Entre la política y el drama
sentimental: Murió hace quince años,
una notable incursión en el género policiaco-político con un soberbio Paco
Rabal.
Título original: Murió hace quince años
Año: 1954
Duración: 101 min.
País: España
Director: Rafael Gil
Guión: Vicente Escrivá, Ramón D. Faraldo (obra: José Antonio Giménez
Arnau)
Música: Cristóbal Halffter
Fotografía: Alfredo Fraile, Heinrich Gärtner, Pablo Ripoll
Reparto: Rafael Rivelles, Francisco Rabal, Lyla Rocco, Gerard Tichy,
Carmen Rodríguez, Ricardo Calvo, Fernando Sancho, Maria Piazzai.
Ayer estrenaba televisión y, por puro azar, tras
programar el aparato, recalé en La noche del cine español, ignorando qué
película se había programado para esa noche. Al ver en los títulos de crédito
que era una película de Rafael Gil, me acomodé en el sofá y me dispuse a darle
el crédito que se había ganado con las tres películas que en este mismo ciclo
ya he visto: La guerra de Dios, La Calle sin sol y Camarote de lujo, tres películas que bastan para acreditar una
excelencia realizadora que Murió hace quince años ha acabado de remachar. Es
cierto que Gil ha dirigido, sobre todo hacia el final de su carrera, bodrios
infumables, pero las películas citadas, y supongo que otras muchas de su
extensísima carrera, son prueba irrefutable de que no se trata de un director
adocenado o “artesano” -que es calificación que sube un grado en la jerarquía
respecto del realizador que trabaja “de encargo”-, sino de un creador al que ha
de concedérsele el valor que indudablemente tiene en la Historia del cine
español. Murió hace quince años es un thriller político-policial bastante
atrevido para la época, porque, más allá de la impecable división entre
patriotas y revolucionarios sanguinarios, bandos que se ajustaban a la realidad
propagandística del Régimen de forma impecable, tanto los “peligrosos” agentes
comunistas infiltrados en España para trabajar en pos de la Revolución, como
los abnegados policías del Régimen, están vistos desde una óptica narrativa
bastante respetuosa para con la coherencia del discurso de cada cual, aunque es
evidente el sesgo patriótico desde el que se plantea la acción dramática, algo
más que curiosa. Ciertas debilidades del guion llaman la atención, como que el
hijo de un alto mando franquista haya acabado viajando a Rusia, cuando,
supuestamente, todos esos niños eran hijos de republicanos que temieron por sus
vidas y decidieron dar el paso traumático de llevarlos a la “gran patria del
comunismo mundial”. Las escenas de la educación del protagonista, de la
formación como “agente” operativo de la Revolución, dispuesto a intervenir allá
donde se den las “condiciones objetivas” para propiciar revueltas contra el
sistema capitalista, constituirían una cierta novedad en las pantallas
españolas de la época, porque la adhesión del protagonista al ideal
revolucionario por el que lucha sabe Paco Rabal transmitirlo a la perfección.
Hay algo en él de “agente programado”, casi de cíborg, que será puesto en una situación límite
que devendrá el núcleo dramático del conflicto sentimental que lo pondrá a
prueba: infiltrarse en su hogar, como niño que vuelve del infierno para ganarse
el cielo del Régimen, y hacer el papel de agente doble: ganarse la confianza de
su padre y sus superiores, traicionando, para ello, a otros agentes, y,
después, espiar a su padre para alertar a sus superiores de Moscú sobre lo que
el Régimen conoce de sus agentes en España. El papel de agente doble, del que
las dos fuerzas acaban desconfiando, lo saca adelante Rabal con una convicción
total, por más que, en el desarrollo de la trama, poco a poco vayan calando en
él viejas emociones de cuando fue niño, emociones que rechaza con la seguridad
de quien comulga con los valores inculcados durante su periodo de
adoctrinamiento. Solo al final, cuando sus superiores lo ponen ante la prueba
definitiva, llevar a su padre a una emboscada de la que no saldrá con vida, el
personaje recobrará la fibra moral de la redención a través de la “llamada de
la sangre”, podríamos decir, sin pecar de efectistas, porque es el momento en
el que, como una anagnórisis diferida a lo largo de toda la historia, el
protagonista alerta a su padre llamándolo por vez primera con ese nombre que
sale de su garganta como un grito de arrepentimiento y de celebración: ¡Padre!, le grita cuando quiere evitar
que, en un recorrido nocturno y solitario por las calles de Madrid, con unos
planos que recuerdan en todo momento El
tercer hombre y con un juego de sombras en los muros casi de carácter
expresionista, el padre se meta en la cobarde trampa que él ha urdido. La
puesta en escena de ese final de cine negro de muchos quilates no es la única
que permite apreciar los sólidos valores cinematográficos de esta cinta de Gil,
porque la persecución en El Escorial de un revolucionario al que traiciona el
hijo para congraciarse con las autoridades es, así mismo, modélica. De igual
manera, el encuentro del protagonista, en un escenario que parece de
extrarradio, con un agente a quien también liquida, con el mismo propósito,
está filmado con una estética del mejor cine negro, del que esta película, y
así debe de ser vista, es un magnífico ejemplo. Está claro que el conflicto
entre política y sentimientos lo ganan los segundos, en un final como
corresponde al lugar y a la época en que se rueda la película, pero no es menos
cierto que durante la mayor parte del metraje el tenso doble juego del
protagonista sabe mantener en vilo la atención de los espectadores y en total
incertidumbre hacia qué platillo de la balanza acabarán decantándose los
acontecimientos. En resumidas cuentas, se trata de una película que, lejos de
caer en el propagandismo fácil del Régimen, supone una incursión honesta en las
magras perspectivas de la agitación comunista revolucionaria en la España de
principios de los 50. Quienes ayer se la perdieron, deberían recuperarla.
Seguro que coinciden conmigo en la revalorización de un director como Rafael
Gil. Por otro lado, ha de reconocérsele la habilidad con que supo conseguir que
tres de los mejores directores de fotografía del cine español trabajaran con él
en esta película. Nada menos que Alfredo Fraile, quien ha dirigido dos
películas en las que la fotografía tiene un valor protagonista, Muerte de un ciclista , de Bardem, y Las aguas bajan negras, de Sáenz de
Heredia, ambas vistas en este programa impagable
que es Historia del cine español;
Pablo Ripoll, que fotografió Brigada
criminal, de Iquino, uno de los grandes éxitos del cine policiaco español;
y Enrique Guerner (que es castellanización del austriaco Heinrich Gärtner), que
fotografió películas clásicas como El
cebo y Marcelino, pan y vino, ambas
de Vadja, Los últimos de Filipinas,
de Antonio Román o esa rareza sociológica que es Raza, de Sáenz de Heredia, con guion del cinéfilo Franco.
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