Un excelente muestrario de los mejores recursos de Hitchcock poco antes de saltar el charco…
Título original: Young and Innocent (The Girl Was Young)
Año: 1937
Duración: 82 min.
País: Reino Unido
Dirección: Alfred Hitchcock
Guion: Charles Bennett, Edwin Greenwood, Anthony Armstrong. Novela: Joséphine Tey
Música: Louis Levy
Fotografía: Bernard Knowles
(B&W)
Reparto: Derrick De Marney, Nova Pilbeam, Percy Marmont, Edward Rigby,
Mary Clare, John Longden, George Curzon, Basil Radford.
Penúltima película antes de
iniciar su etapa Usamericana, Inocencia y juventud es un compendio de
las virtudes y algunas de las debilidades de las películas de Hitchcock, a
quien poco le importaba, todo sea dicho de paso, atentar contra la
verosimilitud si conseguía crear una atmósfera, un suspense, una intriga o,
sobre todo, la necesidad constante del espectador de no apartar los ojos de la
pantalla para no perderse ni un segundo de una acción en la que nunca se sabía
qué podría ocurrir, como el momento exacto de su cameo en la pantalla. Por
cierto, en su aparición en esta película, como un fotógrafo a las puertas del
tribunal de justicia, hay un momento en el que incluso parece que Hitchcock
musita, más que pronuncia, algo parecido a unas palabras, contrariamente a sus
apariciones mudas tradicionales.
Está claro que
la diferencia de medios entre sus producciones británicas y las usamericanas,
además del uso del blanco y negro en las primeras, invita a considerar la etapa
insular como una suerte de «preparación» para sus grandes obras, las que, al margen
de los gustos del público, le fueron labrando una reputación entre la crítica
que acabó elevándolo a los altares de los grandísimos directores, allá donde
solo se tolera la compañía de Dreyer, Ford, Kurosawa, Renoir, Lang, Ophuls, Eisensstein,
Griffith, Welles, en fin, un puñadito granado de artistas cuyas obras han
engrandecido el Séptimo Arte mucho más allá de su inequívoca naturaleza
industrial. Pero tras haber visto buena parte de esa obra inglesa, me parece
injusto no considerarla como expresión acabada de su genio realizador. Valga,
por ejemplo, Inocencia y Juventud, en la que se advierten, de forma madura,
buena parte de sus «constantes».
A un asesinato
en el que se identifica al homicida por un tic facial fácilmente reconocible,
el cadáver de una actriz aparece en una playa. Un joven lo divisa, baja,
comprueba que ya lo es, cadáver, y sube el acantilado, de vuelta, en busca de
la policía. Mientras lo hace, dos jóvenes entran en la playa, ven el cuerpo y a
él supuestamente «huyendo», aunque haya vuelto al supuesto lugar del crimen
trayendo con él a la policía. Resulta que el joven, un proyecto de autor
literario, conoció a la actriz algo más de lo protocolario a juzgar por la
herencia que ella le ha dejado en su testamento, lo que lo convierte,
inmediatamente, en primer sospechoso del asesinato.
Estamos en un
pequeño pueblo costero. La vida provinciana, con sus personajes a medio camino
entre lo cómico y lo estrafalario, como el abogado al que le roba las gafas de
veinte dioptrías para poder salir de la sala de vistas camuflado entre la
gente, una vez que, al entrar en ella, ha conseguido escabullirse de la
vigilancia policial, nos marca, desde el comienzo, el humor que va a presidir
la película; un humor, por cierto, en el que advierto un notable parecido con
el modo como lo enfoca John Ford en sus películas, y que consiguen, más allá de
ciertas inverosimilitudes de la acción del protagonista, una encantadora
sensación de realismo costumbrista amable y cordial. Antes, por cierto, la
irrupción de la hija del jefe de policía del pueblo, que consigue reanimar al
joven, quien se desmayó en el interrogatorio al saber que era el «heredero» de
trece mil libras, ya nos ha puesto en antecedentes de ese humor cordial y
popular, así como de la súbita atracción mutua que nace entre los jóvenes
protagonistas. Ella, Nova Pilbeam, una joven estrella de apenas 17 años, de
quien Hitchcock consigue primeros planos espectaculares, fue tentada por O’Selznick
para hacer el papel de Rebeca, con un contrato de cinco años, pero lo rechazó;
y él, Derrick de Marney, de discreta carrera posterior, está aquí sencillamente
encantador, dueño de la situación en todo momento y forjando unos estrechos lazos
emocionales con la joven que van a permitirles a ambos vivir «su gran aventura».
