miércoles, 15 de junio de 2022

«Intemperie», de Benito Zambrano, una historia sobrecogedora.

Un güestern de posguerra o las facetas execrables y excelsas de lo humano.

 

Título original: Intemperie

Año: 2019

Duración: 103 min.

País:  España

Dirección: Benito Zambrano

Guion: Pablo Remón, Daniel Remón, Benito Zambrano. Novela: Jesús Carrasco

Música: Mikel Salas

Fotografía: Pau Esteve Birba

Reparto: Luis Tosar, Luis Callejo, Jaime López, Vicente Romero, Manolo Caro, Kandido Uranga, Mona Martínez, Miguel Flor De Lima, Yoima Valdés, María Alfonsa Rosso, Adriano Carvalho, Juanan Lumbreras, Carlos Cabra.

 

         Perdí las oportunidades en su momento, porque no se puede llegar a todo, pero me quedé con las ganas de ver esta adaptación de una novela que concitó la admiración unánime de críticos y lectores y que tampoco he tenido tiempo de leer aún, a pesar de su brevedad. La espera ha valido la pena, porque, lejos de los rifirrafes críticos del momento, en que no pocos solemos sobreactuar, por exceso o por defecto, y al margen de opiniones dominantes que ya no se recuerdan, he visto la película con un interés que se despierta desde el mismísimo primer momento por escenas tan poderosas como la visita del capataz a las viviendas-cueva y por la despedida de los dos hermanos. Está claro que  la realidad española de 1946 no necesitaba polarización alguna, aún estamos en lo más duro de la posguerra y está claro que hay un abismo entre vencedores y vencidos en esa deriva neofeudalista de los triunfadores que observamos en películas tan estremecedoras como Los santos inocentes, de Camus, con la que esta de Zambrano tiene una relación evidente, aunque lo que allí era sociología en estado puro, aquí deriva hacia otro planteamiento de marcado carácter psicológico que se enmarca, además, en un género cinematográfico, el güestern. No solo la radical división sin fisuras entre «buenos» y «malos» contribuye a definir esa adscripción genérica, sino, sobre todo, el marco de la acción: las tierras desérticas y polvorientas del interior de la provincia de Granada, un paisaje que, por sí mismo, tiene vida propia en la película y condiciona incluso la trama, porque, como en cualquier desierto, los personajes han de ir buscando la poca agua que quede en los pozos alrededor de los cuales  hubo, antes de la emigración a las ciudades, proyectos de vida  humana.

         La película narra la historia de una persecución: el capataz de una finca cuyos dueños jamás aparecen en escena recibe la noticia de que un niño al que había instalado en su casa ha desaparecido, lo mismo que su reló de oro. La pesquisa en las cuevas donde vive la familia solo le revela, después de amedrentar a la hermana hasta que se orina encima, que el niño quiere llegar a la ciudad, atravesando el vasto desierto que se despliega ante los ojos codiciosos y vengativos del capataz. La escena de los segadores persiguiendo una liebre que interrumpe su faena, y que abate de un disparo el capataz, a quien se la lleva uno de los trabajadores, junto a esos vastos  espacios resecos que circundan la hacienda, me han traído a la memoria secuencias de La caza, de Carlos Saura, que vimos/vivimos en su momento como una alegoría de la Guerra Civil del 36.

         Cuando el espacio adquiere categoría de personaje significa que los humanos que lo atraviesan no pueden tener otra aspiración inmediata distinta de la mera supervivencia, y eso es lo que le ocurre al «niño», quien está a punto de fenecer si no lo salva, ¡aparición casi milagrosa!, un pastor a quien él había intentado robar antes. El «moro» —los apodos en el campo vienen a ser como los alias en las redes sociales, pero preservan, también, con espesos velos, una identidad que se protege celosamente— consigue, a fuerza de distancia respetuosa hacia un niño a quien otorga un estatus de adulto, tras haber tomado este una decisión tan valiente como la de «buscarse la vida» en la ciudad, que la fierecilla no lo mire con recelo, sino con confianza, porque viajar es algo que conviene hacer acompañado, por si alguien cae, como recuerdan los proverbios de cualquier cultura: Pregunta por el compañero antes que por el camino, recomendaba Ali Ibn Abu Talib.

         Por un lado, pues, el del malvado capataz vicioso,  tenemos una persecución implacable por esa geografía arisca; por el otro, una suerte de  durísima road movie en la que el «moro» y el «niño», como el sabio y el discípulo de también todas las culturas van a establecer una cervantina relación dialéctica en la que ambos sufrirán un cambio que les afecta en lo más íntimo y gracias al cual van a reconocerse, a valorarse en sus justos términos, a respetarse mutuamente e incluso a sentir un afecto inequívoco, aunque de difícil expresión, del mismo modo que el diálogo no se construye sobre discursos, sino sobre escuetos consejos o reflexiones extraídas de la experiencia.

