La
mejor vena del cine político italiano acerca de la extraña omertá
trágica sobre el «sacrificio» de Aldo Moro al dios Estado.
Título original: Esterno notte
Año; 2022
Duración: 300 min.
País: Italia
Dirección: Marco Bellocchio
Guion: Marco Bellocchio,
Stefano Bises, Ludovica Rampoldi, Davide Serino
Música: Fabio Massimo
Capogrosso
Fotografía: Francesco Di
Giacomo
Reparto: Fabrizio Gifuni;
Margherita Buy; Toni Servillo; Fausto Russo Alesi; Daniela Marra; Gabriel
Montesi; Bebo Storti; Federico Torre; Mattia Bisonni; Fabrizio Conti; Francesco
Rossini; Gloria Carovana; Davide Mancini; Emmanuele Aita; Lidia Vitale; Jacopo
Relucenti; Mattia Napoli.
¡Quién quiere
enemigos, si tiene compañeros de partido? Así podría resumirse, muy
sintéticamente, el desgraciado caso del secuestro y muerte del presidente de la
Democracia Cristiana Italiana Aldo Moro, a cargo de las Brigadas Rojas. Acerca de ese hecho hay, hasta donde he
visto, tres obras imprescindibles: Buenos días, noche, del propio Marco
Bellochio; Il Divo, de Paolo Sorrentino y la presente serie, que bien puede
verse y enjuiciarse críticamente como lo que es, una película extremadamente
larga, pero totalmente unitaria, por más que en cada película se centre la
acción en un personaje distinto de los pocos que componen esta tragedia: una
pareja terrorista, Pablo VI, Francesco Cossiga, Giulio Andreotti, la mujer de
Aldo Moro, Eleonora, y, por supuesto, el propio Aldo Moro.
La película
deja claro que hay hechos y personajes que responden a la realidad y que
cualquier parecido es deseado, pero, igualmente, los guionistas han rellenado
buena parte de los flecos de misterio que dejó el trágico suceso. Así pues,
podemos y debemos de hablar de una serie de ficción que se basa en lo
verosímil, además de en los hechos incontrovertibles. Lo excepcional es, en todo
caso, que en ningún momento tengamos la impresión de que el congtexto de los sucesos no se desarrollara como vemos en la serie. Tiene tal alto grado de veracidad el
desarrollo de los diálogos y de las emociones y reflexiones que nos ofrecen los personajes, que diríase que
han hecho un pacto con el diablo para saber qué diablos, en efecto, pasó
durante esos larguísimos cincuenta y cinco días de cautiverio, y qué se dijo en
todos los escenarios en los que se vivió un secuestro que acabó, como es bien
sabido, en tragedia, aunque, muy hábilmente, la narración juega con la ficción
de un rescate con vida del secuestrado, para sorpresa y contrariedad de sus
«afligidos» compañeros de partido.
El parecido muy
logrado del actor protagonista, y una descripción familiar de su vida,
repartida entre su amor distante por la familia y especialmente por su nieto, su
devoción religiosa y su alta responsabilidad política como forjador de la
primera coalición de gobierno entre la DC y el PCI de Enrico Beringuer,
frustrada por el secuestro, son una pieza fundamental de la verosimilitud de la
historia, así como una visión muy ajustada de una personalidad concreta, la de
Aldo Moro, un político sin responsabilidades ejecutivas, pero destacado y
arriesgado ideólogo de una renovación de la estancada política italiana, llena
de vetos en los que también interviene el Estado vecino, el Vaticano. Que Toni
Servillo haya sido escogido por Bellocchio para representar a Paulo VI en vez
de repetir su magna interpretación de Andreotti en la película de Sorrentino ya
nos pone en la pista de la función complementaria de las otras dos películas
que he mencionado que concede Bellocchio a esta serie. Si en su propia película
la acción se centraba en el cometido de los terroristas, aquí el foco se desvía
a la particular figura de Moro, quien aparece en facetas «privadas» de su vida, como la
docente y la familiar, que trazan un perfil, diríamos, «inédito» para el gran
público, poco conocedor, como yo mismo, de su peripecia vital íntima. Una
persona ordenada hasta la manía, propensa al insomnio, de maneras suaves y
afectuosas, cristiano «de base», esto es, un católico practicante y comulgante,
un hombre previsor que incluso poco antes de su secuestro ha adquirido un
panteón donde serán enterrados, si así lo desean, todos los miembros de su
familia.
