidos, juzgados y ajusticiados.

          El tono cordial, bienhumorado y lleno de la alegría de vivir de las clases populares está presente en toda la película, menos en su tramo final, en el que irrumpe la muerte, en el asalto a las Tullerías. A pesar de centrarse en esas capas populares, Renoir ha trazado con mano maestra el retrato de la corte, del Rey, de María Antonieta y de los cortesanos. De hecho, cuando los cortesanos entonan una canción de loor al Rey, he de confesar que los acordes de ese otro himno de naturaleza monárquica, Oh Richard, Oh Mon Roi, de André Ernest Modeste Grétry, logran crear una sincera emoción en quien lo escucha. Conviene destacar la interpretación dele rey hecha por el hermano de Renoir, Pierre, lleno de pequeños detalles de gran altura interpretativa. Es curioso que en la película haya espacio para detalles de tipo costumbrista que añaden a la perspectiva de la obra una gran calidad humana y social. Es el caso, por ejemplo, del soldado voluntario que declara comerse un puré de patatas por «compromiso revolucionario» o el del mismo Rey probando una hortaliza, el «tomate» llegado desde Marsella, por ejemplo.

          Así mismo, y una historia de amor siempre anima cualquier crónica social y la humaniza para el corazoncito de los espectadores, destaca la aparición ultracinematográfica del teatro chinesco de sombras en que se representa la relación entre el Rey y la Nación, un espectáculo delicioso que se enmarca en esa breve historia de amor a la que hemos aludido.

          Las escenas de batallas y el asalto a las Tullerías —un primer plano de unas piedras y los restos de un letrero nos recuerdan que en ese lugar se alzó la cárcel de la Bastilla, ya derruida, cuando el batallón marsellés llega a París— están rodas con notable brío, jamás ensombrecido por unos recursos que, aunque notables, no pecan de generosos, desde luego.

          Es cierto que el Terror no aparece por ningún lado, que la lucha de la mujer para obtener la igualdad con el hombre está bien perfilada y que el aire popular, sin artificios ni embolismos, de los personajes contribuye a que nos identifiquemos con los perdedores de la Historia que, de la noche a la mañana, se sienten, por vez primera en su vida, no solo partícipes de los destinos de su nación, sino auténticos creadores de la misma. Y Renoir adopta un tono de comedia que hace la película muy grata de ver; tono que solo cambia en su último tercio, en el que el derrumbe de la monarquía permite un retrato palaciego sobresaliente.

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