         Como buen güestern, la película tiene acción, y muy dura de contemplar, además, porque los sicarios del capataz no se paran en barras, cuando descubren que el «moro» sabe algo del «niño», más allá de las torpes evasivas con que quiere salir del paso. La tortura a que es sometido, sin que de su boca se escape jamás la delación que, probablemente, no lo salvaría de un destino fatal, se resuelve de un modo típico en los güestern, algo que ocurre en esa secuencia, pero también en el desenlace, lo que permite la pura y feliz catarsis del espectador, al estilo del ahorcamiento del «Ivancito» en Los santos inocentes que, a pesar de su ferocidad, y de la tradición inglesa de respeto a los animales, levantó los aplausos del enfervorizado público británico el día de su estreno en Londres.

         En el coloquio posterior a la emisión de la película en La 2, los guionistas confesaron que hubieron de añadir «historia» a la muy sucinta de la novela de Jesús Carrasco, del mismo modo que hicieron con los diálogos, porque en la novela son prácticamente inexistentes. Parte de esa ampliación imagino que es el «episodio» de la búsqueda de agua en el pozo de una venta ahora abandonada, donde malvive un tullido que se desplaza sobre una tabla, uno de esos personajes que inmortalizaron Chumy Chúmez y Gila en sus «monigotes» tocados por el más negro de los humores… Aquí, toda la escena logra crear una atmósfera de película de terror que se vehicula a través de la interpretación de Manolo Caro, brillantísimo en todo su cometido. Solo el hambre y el agradecimiento para con el «moro» permite explicar la inocencia con que se deja «atrapar» el «niño», aunque no tarda —la letra con sangre entra…— en rectificar su error y recuperar el asno con los cántaros de agua. Que a continuación se presenten los perseguidores y rematen al tullido añade esa dimensión de crueldad que rezuma toda la película, no por nada especial, sino por la obsesión del capataz con la criatura. Aviso que lo que voy a escribir a continuación puede chafarles a ciertos espectadores lo que en modo alguno es una sorpresa en la película para los aficionados experimentados, por eso les doy la oportunidad para que dejen de leer y se vayan a verla. Decía que la obsesión del capataz con el «niño» no podía tener como pretexto para su persecución el robo del reló de oro, y desde el inicio mismo de la película, se advierte en su mirada y en la pasión con que afronta la persecución de la criatura que estamos ante un malvado vicioso, un pederasta que abusa sexualmente de la criatura a su servicio, algo que en ningún momento confiesa la criatura salvo en el desenlace de la película, cuando prácticamente estamos todos al cabo de la calle. Ello ayuda, no obstante, a valorar la dimensión que adquiere el enfrentamiento del desenlace, escenas de acción para las que el propio Zambrano reconoce que hubo de recurrir a ayuda externa para realizarlas, porque no entran dentro de su «especialidad», ciertamente. Con todo, el final es espléndido y está rodado con no poca sabiduría para mantener intacto el ávido interés de los espectadores.

         Está claro que puede contemplarse la película como una cinta sobre la posguerra española y admite, por el poder omnímodo del capataz, una lectura política; pero, a mi modesto entender, es más atinado valorarla desde el plano psicológico del bildungsroman, desde la lucha contra el medio inclemente y desde la amistad y la piedad como ejes de la conducta individual. A ese respecto es emocionante la convicción del «moro» de que «a algunos vivos no se les ha de respetar, pero sí a todos los muertos», lo que se plasmará magníficamente en el último plano del güestern.

         Tengo para mí que en el año en que esta película participó en los Goya fue objeto de una injusticia por parte de los académicos, porque ni de lejos hubo otras que le hicieran sombra. En fn, debe de ser lo que tiene no pertenecer al meollo del «cotarro». Los espectadores, sin embargo, podemos disfrutar de lo lindo con las magnificentes interpretaciones de todo el reparto, en el que destacan Luis Tosar y el niño Jaime López —con una voz y una dicción fantásticas—, y el trío de «malvados» que dotan a la película de una dimensión verista y escalofriante de la crueldad: Luis Callejo, Vicente Romero y Kándido Uranga. Que hayan escogido las tierras desérticas de Granada en vez de los decorados del espagueti güestern nos indica la sana pretensión de acercarse más a raíces clásicas usamericanas del género que al simulacro europeo del mismo, y lo consigue plenamente.

        

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