La dura lucha de los fracasados en los límites del escalafón social: entre la villanía y la dignidad o la intimidad de la venganza…
Título original: Dogman
Año: 2018
Duración: 102 min.
País: Italia
Dirección: Matteo Garrone
Guion: Maurizio Braucci, Ugo
Chiti, Matteo Garrone, Massimo Gaudioso
Música: Michele Braga
Fotografía: Nicolai Brüel
Reparto: Marcello Fonte,
Edoardo Pesce, Nunzia Schiano, Adamo Dionisi, Francesco Acquaroli, Alida
Baldari Calabria, Aniello Arena, Gianluca Gobbi.
Heredera del
neorrealismo y emparentada, por los espacios sociales degradados en barriadas
míseras, con su impactante y escalofriante
Gomorra, Matteo Garrone ha huido del planteamiento coral e incluso social, el
entramado delictivo de la camorra napolitana, para centrarse en una historia de
personajes en los límites de la sanidad mental y, descaradamente, en la
marginalidad del pequeño trapicheo de droga.
El barrio en el
que Marcello tiene su negocio de cuidado y aseo de perros, Dogman, es un
escenario cuya descripción panorámica se le ofrece al espectador como el único
horizonte de las expectativas vitales de un personaje, Marcello, que es algo
así como un ser irrelevante para sus próximos, el tópico cero a la izquierda,
excepto para su hija, con quien emplea cuanto gana para compartir con ella la
afición al buceo recreativo en las impresionantes costas de la península
italiana. El comienzo de la película no engaña: un primer plano de un perro de
presa furioso, atado en el pilón donde Marcello intenta lavarlo con una suerte
de mocho con palo teleférico del que el perro se defiende con una agresividad
que de inmediato hace pensar al espectador el alto riesgo de su profesión.
En cuanto entra
en escena el segundo personaje alrededor del cual pivota la trama de la película,
un boxeador «sonado», Simoncino, que tiene aterrorizada a la barriada, porque
exige y consigue cuanto quiere por la única vía del amedrentamiento y la
violencia de sus puños, porque cuanto le falta de razón, le sobra de fuerza, se
completa el estrecho vínculo que acabará uniendo a ambos personajes, en una
relación que ya intuimos que no va a acabar bien. La película, en realidad, se
basa en un hecho real, el asesinato del boxeador Giancarlo Ricci por Pietro De
Negri, propietario de una peluquería canina como la de Marcello en Dogman,
como me he podido informar en la crítica de Xavier Vidal para FilmAffinity,
acaecido en la Italia de los años 80, aunque dudo que en nuestros días ni
siquiera los italianos guarden recuerdo de aquel «suceso» escalofriante hasta el
delirio: una orgía de violencia desatada que Garrone se encarga, con muy buena
mano, de ir dosificando hasta llegar al estallido final.
Sabido ese final, está claro que a Garrone
le interesa el camino hasta él, el desarrollo de una relación tan particular
como la del pequeño camello con una fiera desatada de la naturaleza a la que,
porque el otro está «sonado», cree que puede encantar con sus artes de pequeño
pícaro que puede vanagloriarse ante sus compañeros de fulbito de haberlo «domado»,
porque hay ya un intento de conjura para tratar de liberarse de las
imposiciones del violento forzudo, interpretado con una propiedad total por
Edoardo Pesce, del mismo modo que la interpretación de Marcello Fonte del peluquero
Marcello cae del lado de los grandes espectáculos cinematográficos. A mí me ha
recordado mucho El delator, de Ford, porque hay algo de desamparo en la
brutalidad de un retrasado mental que ha hecho de su capricho, respaldado por
la contundencia de sus puños, su ley. La diferencia abismal es que en el de
Ford hay escondida un alma noble; mientras que en Simoncino no hay más que brutalidad y la aspiración
a una vida muelle. Que el gigantón le imponga al peluquero su colaboración para
robar, mediante un butrón, al negocio contiguo, da con el peluquero en la
cárcel, fiel valedor de la omertá que, en un exceso de ingenuidad, propio, sin
embargo, del infeliz peluquero, espera él que le permita acceder, cumplida la
condena, a «su» parte del botín. Y aquí sí que comienza la espiral de violencia
crudelísima no apta para todos los espectadores, desde luego, porque la
explicitud de la misma estomaga, ciertamente, aunque bien es cierto que, como
en los westerns, el desquite del ofendido es capaz de generar una auténtica
catarsis en el espectador.
Estructurada a través de diferentes
episodios de la desigual relación entre los dos hombres, alguno tan lleno de
ternura como el del perro rescatado del congelador y otros tan fellinianos como
la velada en el club de alterne de ángelas en vez de conejitas y la reacción de
la madre cuando Marcello lleva a Simoncino herido de bala a su casa, lo cierto
es que la ambición del peluquero canino de poder «huir» de su mísera condición para
poder darle lo mejor a una hija con la que se entiende a las mil maravillas, y
esa relación es una de las facetas más hermosas de la película, acabará determinando
el deterioro de su relación con el boxeador, algo que es necesario verlo para entender ese
proceso catártico del que hablaba anteriormente.
Nada hay en la película que nos permita
extrapolar la historia en alguna dirección social o política. La historia de la
relación entre estos dos pobres hombres, en el sentido conmiserativo de la expresión,
llena de tristeza y congoja a los
espectadores, y nos conmueve lo que se puede llegar a hacer en busca de la
aceptación de los demás, de quienes, en situaciones de tan severa marginalidad,
dependemos bastante más de lo que nos podemos imaginar desde una situación
confortable alejada de la realidad de los protagonistas.
La densidad emocional de la película es,
por supuesto, su baza principal, pero ella solo puede llegarnos a través de los
actores y de una puesta en escena que recuerda, eso sí, los barrios marginales
de Gomorra. Las interpretaciones, de un verismo que golpea como los propios
puñetazos de Simoncino, son esenciales para transmitirnos la complejidad de la
relación entre dos «imbéciles», etimológicamente hablando, porque solo se
apoyan en el frágil báculo de sus instintos o de sus quimeras.
¡Atrévanse! Es toda una experiencia sobre
la humillación, sobre la ofensa, y a lo que nos empuja ser sujetos de la misma.
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