Título original: Der Tiger
von Eschnapur
Año: 1959
Duración: 101 min.
País: Alemania del Oeste
(RFA) Alemania del Oeste (RFA)
Dirección: Fritz Lang
Guion: Werner Jörg Lüddecke, Fritz Lang. Novela: Thea von Harbou
Música: Michel Michelet
Fotografía: Richard Angst
Reparto: Debra Paget, Walther Reyer, Paul Hubschmid, Claus Holm, Sabine
Bethmann, Valery Inkijinoff, Luciana Paluzzi.
Título original
Título: Das Indische Grabmal
(The Indian Tomb)
Año: 1959
Duración: 96 min.
País: Alemania del Oeste
(RFA) Alemania del Oeste (RFA)
Dirección: Fritz Lang
Guion: Werner Jörg Lüddecke, Fritz Lang. Novela: Thea von Harbou
Música: Gerhard Becker
Fotografía: Richard Angst
Reparto: Debra Paget, Paul Hubschmid, Walther Reyer, Claus Holm, Valery
Inkijinoff, Sabine Bethmann, René Deltgen, Jochen Brockmann.
Gracias al programa de José Luis
Garci, Classics, en Trece Televisión, una reedición con menos medios de
su ya inmortal ¡Qué grande es el cine!, he podido revisitar dos
películas que, he de reconocerlo, en su momento me parecieron muy menores en la
filmografía de Fritz Lang, pero que ahora me han parecido dos joyas
imprescindibles en la videoteca de cualquier aficionado. Tanto ha sido el
placer infantil con que he visto esta aventura exótico-romántica, que incluso
me he ido a ver la primera versión de 1921: La tumba india: La misión del
yogui, con guion de Lang y de su mujer, autora de la novela, Thea von
Harbou, pero dirigida por Joe May, de
quien recuerdo Asphalt y deseo ver su versión de The House of the Seven
Gables, la novela gótica de Nathaniel Hawthorne.
La película de
May, que tiene dos partes, la segunda de las cuales no he podido conseguir aún,
tiene algo de cine de espíritus y poderes ocultos. La presentación, muy al
estilo de la grandilocuencia de las películas de la UFA, incluye la reanimación
de un yogui que fue enterrado vivo. Ese yogui acabará trasladándose a
Inglaterra, vía desintegración e integración de la materia, y allí contratará
al arquitecto que construirá la famosa tumba para el Marajá a cuyo servicio está
obligado a actuar, después de haber sido rescatado de la muerte eterna. La
novia del arquitecto, tan entrada en años como él, desesperada por su misteriosa
desaparición, acaba consiguiendo llegar al palacio de Esnapur donde está el
arquitecto, aunque enseguida advierte que, aun siendo invitada del Príncipe, tiene
los movimientos muy limitados en dicho palacio, de modo que ni puede acceder a
su novio ni puede contactar con nadie. El tono de la película, ajustado a un
realismo que admite lo fantástico y exótico en su seno con total naturalidad,
discurre por una trama compleja en la que la esposa del Príncipe se ha
enamorado de un hombre blanco y el marido desea acabar con él y, después,
enterrar en vida a su mujer en la tumba que quiere construir.
La versión de
Fritz Lang, ¡y ya es curioso que en las auténticas postrimerías de su carrera ,
habiendo rodado lo que había rodado, escogiera una historia tan fantástica!, difiere
en aspectos fundamentales de la historia de 1921, porque en esta es un joven
arquitecto quien se acaba enamorando de una bailarina del Templo, una suerte de
sagrada vestal, algo que también le ocurrirá al Príncipe, quien se la roba a
los sacerdotes para instalarla en un palacio construido en una isla, servida
por una fiel doncella. Una nueva trama en esta versión es la de la revuelta de
los señores a su servicio, sobre todo de su cuñado, pues a este le parece mal
que una bailarina ocupe el trono donde se había sentado su hermana hasta su
fallecimiento.
La película
está llena de atractivos, porque «es» —considerémosla una película dividida en
dos partes, como el original del 21— , ante todo, una película de aventuras en
el sentido más clásico del término, el mismo que heredó Spielberg para su saga
de Indiana Jones y que tantísimo gozo supo resucitar en los espectadores. Es,
también, una potente película romántica en la que los enamorados, un poco al
modo de las legendarias novelas bizantinas que inauguraron las ficciones
novelescas en Europa, pasaran por mil y un desencuentros hasta… Así mismo, es
una película política sobre el uso del poder y las asechanzas a que se ve
sometido incluso desde la cercanía familiar del propio hermano del Príncipe, a quien, como a
otros súbditos no les seduce la idea de que el Príncipe «pierda la cabeza» por
una simple bailarina con la que pretende contraer matrimonio. Finalmente, es,
con particular intensidad, un despliegue de belleza exótica que parece cumplir
a rajatabla los tópicos de las fantasías orientales que se pusieron de moda en
el cine alemán de los años 20 y de las que Sumurum. Una noche en Arabia,
de Lubitsch es uno de los mejores ejemplos,
rodada un año antes que la de Joe May, lo que debió de disparar la imaginación de Lang de un modo absoluto. El uso del
color, además, potencia, con sus colores tan definidos y contrastados, un
cromatismo táctil, podríamos decir, porque hay algo de incitación al tacto en
esta película tan absorbente y bella, tan sugestiva.
