La tupida red de relaciones entre la prensa y el poder político, así como la influencia perniciosa del ejercicio del mismo en la vida individual de quienes se «entregan» a él plenamente…
Título original: Borgen (TV
Series)
Año: 2010
Duración: 58 min.
País: Dinamarca
Dirección: Adam Price (Creador), Mikkel Nørgaard, Annette K. Olesen,
Louise Friedberg, Rumle Hammerich, Søren Kragh-Jacobsen, Jannik Johansen,
Jesper W. Nielsen
Guion: Jeppe Gjervig Gram, Adam Price, Tobias Lindholm
Música: Halfdan E
Fotografía: Magnus Nordenhof Jønck, Eric Kress, Lars Vestergaard, Lasse
Frank Johannessen, Rasmus Heise
Reparto: Sidse Babett Knudsen, Birgitte Hjort Sørensen, Pilou Asbæk,
Mikael Birkkjær, Freja Riemann, Emil Poulsen, Thomas Levin, Søren Malling,
Christoph Bastrup.
A veces me impongo
pasar por alto ciertos éxitos reconocidos casi universalmente para, en la quietud
mediática y crítica, y sin amistades que te recuerden mañana, tarde y noche que
has de ver o de leer algo, apreciar a solas las virtudes aquilatadas de la obra
en cuestión. Enamorado del arte perverso de la política, desde que se anunció la
serie danesa Borgen intuí que la vería con agrado. Como no disponía de
canal donde verla, estoy suscrito a Netflix y a Filmin desde hace relativamente
muy poco, y además aún estaba en activo, me dije que ya llegaría su momento. Y
ahora, en que por primera vez tenemos en España un gobierno de coalición, o
como malévolamente lo definió un periodista en la SER, una coalición de gobiernos,
está claro que había llegado el momento. Se trata, además, de una serie «corta», tres
temporadas y treinta episodios, lo que permite un cómodo visionado en tres
semanas, a razón de dos capítulos por día. Y mi costumbre, después de las insufribles
esperas en Mad Men y en Homeland es la de no entrar en una serie que no
esté acabada o cuyas temporadas tengan su propio inicio, desarrollo y final.
Mientras seguía con mi Conjunta la estupenda
Gambito de Dama, comencé por mi cuenta a seguir Borgen, en ratos
libres de quince minutos, mientras ella preparaba el kéfir, después de cenar.
Cuando acabó la exitosa serie ajedrecística, se sumó al final de la segunda
temporada, porque ya le había ido comentando mi entusiasmo creciente por la
serie, lo que me había llevado a ir completando capítulos en las sobremesas.
Ahora, mientras escribo estas líneas, la acompaño en el visionado de la primera
temporada y la mitad de la segunda, y he de decir que la veo con igual
delectación que la primera vez.
El planteamiento de la serie es sencillo: por primera vez en Dinamarca una mujer llega al poder, después de haber crecido espectacularmente en las elecciones, aunque aún a mucha distancia de los dos grandes partidos, el conservador y el socialista, pero como las sumas para gobernar son imposibles sin el partido moderado, recibe el encargo de la reina para formar gobierno e inicia unas negociaciones en las que choca con dos auténticos tiburones de la política, el primer ministro saliente, conservador, y el cínico y desvergonzado aspirante socialista, dispuestos ambos a merendársela en un periquete. Asesorada hábilmente por su “mentor” en el partido moderado, la aspirante acabará llevándose el gato al agua cuando, por informaciones comprometedoras, conseguidas de modo poco virtuoso y que habían provocado un terremoto político en el último debate electoral, el candidato socialista ha de dimitir de su cargo en el partido y ella ve despejado el camino para «imponerse» como primera ministra en un gobierno de centro izquierda.
Un
arranque así, que calca una hipotética situación en la que Arrimadas equivaldría
a la aspirante Birgitte Nyborg, contribuye lo suyo a seguir la serie con gran
expectación, porque, una vez hecha la analogía, esta se extiende al resto del
funcionamiento del sistema democrático, lo que nos permite establecer
semejanzas, ¡y sobre todo diferencias!, de gran calibre entre nuestro sistema y
el danés. Si pensamos en la insensatez secesionista de considerarse por nivel
de población "la Dinamarca del Sur", obtendremos
el esperpento de la primera analogía, porque lo que nos ha exhibido el supremacismo
nacionalista catalán en estos casi diez años de delirio político trepidante es
la antítesis de los valores democráticos de la sociedad danesa, en la que ese nacionalismo
está representado por un partido absolutamente minoritario, el defensor de ese esencialismo
de la *danesidad, permítaseme el neologismo.
