Título original: The Ring
Año: 1927
Duración: 133 min.
País: Reino Unido
Dirección: Alfred Hitchcock
Guion: Alfred Hitchcock, Alma Reville
Fotografía: Jack E. Cox (B&W)
Reparto: Hunter, Carl Brisson,
Lillian Hall-Davis, Harry Terry, Gordon Harker, Charles Farrell, Minnie Rayner,
Forrester Harvey, Billy Wells, Clare Greet.
Título original: The Lodger: A Story of the London Fog
Año: 1927
Duración: 92 min.
País: Reino Unido
Dirección: Alfred Hitchcock
Guion: Alfred Hitchcock, Eliot Stannard. Novela: Belloc-Lowndes
Fotografía: Gaetano di
Ventimiglia (B&W)
Reparto: Ivor Novello, Marie Ault, Arthur Chesney, June, Malcolm Keen,
Eve Gray, Reginald Gardiner.
Está claro que la época muda de
Hitchcock les debe de parecer a los espectadores comunes de las mejores
películas de Hitchcock algo así como un tiempo de «ensayos», casi de
meritoriaje, en la que poco o nada se les ha perdido, teniendo en cuenta las
maravillas que rodó en la época sonora. Les da igual, imagino, que algunas de
las mejores películas de todos los tiempos sean anteriores a la llegada del
sonoro y que se trate de una etapa del cine de total, plenitud. De hecho, la
primera película sonora de Hitchcock, Blackmail, «Chantaje», tuvo dos
versiones, una hablada y la otra muda. Sometido un público al visionado de las
dos versiones y obligados a escoger cuál era más de su agrado, no dudaron, de
forma mayoritaria, en preferir la versión muda. ¡En un momento en el que el
sonido hacía auténtico furor! En fin, sea como fuere, lo que quiero defender es
que todos aquellos aficionados que se abstengan de ver las películas mudas del
gran director británico se perderán películas muy interesantes y alguna, como The
Ring, una auténtica joyita dentro de su género, porque los aciertos
visuales de la película, las tomas innovadoras y el desarrollo de una historia
que mezcla dos ambientes muy distintos, la feria de pueblo y el mundo del boxeo
profesional, nos ofrecen, como resultado, una verdadera obra de orfebrería.
Lo primero que
llama la atención de The Ring es la ambientación en una feria de los
primeros compases de la película, cuando un campeón de boxeo coquetea con la
vendedora de entradas del espectáculo en el que un boxeador desafía a cualquier
grandullón que se atreva a pelear con él a aguantarle más de un asalto, de
donde le viene su apodo «one round» Jake. Este contempla, inquieto, el
coqueteo de ella, su prometida, con el boxeador profesional, a quien reta, como
a cualquier fortachón que se acerca. Finalmente, acepta y el profesional acaba
noqueándolo tras algunos asaltos. El empresario le paga la recompensa y este le
compra un brazalete a la taquillera e invita al vencido a convertirse en su
sparring profesional. A partir de entonces, la acción ya se desplaza del mundo
de la feria, con sus carretas y la echadora de cartas que le predice a ella su
unión con una suerte de «macho alfa», a la ciudad y se inicia el melodrama del
triángulo amoroso entre los tres protagonistas, una vez que, al mejorar su
posición, el sparring y la taquillera se casan, boda a la que asiste el ahora
jefe de él, y en quien ella aún tiene puesta la mirada del deseo. Visualmente,
y aunque se lo chafe a alguien que haya decidido verla, no me resisto a
destacar el juego de imágenes que se generan con el brazalete, convertido, en
broma, en un anillo de boda. Cuando, tras no pocas indecisiones de ella, accede
a casarse con el sparring y se celebra la boda, en el momento en que él
introduce el anillo de casados en el dedo de la esposa, el brazalete desciende
desde el antebrazo hasta la muñeca, lo que Hitchcock capta con un primer plano
de ambas joyas que la esposan doblemente: al marido y al amante. ¿No es un hallazgo extraordinario? ¿No es
eso, en definitiva, la esencia del lenguaje cinematográfico? Pues momentos tan
ingeniosos como ese también los encontrarán los espectadores en el cine mudo
del maestro.
Instalarse en
un lujoso piso y tener una posición saneada no evita que la protagonista siga
teniendo «el corazón partío», y la historia, plenamente urbana, ya, con sus
fiestas locas, como la de la magnífica actuación de una pareja de danzarinas de
music hall, en nítido contraste con la vida ascética de los deportistas cuando
han de preparar los combates, una escena contemplada por el marido a través del
reflejo en un espejo, superficie donde acaba proyectando incluso el beso adúltero
que no se produce en la realidad, pero que provoca su ridícula aparición patética
en medio de sarao, convierte la historia en un aguzado melodrama que, como era
de esperar solo podrá resolverse con el enfrentamiento entre los dos hombres
sobre el ring, cuando el marido, poco a poco, vaya ascendiendo en los carteles
anunciadores desde los combates de relleno a los combates estelares. En ese
sentido, ¡qué quedada inmensa con los espectadores la del mago Hitchcock! Un
anuncio de peleas que ocupa toda la pantalla parece ser una ampliación de un
cartel que se irá reduciendo a medida que el zum retroceda para ampliar el
campo de la imagen, pero a don Alfredo no se le ocurre otra cosa que hacer
pasar por delante del cartel las cabezas y poco más de los transeúntes, casi como
un desfile de hormigas, lo que da una idea de las dimensiones reales del
anuncio. En fin, una imaginación, la suya, desbordante y prácticamente
inacabable. A veces, como en la célebre escena de la ducha en Psicosis,
como un remedio para evitar que la censura le impidiera mostrar demasiado… El
espectadort hará bien en prestar atención al modo como el cineasta juega con algunos
rótulos en la película, integrándolos en la trama de una forma muy imaginativa.
