jueves, 19 de enero de 2023

«La mamá y la puta», de Jean Eustache, una obra mayor (y maltratada).

 

Un «tratado» que no data sobre el deseo, el amor, el sexo y la conciencia que gira, desolada, sobre el desencanto, la máscara, la pasión y el vacío.

 

 

Título original: La Maman et la Putain

Año: 1973

Duración: 215 min.

País: Francia

Dirección: Jean Eustache

Guion: Jean Eustache

Música

Wolfgang Amadeus Mozart

Fotografía

Pierre Lhomme, Jacques Renard, Michel Cenet

Reparto: Jean-Pierre Léaud; Françoise Lebrun; Bernadette Lafont; Pierre Cottrell; Isabelle Weingarten; Jean Douchet; Jean-Claude Biette; Jean Eustache; Jacques Renard.

 

 

         No sé si puede hablarse, con propiedad, de Jean Eustache como de un director «maldito», pero no cabe duda de que esta su primera película no ha seguido la trayectoria ni comercial ni de difusión entre los aficionados que merecería haber tenido, de otro modo no se concibe que casi medio siglo después se estrene con todos los honores en la plataforma Filmin, en una edición remasterizada por el hijo del director. Vista la película, con una creciente entrega al planteamiento derrotista del autor, que vuelca parte de su biografía en ella, confieso que el personaje de Alexandre, encarnado por un Jean-Pierre Léaud en estado de gracia, no lo he podido disociar de un verdadero maldito español: el poeta Leopoldo María Panero, quien fue, también, como actor, figura central en dos películas tan admiradas como sobrecogedoras: El desencanto, de Jaime Chávarri y Después de tantos años, de Ricardo Franco. La mamá y la puta tiene mucho de «documento», dada la terrible veracidad con que la historia afronta las vidas de tres personajes que forman un peculiar trío: Alexandre, Veronika, una enfermera de origen polaco, y Marie, la dueña de una boutique en cuya casa «acoge» a un desnortado Alexandre que es expresión máxima de la desorientación vital, ideológica, estética  y sentimental, que sigue a la eclosión pseudorrevolucionaria de mayo del 68 y que Godard llevó al cine en obras como La Chinoise, por ejemplo.

         La película, con una duración no apta para espectadores poco amantes del cine reflexivo, dialéctico y estático, se rueda en un brillante blanco y negro que, mediante planos estáticos y encuadres nada alambicados, va a acercarnos a esos tres personajes, más algún figurante que sirve de transición y para generar un contexto «de época» —el propio Eustache entre ellos—, porque los líos amorosos, sexuales e ideológicos de los tres personajes, y sobre todo del personaje central, Alexandre, constituyen la esencia de la película, pero hay en ellos algo del retrato de una época. En nuestros tiempos del moderno poliamor, las relaciones «abiertas» y la indeterminación sexual, esta película nos viene a revelar que nada nuevo hay bajo el sol, y que muy parecidos conflictos había en la Francia de 1973, como los hubo antes en el Berlín de los 20 y 30, en la República de Weimar, antes de que la ola totalitaria del fascismo represor puritano (de puertas afuera) llegara a instalarse socialmente como la ideología dominante incluso después de su derrota.

         No nos llamemos a engaño: el personaje de Alexandre es de todo menos, en principio, atractivo. Diría más, la oscilación entre la repulsión y la atracción en que se ve inmerso el espectador, como si el director nos hubiera subido a un péndulo que va y viene con el paradójico resultado de que el tiempo no se mueva, consigue imantarnos al discurrir de esas vidas como si, secretamente, algo de las nuestras dependiera de ellas. El «nihilismo» es un concepto asociado al existencialismo, y en esta película la burla de Sartre deja claro que mejor debemos hablar de «negacionismo» y aun de desesperación y, sobre todo, de insatisfacción, que es el concepto que mejor define al protagonista. De hecho, la película comienza con la salida temprana de Alexander para ir a encontrarse con su última pareja, antes de ser protegido por Marie, con el deliberado intento de seducirla de nuevo, pero ella, con buen criterio, después de los meses pasados sin verlo, sabe positivamente que nada en el mundo la hará cambiar de opinión, a pesar de que él también sabe que  es a él a quien ama, no al otro, con quien, andando la película, sabremos que va a casarse. ¿He dicho ya que Alexandre no tiene oficio ni beneficio ni ganas de tenerlos? Desengañado de todo, se nos presenta como un «vividor» por cuenta ajena que hace gala de su cinismo, su simpatía, su ingenio y sus raíces culturales: un conquistador en quien vemos El amante del amor, de Truffaut, por más que fuera Charles Denner el protagonista, y por más que muchos viéramos en él, en el tiempo de su estreno, un torpe sustituto de Jean-Pierre Léaud.

