El microcosmos, el macropoder y el micropoder: la sed de evasión en una apuesta a todo o nada contra el poder de la represión.
Título original: Brute Force
Año: 1947
Duración: 98 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Jules Dassin
Guion: Richard Brooks. Historia:
Robert Patterson
Música: Miklós Rózsa
Fotografía: William H. Daniels (B&W)
Reparto: Burt Lancaster, Hume Cronyn, Charles Bickford, Yvonne De Carlo,
Sam Levene, Howard Duff, Art Smith, Jack Overman, Ella Raines, Roman Bohnen,
Jeff Corey, Anita Colby, John Hoyt, Ann Blyth, Vince Barnett, Richard Gaines,
Frank Puglia, Charles McGraw.
El género carcelario tiene unas
reglas muy bien definidas que conviene respetar para no decepcionar a sus
muchos seguidores, quienes esperan situaciones violentas, luchas intestinas,
ajustes de cuentas con los chivatos, tensión entre rivales poderosos, un
represor salvaje, un alcaide, a veces pusilánime y un plan de fuga que mantenga
en vilo a los espectadores. Aunque se trata de un género de hombres, al menos
hasta los años 80 del pasado siglo y hasta que hace poco la serie Orange is
the new black optó por las mujeres encarceladas como sujetos de la historia,
hubo también películas que abordaron el género desde el lado de las delincuentes
femeninas, títulos como So young, so bad, de Bernard Vorhouse, y Edar G. Ullmer, de 1950, y Women’s prison, de Lewis Seiler, de 1955,
con una espectacular Ida Lupino, después excelente directora, nos permiten una
visión amplia de un genero que, independientemente del sexo de los reclusos se
atiene a unos fundamentos muy precisos.
La salida de la
celda de castigo de unos de los presos más altaneros del penal, Burt Lancaster,
quien es recibido con honores casi de héroe en una celda abarrotada de ocho
reclusos da inicio a una tensa película en la que a Hume Cronyn, pequeñajo,
pero ambiguamente sádico, le cabe el honor de encarnar al capitán de la fuerza
que controla policialmente el penal, un contrapeso de la debilidad con la que
el alcaide de la fortaleza ha pretendido dirigir el penal, lo cual ha dado pie
a no pocos problemas que las autoridades quieren que se acaben de forma
radical. El protagonista lo deja bien
claro, no hay nada que celebrar ni nada está bien mientras sigan estando donde
están, encerrados. Se trata, por lo
tanto, de trazar un plan que no falle y que les permita apoderarse de la
todopoderosa torreta desde donde una ametralladora controla el movimiento del
patio y de las zonas exteriores que comunican con el puente que es el único
camino de huida hacia una libertad posiblemente efímera, y, en todo caso,
ardua.
La película
está rodada con unas técnicas expresionistas que privilegian el uso de los
primeros planos y de planos abigarradasímos en los que los reclusos lo ocupan
todo, para dar la sensación de falta de espacio vital que los oprime a todos, a
los rectores del penal incluidos, al menos cuando se hallan reunidos en el
despacho del alcaide y el doctor, un borrachín muy fordiano, es el encargado de
cantarle las cuarenta al aspirante a ocupar, como de hecho sucede, el puesto
del alcaide. Sigue impresionando la capacidad expresiva del cine de Dassin que
ha de prolongarse en una trilogía de cine negro que figura en los anales de la
Historia de ese género cinematográfico: La ciudad desnuda, Noche en
la ciudad y Rififi, rodadas respectivamente en Nueva York, Londres y
Paris, porque Dassin es de los directores perseguidos por McCarthy que hubo de
exiliarse. Curiosamente, Hume Cronyn, aunque canadiense, también tuvo problemas
con ese comité, pero, en su caso, por contratar a artistas represaliados.
Toda la
película tiene una planificación perfecta, y tanto las escenas en la celda,
como en la mina donde los internos se someten a trabajos forzados o como el asalto
a la torreta en el desenlace, constituyen
momentos de poderosa intensidad y un evidente lirismo. Como la opresión de la
vida en la cárcel puede acabar resultando extraordinariamente angustiosa, la
historia nos permite «salir» de ella para mostrarnos algunas de las historias
extramuros que han llevado a la prisión a algunos de los personajes. Lo
realmente sorprendente es la solidez interpretativa con que tres de los
personajes son capaces de conseguir un pathos dramático de tal envergadura en
tan poco metraje. Quizás la historia del protagonista, en exceso melodramática,
sea la más floja, pero las de los otros dos compañeros de celda son un prodigio
de dramatismo perfectamente logrado. De alguna manera vaga, me ha venido a la
memoria, mientras la veía, A diez segundos del infierno, de Robert
Aldrich, de muy diferente género, se trata de una película bélica en la que los
artificieros nunca saben si acabarán volando por los aires en su misión, pero
con una sutil vinculación con el intento, en apariencia suicida, de los presos
para salir de su infierno.
La película,
sobre todo a través del doctor, vehicula unos mensajes contra el espíritu
represor de la fuera bruta que domina el sistema carcelario que se extiende
fácilmente al modelo de organización social basado casi exclusivamente en la
coerción y en un sistema punitivo de cualesquiera conductas con ribetes
antisociales. ¡Cómo no iban a sospechar lo del comité McCarthy que Dassin era
un comunista peligroso!
Ser una
película de estudio le permite a Dassin una fotografía tan espléndida como por
fuerza se la había de deparar quien trabajó con Stroheim en esa maravilla que
es Esposas frívolas y en su inmortal Avaricia, y quien sería galardonado un año después con
un Oscar a la mejor fotografía por La ciudad desnuda, también de Jules Dassin.
Con esto quiero decir que la factura estética de la película alcanza una
intensidad sobresaliente y contribuye a que la verosimilitud y el poderoso
realismo de la historia atrape al espectador en esa lucha desesperada de los
hombres hacinados en un penal por alcanzar el bien preciado de la libertad.
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