El protagonismo
de la joven en la película, quien no tarda en darse cuenta de que se ha convertido
en «cómplice» de un fugitivo, ¡siendo ella hija del jefe de policía de la
localidad!, adquiere una dimensión que confirma la predilección de don Alfred
por un tipo de mujer que se irá repitiendo a lo largo de sus películas y que
acabará encontrando en Grace Kelly su actriz fetiche. Pilbeam es guapa,
expresiva y con notables recursos interpretativos, pero he de reconocer que me
recordaba «excesivamente» a nuestra presidenta del Congreso, Meritxell Batet,
lo que me ha significado un «ruido» perturbador, pero no me ha impedido
disfrutar enormemente de las peripecias de los jóvenes, hundimiento del coche
en la mina incluido, cuando se repite el juego de las manos que no se encuentran
para salvar a la heroína o a la malvada de una caída al vacío, como en Con
la muerte en los talones o Atrapa a un ladrón, por ejemplo.
La película,
itinerante, va recorriendo los pasos que nos llevan en busca de una gabardina y
un cinturón que pueden probar que el joven no es el responsable de la muerte de
la actriz. Lo inconcebible es la chiripa por la cual la investigación de los jóvenes
ha dado con la pista cierta que les permita acercarse al responsable del
asesinato. A ese respecto, una vez que las pesquisas los llevan al hotel
donde trabaja el asesino, en la banda
que ameniza los bailes de un hotel, es un trávelin notabilísimo que arranca del
vestíbulo del hotel y va recorriendo el espacio hasta entrar en la sala de
baile, en la que va descendiendo desde las alturas hasta un primerísimo plano
de la cara del asesino, sin evitar siquiera el difuminado y reajuste de la
cámara, quien, pintado de negro, como el resto de los miembros de la orquesta,
no sé si como un discreto homenaje a El cantor de jazz, de Aland
Crosland, con Al Jolson en su papel protagonista, resulta irreconocible para el
vagabundo al que le regaló la gabardina en cuestión.
La composición
de las escenas, y la puesta en escena de las mismas, marca de la casa, son tan
variadas como magistrales, desde la casa abandonada en la que parece que
vayamos a ver una película de terror gótico, y lo mismo puede decirse de la
mina abandonada, hasta la casa de la familiar del jefe de policía que lo avisa
de que su hija va en compañía sospechosa de un joven «¡váyase a saber con qué
intenciones, pero ninguna agua clara…!», una mansión donde se celebra una fiesta
de cumpleaños y de la que la anfitriona no les deja salir, hasta que el marido,
comprensivo, les echa una manita a los jóvenes, en una escena muy propia de ese
mundo bienhumorado de las relaciones sociales según Hitchcock, muy propia de su
cine británico, aunque no de todo él, por supuesto.
En conclusión,
Hitchcock ya era Hitchcock mucho antes de que los estudios de Hollywood le
abrieran sus puertas de par en par y consiguiera atemorizar a todo un país con
una película, Psicosis, que figura en los puestos de honor de los anales
del Séptimo Arte, junto a tantas otras como Vértigo —que juega la liga
de «la mejor película de la Historia del cine», junto a Ordet, Ciudadano Kane, El
nacimiento de una nación, Ikiru, La Strada, y tantas otras…— , Los
pájaros o Marnie, la ladrona, por poner algunos ejemplos al azar…
Hitchcock es
inagotable, y cualquier nueva oportunidad de acercarse a sus películas nos
permite descubrir algo que se nos había pasado por alto en otros visionados.
Por eso estoy deseando volver a Pero… ¿quién mató a Harry?, una de sus mejores
humoradas, con una Shirley MacLaine en estado de gracia…
Disfruten.
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