Un retrato
antológico del encumbramiento de la mediocridad: Dick Cheney, de ordenanza
político a titiritero de Bush Jr.
Título original: Vice
Año: 2018
Duración: 132 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Adam McKay
Guion: Adam McKay
Música: Nicholas Britell
Fotografía: Greig Fraser
Reparto: Christian Bale, Amy Adams, Steve Carell, Sam Rockwell, Jesse
Plemons, Eddie Marsan, Alison Pill, Stefania Owen, Jillian Armenante, Brandon
Sklenar, Brandon Firla, Abigail Marlowe, Liz Burnette, Matt Nolan, Brian Poth,
Joey Brooks, Joe Sabatino, Tyler Perry, Bill Camp, Shea Whigham, Cailee Spaeny,
Fay Masterson, Don McManus, Adam Bartley, Lisa Gay Hamilton, Jeff Bosley, Scott
Christopher, Mark Bramhall, Stephane Nicoli, Kirk Bovill, Naomi Watts, Alfred
Molina, Lily Rabe.
Adam McKay ha pasado de dirigir
películas cómicas de escaso interés a un modelo de cine político trepidante y
con cierto distanciamiento brechtiano de por medio que, de momento, ha
alumbrado dos películas excelentes: La gran apuesta y esta que hoy
critico: Vice. Con anterioridad, leo que ha dirigido presuntos bodrios
como Los otros dos o Los amos de las noticias que no me voy a
atarear en confirmarlos, pero que intuyo en la línea de las comedias
usamericanas pasadas de rosca que ni siquiera se acercan al género de la screwball
comedy, sino que se configuran como un repertorio de gags del mundo del que
procede McKay como guionista: Saturday Night Live.
El descubrimiento
de la vertiente política de su cine, en la línea de Dinero sucio,
de Soderbergh y los documentales-denuncia de Michael Moore, ha conseguido que
McKay nos haya ofrecido dos películas de mucho interés. La primera,
cronológicamente, es un retrato de la famosa crisis de las subprime que
supuso una alerta sobre la fragilidad del capitalismo especulativo, capaz de
hundir las economías reales a partir de productos financieros tóxicos. De ella,
McKay ha pasado al falso biopic, y ha escogido, para ello, al
representante del político anodino y mediocre por excelencia, Dick Cheney, un
modelo que hoy ocupa los primeros puestos de la política en casi todo el mundo,
ahora que Merkel, la última estadista aún en el cargo, se acaba de retirar.
Vice es
una película interesantísima, no solo desde la perspectiva de la construcción
de un político «en la sombra», sino porque, además, este lo es de un político tan
o más sombrío que él mismo, como el presidente George Bush Jr. al que
teledirige desde esa oscuridad en la que se toman decisiones que solo admiten
responsabilidad «ante Dios y ante la Historia», como muy bien se encarga Cheney
de arrancarle a su consejero legal, para hacer una interpretación de la
Constitución que deja literalmente las manos «libres» al Presidente y, por
ende, a quien lo maneja.
El doble
significado de Vice, «vicio» y reducción familiar de «vicepresidente»,
marca desde el inicio lo que vamos a ver en pantalla, pero en modo alguno
arruina un retrato que McKay va dibujando con suma inteligencia para que
entendamos a la perfección los entresijos de la política usamericana, un
mecanismo tan alejado del nuestro que, no por conocido, deja de sorprendernos.
Dick Cheney tenía todos los números para ser un típico loser, y el comienzo de
la película es, en ese sentido, de un dramatismo sobrecogedor, sobre todo por
la reacción de los colegas de quien ha caído de un poste de la luz en el que
trabajaba y yace en el suelo con la pierna totalmente rota, si no hubiera sido
por la determinación de su esposa para hacerlo reaccionar ante la amenaza de,
en caso contrario, divorciarse de él. La relación entre los esposos es una de
las grandes bazas de la película, y a ello contribuyen Christian Bale y Amy
Adams con unas interpretaciones soberbias que suponían un reto interpretativo
de primera magnitud. La transformación física de ambos para ajustarse a la
caracterización que exigían los personajes reales contribuye poderosamente a la
verosimilitud de la narración.