Con un arranque
así, ya digo, ¿cómo sustraerse al seguimiento de las peripecias de quien va a
ir aprendiendo el abecé del gobierno al mismo tiempo que los espectadores que
siguen su aprendizaje? De buen comienzo, además, el importantísimo papel de la
prensa, escrita y audiovisual, condiciona buena parte de los actos de gobierno,
lo que da medida de la retroalimentación que hay entre dos mundos que, a mi
juicio, habrían de mantener mayores distancias, para evitar que, al final, los
intereses de todo tipo creen un sistema tan tupido y cohesionado que deje fuera
de la acción de gobierno el bien público y el bienestar o los sacrificios de
los electores, piedra fundamental del sistema.
Borgen es el
nombre popular que recibe el castillo de Christiansborg donde se encuentran los
tres poderes del estado danés: el Parlamento, la oficina del Primer Ministro y
la Corte Suprema, de ahí que buena parte de la acción transcurra no solo en el
interior de los muros de ese edificio, sino también en el exterior, donde se
celebran las conversaciones «confidenciales» para burlar cualquier vigilancia
no deseada. Conocer los mecanismos de actuación de la primera ministra, del
Consejo de Ministros y aun del mismo Parlamento son un estupendo aliciente para
quienes, aun conociendo los propios nuestros, no tenemos esa visión «cercana»
del día a día de la acción política.
La serie mezcla con una estupenda dosificación la vida política de los partidos daneses con la vida privada de varios personajes cuyas historias se siguen a lo largo de las temporadas. Veremos, pues, cómo influye la dedicación política en la siempre frágil, por definición, vida familiar, sujeta, sin intermediación de dedicación política alguna, a vaivenes que van del drama hasta la comedia. La imposibilidad de mantener una relación de pareja estable cuando uno de los miembros se dedica con exclusividad a la política aparece en la serie de un modo muy bien desarrollado. De hecho, el arranque de la serie nos muestra la quiebra conyugal del primer ministro saliente, que va a precipitar, por un incidente de su mujer en unos grandes almacenes, su caída política.
Un personaje nuclear de la serie es el asesor de
imagen de quien acaba siendo Primera Ministra, Kasper Juul, cuya relación con
la joven presentadora de la televisión pública, quien a su vez se relacionaba
sentimentalmente con el asesor de imagen del Primer Ministro saliente, nos da
otra perspectiva de lo difíciles que son las relaciones sentimentales entre
gente dedicada en cuerpo y alma a su profesión, que ejercen como si de un
sacerdocio se tratase. La sombría historia familiar de ese personaje es una
muestra de cómo la serie es capaz de ahondar en las tinieblas de ese mundo
político-periodístico que advertimos en los episodios en que la hija de la
Primera Ministra, sucumbe a una depresión, tras el divorcio de los padres, que es «aprovechada» por el diario sensacionalista
que acaba dirigiendo el exdirigente de los socialistas, un magnífico «villano»
que sabe mantener el pulso de la tensión dramática a lo largo de la serie.
La serie va
repasando los principales asuntos políticos a los que puede enfrentarse un
gobierno en ejercicio, desde la legalización o no de la prostitución, hasta el
sistema educativo, pasando por las relaciones internacionales y la tensión con
el «amigo americano» o la compleja relación con el gobierno autónomo inuit de
Groenlandia, uno de los mejores capítulos, con un planteamiento político admirable y una
descripción terrible que guarda total semejanza con la que vi hace poco en Wind
River, de Taylor Sheridan. Capítulo a capítulo desfila ante nuestros
envidiosos ojos, de españoles a los que se les ofrece más opacidad gubernamental
que transparencia democrática, unos usos políticos que ya quisiéramos ver por
nuestros lares, sobre todo en lo tocante a las dimisiones, a la naturalidad con
la que se plantean pactos de mínimos con casi cualesquiera fuerzas dentro de la
Constitución y unas actitudes humanas alejadísimas de la pompa y la prosopopeya
que se gastan nuestros políticos mediocres. Borgen es, realmente, una escuela
de aprendizaje político que debería ser de obligada visión para cuantos quieran
dedicarse a lo que, bien entendida, es un noble arte. En esas adoctrinadoras «escuelas
de verano» de los partidos, bastaría con que vieran la serie y la comentaran
minuciosamente para adquirir unos conocimientos de lo que se debe hacer y de lo
que se debe evitar en la acción de gobierno. ¡Cuánto ganaríamos con ello!
