La especulación inmobiliaria y el tópico de la oposición campo-ciudad, con la modernidad del adocenamiento televisivo de por medio…
Título original: Tout l'or
du monde
Año: 1961
Duración: 85 min.
País: Francia
Dirección: René Clair
Guion: René Clair, Jacques
Rémy, Jean Marsan
Reparto: Bourvil; Alfred Adam; Philippe Noiret; Claude Rich; Colette
Castel; Annie Fratellini
Música: Georges Van Parys
Fotografía: Pierre Petit.
Muy avanzada a su tiempo, la crítica
demoledora de René Clair a la arrasadora especulación inmobiliaria bien puede
decirse que no ha perdido ni un ápice de actualidad, porque los fundamentos de
tan agresivo negocio siguen siendo los mismos y están plenamente operativos. A
su manera, esta película de Clair recuerda no poco aquella película rodada en
estado de gracia que fue Los jueves, milagro, de José Luis Berlanga; si
bien aquí las aguas termales solo son una parte del proyecto especulativo,
aunque importante, sin duda.
El planteamiento empresarial es ingenioso:
tras unas imágenes iniciales de del caos circulatorio de París, y de las
grandes ciudades en general, unas imágenes que recuerdan mucho a Jacques Tati, descubrir un pueblecito francés, en el mítico «sur»,
cuyos habitantes hayan muerto todos con más de noventa años de edad, para
comprar todos los terrenos y edificar una nueva villa, con torres de pisos, en
un entorno saludable y centrando el mensaje en que son las aguas de una fuente
comunal las responsables de la longevidad de los habitantes.
La pericia de René Clair es muy digna
de nota, porque las gestiones de los especuladores tienen un ritmo endiablado,
dado que la empresa necesita reunir todas las firmas de todos los habitantes
para tener el control total del proyecto, al que se suman con entusiasmo
autoridades y vecinos…, ¡excepto uno! Y aquí tenemos, como muestra de gran
sabiduría narrativa, la vieja situación de la irreductible aldea gala que, esta
vez, en lugar de oponerse a los romanos, lo hará a los especuladores
inmobiliarios. El protagonista es un aldeano radicalmente apegado a sus tierras
que no quiere ni oír hablar de vender, porque han sido, desde que las heredó de
sus antepasados, la razón de ser de su vida. De forma accidental y con no poca
gracia, por cierto, la propia del humor negro, el labriego, que se ha defendido
de los acosadores con su escopeta de cartuchos de sal, cuyo uso, tan gracioso,
nos remite a lo mejor del cine mudo, muere y deja, como heredero
universal, a su hijo, a quien el padre
detestaba, tan atrabiliario como falto de luces. Los promotores creen que lo podrán
convencer con facilidad. Pero la presión se complica y se tuercen los designios
de los especuladores, porque el hijo se reconoce en deuda con su padre y no
quiere dar un paso que contraríe su voluntad de resistirse a vender.
Clair explota muy hábilmente lo que
mucho tiempo después será algo común en los usos populistas televisivos: la
burla urbanita del atávico mundo rural. Y por aquí emerge un tema clásico: el
enfrentamiento entre el campo y la ciudad, que Antonio de Guevara convirtió en
un clásico de nuestras letras: Menosprecio de corte y alabanza de aldea,
y que ha pervivido desde Horacio a nuestros días. La televisión, como fenómeno
de masas, adquiere en la película un protagonista que se adelanta a una obra
tan triste como Ginger y Fred, de Fellini, por ejemplo.
Los aficionados al cine francés, yo
entre ellos, por supuesto, podemos disfrutar con dos actores muy distintos:
Bourvil y Philippe Noiret. Bourvil hace los dos papeles: padre e hijo que se
resisten a vender; Noiret, por su parte, en la película en que más joven lo he
visto, borda el papel de cínico y
desalmado especulador inmobiliario que se mueve por el pueblo casi como los «hombres
de negro» lo hicieron en la Grecia en quiebra, si bien la perspectiva de la villa de la longuevie permite unas
bondades que solo esconden la privatización de lo que hasta su llegada ha sido
un bien común: la fuente de agua que, aun a pesar de estar en el terreno de
quienes se niegan a vender, padre y luego hijo, en la publicidad de la promoción
se la hace responsable de la longevidad de los vecinos del pueblo.
Como se aprecia, estamos en presencia
de una película costumbrista que, sin embargo, va bastante más allá del mero
entretenimiento, porque el retrato resultante de la sociedad que nos traslada René
Clair no es un espectáculo grato a los ojos de nadie, por más que el ritmo
desenfrenado de la historia contribuya a reforzar el tono de comedia: la sátira
moral de la miseria humana predomina, por suerte para los espectadores, sobre
la anécdota, lo cual se resume, fílmicamente, en un curioso desenlace y en unas
secuencias finales auténticamente magistrales. Al fin y al cabo, Todo el oro
del mundo, es una obra de madurez, muy cerca ya del final de su carrera, y eso
se aprecia en el magnífico ritmo con que narra Clair la historia, llena de
momentos muy afortunados, en gran parte debidos a la soberbia actuación
desdoblada de Bourvil, quien «compone» las personalidades enfrentadas de padre
e hijo con recursos del inmenso actor que fue siempre.
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