Del modesto apartamento a las casas de los amigos y a los cafés: Flore, Deux Magots…, todos ellos sede de intelectuales decrépitos, la vida de Alexandre se complica cuando su mirada se cruza con la de Veronika, a quien sigue hasta que consigue su teléfono, de todo lo cual habla con Marie con la libertad de quienes juegan con ella sin estar muy seguros. Poco a poco Veronika va invadiendo la privacidad de la pareja y comienza a gestarse un nada sólido triángulo que amenaza ruina de manera alarmante, porque entre el tedio existencial de Alexandre y la emocionante confesión de Veronika frente a la cámara, defendiendo que el hecho de no darle ninguna importancia a las relaciones sexuales, a las que se entrega con cualquiera en cualquier momento, no la convierten, de ninguna de las maneras, en una puta, la desconcertada Marie no acaba de encontrar ni su sitio ni la manera como retener a «su» hombre. Y metáfora de ello es el intercambio de posiciones en el colchón cuando los tres se acuestan juntos.

No hay secuencia de la película que no contenga o un diálogo o un monólogo de muy marcado ingenio y, en el caso de Alexandre y de Veronika, dos monólogos confesionales alcanzan una cota de sinceridad dramática que lleva la película a una altura por la que Bergman se mueve con total facilidad. Porque los personajes no viven en sus acciones, sino en sus palabras, «son» sus palabras, y de ahí el estatismo realizador que preside la película, tan llena de desengaño como de tristeza. Y llama la atención lo que hoy podría considerarse como un discurso «reaccionario»: que solo existe el amor entre dos personas cuando se aman con la intención de engendrar un hijo, una «teoría» que ha ido precedida de una condena del aborto que llama mucho la atención, en el contexto «liberador» de las relaciones entre los tres personajes, ajenos a la moral social dominante.

La interpretación de Léaud entra, para mí, en el olimpo de las grandes creaciones cinematográficas, porque el modo personalísimo que tiene de hacer suyo el personaje, dotándolo de un repertorio de gestos, entonaciones e incluso narraciones retomadas tiempo después de haberse perdido en su propia evocación consiguen hacérnoslo atractivo y ver ese punto de humor satírico, irónico, mordaz y profundamente triste de quien ha hecho de la autocrítica su mejor arma: Tiene la dignidad de no tener dignidad, dice él de sí mismo, y eso lo manifiesta en cada réplica y contrarréplica que le sirven en bandeja sus interlocutores, como cuando a Veronika, al poco de conocerla, le dice que a él le encanta que sus amantes tengan habitación o piso propio, porque, si no, ¿qué iba a ser de él, un pobre paria? Y permítaseme decir que hay en la película una decidida voluntad de austeridad, y aun casi de pobreza, en la puesta en escena que sirve para derivar el foco de atención a los actos y sobre todo, las palabras de los personajes.

Aunque Eustache habla de Dreyer, Bergman, Bresson o Mizogouchi como de sus referentes, yo me he pasado la película pensando en que Eustache había bebido sobre todo en el fresco y claro manantial de las películas de Rohmer, porque en ningún otro cineasta tiene la palabra, el diálogo, el peso que en sus películas, si bien nada del optimismo vitalista de Rohmer aparece en esta película, en parte «claustrofóbica», de Eustache. El alcohol, referente inequívoco de una generación, como las drogas lo será de la siguiente, corre con tanta fluidez como los propios discursos, si bien con unos efectos confesionales que los espectadores agradecen. Paradójicamente, Veronika confiesa que cuando está borracha camina totalmente en línea recta, como demuestra ante los ojos atónitos de Alexandre. No voy a desvelar cómo termina una película que podría haber seguido otras tres horas con el mismo interés, pero a buen seguro los espectadores no solo admirarán el rotundo final, sino que harán la imprescindible lectura metafórica.

Cuando una película desnuda el alma de los personajes de un modo tan visceral, lúcido y agudo, está claro que se produce una liberadora catarsis en el espectador del drama, y es cierto que, tras ver La mamá y la puta, las dos caras no necesariamente opuestas del amor, queda uno como purificado de ciertas inclinaciones que pueden confundirse con los caminos ciegos de la esperanza.

No creo que tarde en volver a verla.

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