Sí, no hay duda
de que ciertos prestigios están consolidados en una trayectoria, y que no hay película
buena que salga «al azar», sino de la constancia en buscar soluciones visuales
que nos permiten, como las metáforas, condensar lo real. Me resisto a desentrañar los vaivenes de ese
melodrama, pero puedo asegurar que se sigue como si fuera una de sus clásicas películas
de suspense. Con decir que los primeros intertítulos de la película tardan casi
quince minutos en aparecer, ya doy a entender la poderosa capacidad narrativa
inequívoca de los planos de don Alfredo. Sorprenden las tomas cenitales de los
combates en el ring, ¡pero más sorprende, para la mentalidad de hoy, que ese
ring esté instalado en el Royal Albert Hall, adonde cualquiera ha ido a oír sus
famosos Proms…! Llama, así mismo, la atención, el interés que le
despierta a Hitchcock la presencia de la prensa hablada y escrita en una
plataforma desde donde siguen el desarrollo de los combates. Me ha recordado un
plano muy similar al de Fritz Lang cuando retransmiten el despegue del cohete
en su película La mujer en la luna, a la que la película de Hitchcock se
adelanta dos años.
Llevo tiempo
insistiendo en que se va haciendo de todo punto necesaria una monografía en la
que se estudie la importancia de las ferias en las historias de las películas.
Claro que en sus inicios el cine era espectáculo de barraca de feria, pero ha
de reconocerse que este le ha pagado con fidelidad aquel nacimiento, porque es
sorprendente el número de obras excelentes que transcurren en ese ambiente.
Ello da pie, por ejemplo, a algún chiste visual inocente, como cuando, el día
de la boda, las hermanas siamesas están en el pasillo de la iglesia y cada una
de ellas quiere sentarse en un lado distinto de la nave. Pensemos, sin ir más
lejos, en la importancia de la feria en Extraños en un tren, del propio
Hitchcock. En fin, queda hecha la sugerencia. A ver cuándo algún crítico «pata
negra», no un diletante como yo, se mete en harina y Wonder Wheels…
varias.
El enemigo
de las rubias, un título que tira para atrás, respecto de El inquilino,
traducción apropiada del original novelístico, es la primera adaptación cinematográfica
de una novela que tuvo cinco, de las cuales he criticado una en este ojo, la de
Hugo Fregonese, titulada aquí Jack
el destripador pero, originalmente,
Man in the attic, un título más adecuado, e interpretada soberbiamente
por Jack Palance. La más reciente es de David Ondaatje, de 2009, titulada The
Lodger, como toca. Hitchcock subtitula la suya, «una historia de la niebla
londinense» dando a entender el parentesco entre la película y la novela y el «caso»
en que esta se inspira, los crímenes del ya mítico Jack, el destripador, lo que
justifica unos títulos de crédito muy sorprendentes para la época. Con todo, y salvo al final de la película, son
pocas las escenas en las que la niebla tiene esa presencia que incluso
justifica su presencia en el subtítulo. Hitchcock ha jugado más con la ambigüedad
del personaje en el interior de la casa en la que el inquilino misterioso acaba
enamorándose de la hija de los propietarios
y suscitando unos recelos que el maestra dosifica, eso sí, con un mimo
muy propio de sus películas posteriores. El protagonista, Ivor Novello, se
presenta con ribetes de personaje exquisito y un punto afeminado, por sus
modales y gesticulaciones, que desconciertan a los espectadores. Nada que ver,
por supuesto, con la versión de Fregonese, más libre me parece, en la que
incluso aparecen números musicales. Ella, eso sí, sigue siendo la novia del
inspector de policía a quien «promocionan» asignándole la investigación del
caso. En parte inducido por la madre de ella, en parte por los celos que lo
atormentan, pues no puede no ver la preferencia que muestra su novia hacia el
inquilino misterioso, todo el afán del novio despechado es acorralar al
inquilino y detenerlo, acusándolo de asesinato. La historia, que sigue un guion
muy diferente de la de Fregonese, tiene aún un giro sorprendente que no le
quiero chafar a nadie y que conviene ver detenidamente, porque parece que
Hitchcock se haya adelantado sus buenos años a Furia, de Fritz Lang.
Ya no hay aventureros
empresariales dignos de tal nombre, porque, de haberlos, ¡cómo es posible que a
nadie se le haya ocurrido aún abrir una sala dedicada en cuerpo y alma a la recuperación
de las grandes películas del cine mudo, debidamente contextualizadas! ¿A qué
esperan las cadenas de televisión, por ejemplo, para hacer lo mismo? ¡Que no se
pierdan en el olvido y hayamos de rescatarlas como estatuas romanas del fondo
del Adriático, películas que justificarían, hoy, la carrera de cualquier
cineasta!
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