De alguna
manera, y aunque sea en la peor orientación de esa señal de identidad
usamericana, Cheney es un ejemplo del self made man, y comienza en la política
como asistente personal en el Congreso, esto es, de «chico de los recados» que
escoge, por parecerle de su cuerda, a un deslenguado y sarcástico Donald
Rumsfeld, quien se convierte en su mentor y, al tiempo, en su ejemplo, y a
quien acaba ganándole la partida de la influencia política que mueve los
verdaderos hilos de la política norteamericana al más alto nivel. Steve Carell, por cierto, compone un Donald Rumsfeld perfecto.
A través de la
discreción, de tener los oídos bien abiertos y de hablar lo justo y lo
necesario, Cheney va construyendo una reputación que le va abriendo camino en
la Administración Republicana hasta que la llegada de Carter acaba con sus
sueños políticos, momento en que se pasa con armas y bagajes a la empresa
privada para asegurar esa fortuna que acaso un día le permita competir por la
Presidencia, algo que cualquier usamericano lleva escrito en los genes. La
revelación del lesbianismo de su hija se convierte en el gran impedimento para
la realización de esa ambición, pero ello no impide que luche por el Congreso o
que, más tarde, prácticamente retirado, acepte el ticket presidencial como «Vice»
de Bush Jr, lo que nos lleva a lo más alto de su carrera política.
La película,
sabiamente estructurada, arranca con la situación de alarma provocada por el
atentado contra las Torres Gemelas y el Pentágono, y con la asunción de toda la
responsabilidad en las decisiones por parte de Cheney, ante la ausencia del
Presidente, en ese momento en un acto público en una escuela de Florida. Esos
instantes dan pie a que los espectadores se pregunten exactamente lo que McKay
quería: ¿cómo ha llegado hasta esa responsabilidad quien se ve en el trance de
tomar decisiones que afectan a la primera potencia del planeta? Y la película
satisface con creces esa curiosidad, sin dejar detalle que sirva para explicar
la forja de un político en un sistema como el usamericano, tan peculiar y tan
democrático.
Mientras la
veía no podía dejar de acordarme de los grandes clásicos del cine político como
Siete días de mayo, de John Frankenheimer, ¿Teléfono rojo?, volamos
hacia Moscú, de Stanley Kubrick o de
El ultimo Hurra, de John Ford, y admitía que hay una diferencia enorme en
la manera como se filmaba y como ahora McKay nos lleva a la pantalla esta
historia, a medio camino entre el falso documental, el biopic de superación
personal y la crítica corrosiva a unas prácticas políticas opacas y peligrosas
para la democracia. Lo que hace el director es ofrecernos la «construcción» de
una mentalidad conservadora que, por otro lado, llega, por su valoración de la «familia»
como prioridad absoluta a la aceptación del lesbianismo de su hija, con total
naturalidad.
Si alguien se
pregunta cómo es posible que America first o Make America great again
le dieran una presidencia al payaso Trump, en esta película hallará las claves
para desentrañar una mentalidad ultraconservadora que para defender su visión
parcial del país es capaz incluso de alentar al asalto a la sede de la soberanía
popular. Hace muy poco, por cierto, y de ahí mi interés por ver la película, la
hija de Cheney, Liz, quien «rompió» con su hermana al oponerse pública y políticamente
al matrimonio homosexual cuando competía para el Congreso, ha sido cesada de su
cargo en el Partido Republicano por oponerse a las mentiras de Trump. O sea, la
saga sigue viva, porque el «demonio» de la política se mama también en el
propio hogar…
Una lamentación
final, ¿para cuándo, en España, películas tan clarividentes como esta sobre la
vida (y la muerte) políticas?
No hay comentarios:
Publicar un comentario