lunes, 9 de mayo de 2022

«El tigre de Esnapur» y «La tumba india», de Fritz Lang o la magia del cine.

 
La aventura del cine y el cine de aventuras: un maridaje perfecto.

 

 

Título original: Der Tiger von Eschnapur

Año: 1959

Duración: 101 min.

País: Alemania del Oeste (RFA) Alemania del Oeste (RFA)

Dirección: Fritz Lang

Guion: Werner Jörg Lüddecke, Fritz Lang. Novela: Thea von Harbou

Música: Michel Michelet

Fotografía: Richard Angst

Reparto: Debra Paget, Walther Reyer, Paul Hubschmid, Claus Holm, Sabine Bethmann, Valery Inkijinoff, Luciana Paluzzi.

Título original

 

Título: Das Indische Grabmal (The Indian Tomb)

Año: 1959

Duración: 96 min.

País: Alemania del Oeste (RFA) Alemania del Oeste (RFA)

Dirección: Fritz Lang

Guion: Werner Jörg Lüddecke, Fritz Lang. Novela: Thea von Harbou

Música: Gerhard Becker

Fotografía: Richard Angst

Reparto: Debra Paget, Paul Hubschmid, Walther Reyer, Claus Holm, Valery Inkijinoff, Sabine Bethmann, René Deltgen, Jochen Brockmann.

 

         Gracias al programa de José Luis Garci, Classics, en Trece Televisión, una reedición con menos medios de su ya inmortal ¡Qué grande es el cine!, he podido revisitar dos películas que, he de reconocerlo, en su momento me parecieron muy menores en la filmografía de Fritz Lang, pero que ahora me han parecido dos joyas imprescindibles en la videoteca de cualquier aficionado. Tanto ha sido el placer infantil con que he visto esta aventura exótico-romántica, que incluso me he ido a ver la primera versión de 1921: La tumba india: La misión del yogui, con guion de Lang y de su mujer, autora de la novela, Thea von Harbou, pero dirigida por  Joe May, de quien recuerdo Asphalt y deseo ver su versión de The House of the Seven Gables, la novela gótica de Nathaniel Hawthorne.

         La película de May, que tiene dos partes, la segunda de las cuales no he podido conseguir aún, tiene algo de cine de espíritus y poderes ocultos. La presentación, muy al estilo de la grandilocuencia de las películas de la UFA, incluye la reanimación de un yogui que fue enterrado vivo. Ese yogui acabará trasladándose a Inglaterra, vía desintegración e integración de la materia, y allí contratará al arquitecto que construirá la famosa tumba para el Marajá a cuyo servicio está obligado a actuar, después de haber sido rescatado de la muerte eterna. La novia del arquitecto, tan entrada en años como él, desesperada por su misteriosa desaparición, acaba consiguiendo llegar al palacio de Esnapur donde está el arquitecto, aunque enseguida advierte que, aun siendo invitada del Príncipe, tiene los movimientos muy limitados en dicho palacio, de modo que ni puede acceder a su novio ni puede contactar con nadie. El tono de la película, ajustado a un realismo que admite lo fantástico y exótico en su seno con total naturalidad, discurre por una trama compleja en la que la esposa del Príncipe se ha enamorado de un hombre blanco y el marido desea acabar con él y, después, enterrar en vida a su mujer en la tumba que quiere construir.

         La versión de Fritz Lang, ¡y ya es curioso que en las auténticas postrimerías de su carrera , habiendo rodado lo que había rodado, escogiera una historia tan fantástica!, difiere en aspectos fundamentales de la historia de 1921, porque en esta es un joven arquitecto quien se acaba enamorando de una bailarina del Templo, una suerte de sagrada vestal, algo que también le ocurrirá al Príncipe, quien se la roba a los sacerdotes para instalarla en un palacio construido en una isla, servida por una fiel doncella. Una nueva trama en esta versión es la de la revuelta de los señores a su servicio, sobre todo de su cuñado, pues a este le parece mal que una bailarina ocupe el trono donde se había sentado su hermana hasta su fallecimiento.

         La película está llena de atractivos, porque «es» —considerémosla una película dividida en dos partes, como el original del 21— , ante todo, una película de aventuras en el sentido más clásico del término, el mismo que heredó Spielberg para su saga de Indiana Jones y que tantísimo gozo supo resucitar en los espectadores. Es, también, una potente película romántica en la que los enamorados, un poco al modo de las legendarias novelas bizantinas que inauguraron las ficciones novelescas en Europa, pasaran por mil y un desencuentros hasta… Así mismo, es una película política sobre el uso del poder y las asechanzas a que se ve sometido incluso desde la cercanía familiar del  propio hermano del Príncipe, a quien, como a otros súbditos no les seduce la idea de que el Príncipe «pierda la cabeza» por una simple bailarina con la que pretende contraer matrimonio. Finalmente, es, con particular intensidad, un despliegue de belleza exótica que parece cumplir a rajatabla los tópicos de las fantasías orientales que se pusieron de moda en el cine alemán de los años 20 y de las que Sumurum. Una noche en Arabia,  de Lubitsch es uno de los mejores ejemplos, rodada un año antes que la de Joe May, lo que debió de disparar la imaginación  de Lang de un modo absoluto. El uso del color, además, potencia, con sus colores tan definidos y contrastados, un cromatismo táctil, podríamos decir, porque hay algo de incitación al tacto en esta película tan absorbente y bella, tan sugestiva.