Me resisto a
desvelar pormenores con los que conviene encontrarse en el transcurrir de los
acontecimientos, pero la serie tiene la gran habilidad de, con muy pocos
espacios, crear un dinamismo que permite el protagonismo de los debates políticos
y ver, al tiempo, cómo van evolucionando
las fuerzas que gorman la coalición y cómo, desde fuera, se rearman quienes han
acabado en la oposición. Luego están los caracteres de quienes representan esta
o aquella ideología, en los que a los guionistas, acaso, se les haya ido un
poco la mano, a juzgar por la aversión o el recelo que suscitan unos u otros;
pero si tenemos en cuenta que esa visión se va tiñendo de sombras incluso en la
propia protagonista, quien va «escarmentando», esto es, aprendiendo, a medida
que ha de tomar decisiones, y llega un momento en que la soledad del poder se
manifiesta en la soledad de quien ha de tomar esas decisiones, observamos que
la serie no nos ofrece una realidad edulcorada, sino, en muchos casos, muy
amarga: una realidad en la que no están ausentes ni las quiebras sentimentales,
ni los desmoronamientos mentales, ni las trágicas historias de abusos
infantiles, ni el aborto, ni las traiciones más amargas, es decir, la realidad
misma en todas sus dimensiones. Desde esta perspectiva, Borgen, insisto,
es una serie que todos deberíamos ver, porque mejoraría nuestra capacidad de
reflexión sobre la democracia que estamos construyendo (o destruyendo, según en
quiénes se piense…) y nos ayudaría a «afinar» el voto y olvidarnos de anatemas
sectarios. Sí, me parece algo así como una serie de «servicio público», y
todos saldríamos ganando si la viéramos masivamente.
Borgen
no trata solo sobre el ejercicio del poder, sino también sobre la «creación»
política, en el sentido de entenderla como una aventura de emprendimiento
social. Se critica su aggiornamento; pero se exhibe su capacidad de
ilusionar a quienes creen que a través de ella se puede mejorar la vida de los
demás y darle sentido a la propia. Lo dicho: de obligada visión. Y conste que
se trata de una serie que exigiría treinta críticas, una por capítulo. En
cualquier caso, sé que dejo de lado capítulos tan sustanciales como los intentos
de convertir la televisión informativa en un espectáculo lúdico, que también
aparece en la serie, con un poderoso ejecutivo que ni diseñado por Berlusconi;
pero si alguna enseñanza, sobre todas, me deja la serie es la necesidad del
alejamiento del poder mediático del poder político: se ha de poner fin a ese
escandaloso aconchabamiento entre uno y otro, porque se ha desnaturalizado
totalmente la condición de vehículo de expresión de la sociedad frente al poder
que la película Los archivos del Pentágono, de Steven Spielberg nos
mostró.
Dije al
principio que se podría establecer una analogía hipotética entre Arrimadas y
Nyborg, e insisto en ella, pero no está de más, durante el visionado de la
serie, dedicarse a buscar otras equivalencias con la rica galería de personajes
que aparecen. Finalmente, he de manifestar mi sorpresa ante la pasión con que
viven la política y las relaciones personales los daneses, porque en modo alguno
puede hablarse de esa tópica «frialdad» con la que asociamos a los habitantes
del norte de Europa. Al lado de los personajes de la serie, qué duda cabe de
que políticos nuestros como Casado, Sánchez o Iglesias no pasan de frígidas
estatuas de hielo. Y no está nada mal, deshacer tópicos tan arraigados. Para
cualquier espectador español, Borgen será una «revelación». Sí, hay
otras políticas, y tenemos «derecho» a ellas…
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