Aunque hay exteriores
rodados en India, adonde Lang fue con el propósito de rodar una película que no
llegó a buen puerto, gran parte de la película transcurre en interiores creados
en estudio, como la cueva-templo de la diosa, las galerías subterráneas donde
incluso hay leprosos, en una suerte de prefiguración de La noche de los
muertos vivientes, de George A. Romero, y, sobre todo, las fastuosas
dependencias palaciegas del marajá enamorado. En la versión de May lo
interpretaba nada menos que Conrad Veidt, la gran estrella absoluta del cine alemán,
junto con Emil Jannings, y en esta lo interpreta, con notable poder de convicción,
Walther Reyer, si bien las dos interpretaciones distan mucho entre sí, la de
Veidt acentúa los rasgos vengativos del personaje; la de Reyer, la nobleza romántica
de su lucha por el amor de la bailarina. Ahora bien, si algún intérprete se
lleva la palma en esta producción, no puede ser otra que Debra Paget, la
bailarina cuyos números de danza, poderosamente sensuales, deslumbran incluso a
los espectadores de hoy. La conjunción entre la coreografía ejecutada por la
Paget y la puesta en escena de una imagen gigantesca de la diosa en cuya palma
acaba bailando la intérprete permite unos planos cenitales soberbios, ¡qué
conjunción tan potente entre puesta en escena y actuación!
A medida que
iba viendo la película, no podía sacarme de la cabeza que, antes de verla por
primera vez como adulto, la había visto ya en alguna de esas dobles sesiones en
las que tantísimas horas de mi adolescencia pasé, al abrigo de programas en los
que vi lo excelente, lo bueno, lo regular, lo malo y lo pésimo, pero cuyo tilín
en la raíz del deseo nunca olvidaré, y si algo tiene esta película es una
exhibición de sensualidad que, en aquellos años del moho y la represión,
debieron de dilatarme las pupilas hasta el dolor del placer. Pongamos por caso,
de aquellos años, el erotismo hipnótico de Dr. Jeckyll y su hermana Hyde, de Roy
Ward Baker… Viene esto a cuento de que esta lección de cine cuyos mensajes encubiertos
no les pasan desapercibidos a los espectadores experimentados exige, en cierto
modo, un regreso a la capacidad de deslumbramiento propio de la mocedad. No de
otro modo pueden seguirse, «con el alma en vilo», persecuciones como la de la
hermana del joven arquitecto que caer en la cueva de los leprosos ¡y
hambrientos!, a lo que se ve, porque están dispuestos a dar buena cuenta de la
sabrosa joven que ha ido a India, con su marido, también arquitecto, para
compartir con él su aventura en país tan exótico. La lucha entre las facciones
rivales, junto con el apresamiento del Marajá, así como el destino que se
intuye: alimentar a los tigres que cría con mimo y a los que da de comer con
gran placer. El simbolismo del tigre se advierte cuando descubrimos que del
ataque de uno de ellos le ha salvado la vida el arquitecto a la bailarina, y de
ahí el enamoramiento que ha germinado en ella. Con todo, el arquitecto, cuando
sus amores son descubiertos por el Marajá, es lanzado al foso de los tigres
para luchar con uno de ellos, lucha de la que sale bien parado.
La película
acumula tantas secuencias extraordinarias que bien puede decirse que cada
secuencia supera a la anterior. El mimo con que ha sido rodada se advierte en
eso, precisamente: no hay plano de transición posible: todos ellos están
meditados hasta la extenuación, y secuencias hay, como la del baile de la
danzarina y la cobra, tan famosa, que hubo de ser repetida más de veinte veces,
buscando la perfección formal que es un deleite para los ojos. Algo por el
estilo ocurre cuando Lang filma la huida a caballo de los amantes, perseguidos
por los hombres del Marajá, cuyo rastro se pierde en el seno de una tormenta de
arena que deja extenuados a los dos amantes en una duna, con las manos
enlazadas, o casi, aguardando la muerte… ¡Así acaba la primera parte de la película!,
propiamente como el apoteósico final de la Manon Lescaut de Puccini…
De verdad, todos
aquellos que aún tengan la capacidad de resucitar su temprana mirada
adolescente deberían plantarse ante esta película dividida en dos partes con el
ánimo predispuesto a dejarse empapar por la magia del gran espectáculo que es
el séptimo arte; porque solo con ella podrán aceptar las flaquezas argumentales
de un relato que está más allá del chato realismo de la razón: en la cumbre de
la ficción y en la convicción de que el amor todo lo puede y lo vence.
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