La serie nos es
bien familiar a los espectadores españoles por la descripción descarnada de la
locura terrorista de las Brigadas Rojas que aquí adquirió la forma de un
nacionalismo etnicista de orígenes más integristas que marxistas, por lo que la
voluntad de incidir en el juego político italiano de aquellos jóvenes asesinos
los distingue del objetivo independentista de la organización ETA. No otra
explicación hay para que se alargara tanto el secuestro como la «necesidad»
estratégica de una victoria política como la de sentar a negociar un
intercambio de rehenes entre los terroristas y el Estado, algo a lo que se niegan
los correligionarios de Aldo Moro, encabezados, sin duda, por la calculada
estrategia del maquiavélico Giulio Andreotti, de quien se sospechaban inicuas
relaciones con la delincuencia organizada y a quien nunca judicialmente se le
probó nada. Otro punto fuerte de la película es el retrato de quien,
desbancando a Andreotti, se convertiría en jefe del gobierno, Francesco
Cossiga, de quien Aldo Moro habla como de un «bipolar» impredecible, a pesar del afecto
paternal que le tiene. Su figura como Ministro del Interior es clave en
aquellos días en que la seguridad del Estado está totalmente desorientada
respecto del posible paradero de Moro, algo que le afecta de un modo incluso
físico: la secuencia de su retiro a un cuarto oscuro donde poder permanecer
aislado, en total silencio y oscuridad no sé si es un invento de los
guionistas, pero es todo un acierto.
La serie tiene
una capacidad de evocar los escenarios políticos y religiosos con una fidelidad
que nos hace sentirnos auténticos mirones e intrusos en sitios donde, teóricamente,
nunca entran las miradas de los profanos. Léase la reunión del comité ejecutivo
de la DC con el extraño resultado de que quien se opone radicalmente a la
entrada del PCI acaba aplaudiendo fervorosamente a su Presidente, Aldo Moro,
cuando, sin nombrarlos, habla del coraje de gobernar al servicio de los demás y
salir de los círculos viciosos por lo que ha discurrido la política italiana
hasta ese momento. Pasa lo mismo con Pablo VI, a quien se nos muestra como,
hasta que se murió, nunca lo había visto mientras vivió: delicado como los papas actuales,
Juan Pablo II, el emérito recién fallecido y el actual, que va camino, también,
de la dimisión. ¡Impagable, la elección de la cruz para el Vía Crucis! Es realmente impactante la visión, encima de una amplia mesa,
de los millones de liras que el Vaticano está dispuesto a pagar a los
terroristas para liberar al «caro» hermano Moro. La imagen nos trae a la memoria,
por extraña asociación, el cubo inmenso de dinero que Walter White se ve
obligado a guardar en un garaje porque ya no sabe ni dónde meterlo. Están a
punto de abonar el dinero, pero sospechan seriamente de que hábiles estafadores
quieren aprovecharse de la situación y desde el Vaticano se ordena
inmediatamente detener la entrega del dinero.
En la revisión de las dependencias estatales, destaca la red de escuchas
del Ministerio del Interior, que Cossiga sigue atentamente, a la espera de un
hallazgo que les permita detener a los secuestradores, algo que no consiguen
hasta casi un año después del asesinato.
Una visión
humana, muy humana, es la de la familia de Moro, convencida de que el partido
de su marido ha decidido abandonarlo a su aciaga suerte, de que no van a mover
ni un dedo para salvarlo. Ese lado del caso eminentemente político nos deja,
conmovidos, ante una esposa que, en confesión —lo cual prueba la calidad de los
guionistas—, expresa su lamento por el matrimonio desigual que le ha tocado en
suerte, porque ser esposa de un político dedicado a tiempo total a su «vocación»
no es una bicoca ni romántica ni social. Es el caso desgraciadamente habitual
de los esposos «ausentes», tan propios de nuestra sociedad de adictos al trabajo.
El peso de la casa, de los hijos, la soledad propia… ; todo se le vuelve amarga
a Eleonora, y de ahí el desahogo. Algo parecido le ocurrirá a Moro en su última
confesión, pero mejor no lo adelanto, para que se aprecie lo que significa para
un auténtico cristiano un conflicto entre sus deseos y sus creencias, perfectamente
representados en ese acto último que precede a su vil asesinato. Que, antes de
su muerte, el único desplazamiento familiar conjunto haya sido al cementerio para
ir a conocer el panteón familiar, añade un levísimo humor que, con diferentes
tonalidades, también aparece en la película, como cuando el insomne Moro se
empeña en querer hablar con su mujer, que pretende dormir.
La conexión norteamericana
en el caso aparece muy de refilón, porque tampoco se trataba de hacer una serie
que tratara exhaustivamente un asesinato que conmovió a todo un país, aunque la
familia, tras el desenlace fatal, no quiso un funeral de Estado que sí se le
dedico, pero sin el féretro de Moro, una ausencia que se convirtió en el más
absoluto desprecio, en la más elocuente recriminación hacia quienes se conchabaron con la «razón de Estado»
para abortar los nuevos caminos de la reconciliación y la cogobernabilidad con
el eurocomunismo que auspiciaba Aldo Moro y que, en España, años después
facilitaría la Transición a la democracia.
La producción
de la serie, cuidada hasta el más mínimo detalle, aporta un valor casi documental
a los hechos que no opaca la brillante imaginación de los guionistas para
adentrarnos en los entresijos lamentables de los poderes, en plural, los políticos,
los militares y los religiosos, así como en la ebriedad violenta de unos
jóvenes sanguinarios que, mediante la extorsión y el asesinato, pretendían
conseguir una Italia «nueva». Hoy, en las ruinas de aquella demencia criminal,
gobierna un partido de inspiración mussoliniana. Y en España también cuecen
habas coligadas…
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