         Aunque hay exteriores rodados en India, adonde Lang fue con el propósito de rodar una película que no llegó a buen puerto, gran parte de la película transcurre en interiores creados en estudio, como la cueva-templo de la diosa, las galerías subterráneas donde incluso hay leprosos, en una suerte de prefiguración de La noche de los muertos vivientes, de George A. Romero, y, sobre todo, las fastuosas dependencias palaciegas del marajá enamorado. En la versión de May lo interpretaba nada menos que Conrad Veidt, la gran estrella absoluta del cine alemán, junto con Emil Jannings, y en esta lo interpreta, con notable poder de convicción, Walther Reyer, si bien las dos interpretaciones distan mucho entre sí, la de Veidt acentúa los rasgos vengativos del personaje; la de Reyer, la nobleza romántica de su lucha por el amor de la bailarina. Ahora bien, si algún intérprete se lleva la palma en esta producción, no puede ser otra que Debra Paget, la bailarina cuyos números de danza, poderosamente sensuales, deslumbran incluso a los espectadores de hoy. La conjunción entre la coreografía ejecutada por la Paget y la puesta en escena de una imagen gigantesca de la diosa en cuya palma acaba bailando la intérprete permite unos planos cenitales soberbios, ¡qué conjunción tan potente entre puesta en escena y actuación!

         A medida que iba viendo la película, no podía sacarme de la cabeza que, antes de verla por primera vez como adulto, la había visto ya en alguna de esas dobles sesiones en las que tantísimas horas de mi adolescencia pasé, al abrigo de programas en los que vi lo excelente, lo bueno, lo regular, lo malo y lo pésimo, pero cuyo tilín en la raíz del deseo nunca olvidaré, y si algo tiene esta película es una exhibición de sensualidad que, en aquellos años del moho y la represión, debieron de dilatarme las pupilas hasta el dolor del placer. Pongamos por caso, de aquellos años, el erotismo hipnótico de  Dr. Jeckyll y su hermana Hyde, de Roy Ward Baker… Viene esto a cuento de que esta lección de cine cuyos mensajes encubiertos no les pasan desapercibidos a los espectadores experimentados exige, en cierto modo, un regreso a la capacidad de deslumbramiento propio de la mocedad. No de otro modo pueden seguirse, «con el alma en vilo», persecuciones como la de la hermana del joven arquitecto que caer en la cueva de los leprosos ¡y hambrientos!, a lo que se ve, porque están dispuestos a dar buena cuenta de la sabrosa joven que ha ido a India, con su marido, también arquitecto, para compartir con él su aventura en país tan exótico. La lucha entre las facciones rivales, junto con el apresamiento del Marajá, así como el destino que se intuye: alimentar a los tigres que cría con mimo y a los que da de comer con gran placer. El simbolismo del tigre se advierte cuando descubrimos que del ataque de uno de ellos le ha salvado la vida el arquitecto a la bailarina, y de ahí el enamoramiento que ha germinado en ella. Con todo, el arquitecto, cuando sus amores son descubiertos por el Marajá, es lanzado al foso de los tigres para luchar con uno de ellos, lucha de la que sale bien parado.

         La película acumula tantas secuencias extraordinarias que bien puede decirse que cada secuencia supera a la anterior. El mimo con que ha sido rodada se advierte en eso, precisamente: no hay plano de transición posible: todos ellos están meditados hasta la extenuación, y secuencias hay, como la del baile de la danzarina y la cobra, tan famosa, que hubo de ser repetida más de veinte veces, buscando la perfección formal que es un deleite para los ojos. Algo por el estilo ocurre cuando Lang filma la huida a caballo de los amantes, perseguidos por los hombres del Marajá, cuyo rastro se pierde en el seno de una tormenta de arena que deja extenuados a los dos amantes en una duna, con las manos enlazadas, o casi, aguardando la muerte… ¡Así acaba la primera parte de la película!, propiamente como el apoteósico final de la Manon Lescaut de Puccini…

         De verdad, todos aquellos que aún tengan la capacidad de resucitar su temprana mirada adolescente deberían plantarse ante esta película dividida en dos partes con el ánimo predispuesto a dejarse empapar por la magia del gran espectáculo que es el séptimo arte; porque solo con ella podrán aceptar las flaquezas argumentales de un relato que está más allá del chato realismo de la razón: en la cumbre de la ficción y en la convicción de que el amor todo lo puede y lo vence.

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