Una maravillosa película del género Feel-Good movies con el protagonista de Calabuch, de Berlanga: Edmund Gween, y mucho más…
Título original: Mister 880
Año:1950
Duración: 90 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Edmund Goulding
Guion: Robert Riskin
Música: Sol Kaplan
Fotografía: Joseph LaShelle
(B&W)
Reparto: Burt Lancaster, Dorothy McGuire, Edmund Gwenn, Millard
Mitchell, Minor Watson, James Millican.
¡Qué manera de sentirse como
Pangloss, en el mejor de los mundos posibles, tras ver una película planificada
para llegar directamente a los mejores sentimientos que puede albergar el
corazón humano! Con un inicio que la encuadra en las películas de detectives,
pero sin trama criminal de asesinatos, se nos introduce, desde la perspectiva
policial, en un caso de falsificación de moneda que los servicios secretos del
Tesoro no han podido descubrir en una década. Ahí es donde entra Burt Lancaster
en acción, como Steve Buchanan, un agente de altísima reputación al que no se
le resiste ningún caso. Con estos mimbres, nos aprestamos a ver una suerte de «atrápame
si puedes» que nos va a entretener y divertir y hacernos sentir parte de lo mejor
de la Humanidad durante una hora y media ajustada y sin desperdicio narrativo
alguno. ¿La singularidad del asunto? Que las falsificaciones solo son de billetes
de un dólar, que son lo más casposo del mundo, ¡hasta está mal escrito el
nombre de George Washington en el billete!, y que nunca han aparecido dichas falsificaciones
por segunda vez en un mismo sitio. Ojo, no hay revelación indeseada ninguna:
desde el comienzo de la película sabemos quién es el falsificador y cómo opera.
El incentivo narrativo consiste en cómo el «gran» investigador está casi a
punto de tirar la toalla por primera vez en su vida ante un caso que se le
resiste como ningún otro. Por el camino, claro está, teniendo en cuenta que la
actriz protagonista es Dorothy McGuire, quien respira por su belleza los más
puros sentimientos, hay el pertinente romance que nos sitúa, uniéndose al resto
del planteamiento, en una suerte de comedia sentimental y de enredo. Y ahí
entra, a su vez, un director como la copa de un pino: Edmund Goulding, de quien
comenté de forma entusiasta El callejón de las almas perdidas y de quien
he visto Grand Hotel, Cautivo del deseo y El filo de la
navaja, por ejemplo, todas ellas muestras de un excelente saber hacer. Permítanme
arruinarles el descubrimiento de una escena que me ha cautivado en esta película.
El detective y su equipo siguen a una posible candidata falsificadora, pues le dio un dólar falso a
un taxista. La siguen y descubren que es traductora en la ONU —impagable el
comentario de la casera a la inquilina: «Lo único que sé es que ahí cuanto más
hablan peores cosas suceden en el mundo…»—, pero no la detienen, Buchanan
decide aproximarse a ella por la vía de conocerla y aspirar a un conato de
amistad. Dicho... y tardamos unos segundos en ver el hecho. Para ello, la cámara
sigue a una galerista que arregla el escaparate que, desde un bajo da a la
calle mediante un gran ventanal que, desde abajo, se ve como una pantalla, y en
ella vemos una secuencia de cine mudo: la joven contempla el escaparate. Un
hombre se acerca y habla con ella, quien parece sentirse algo incómoda. Aparece
Buchanan y pregunta a la joven si el hombre la molesta. Hay un leve altercado y
el hombre recibe un puñetazo. Ann Winslow, la presunta falsificadora, se aleja,
seguida por Buchanan. El hombre de este, a punto de ser detenido por un policía,
se aparta con él para revelarle su identidad mientras se acaricia el mentón diciéndose
algo así como: «¡Qué jodío, la hostia que me ha dado…!» Y luego ya vemos a la
pareja en un bar… El encuadre del ventanal-pantalla es todo un homenaje al cine
mudo y una de las secuencias más logradas de la película.
Todo discurre
de un modo vivaz e ingenioso. Ella, una vez que descubre que el tal Buchanan es
un agente del Tesoro, juega a embromarlo y hacerle creer que en efecto es una
falsificadora. Dura poco el engaño y se descubre mientras ambos están en un
club bailando. ¡Otro momento encantador!, porque cuando ella dice que se va y
se aleja un paso, Buchanan la retiene de la mano y la devuelve al baile en el
que estaban diciéndole que está sometida a estrecha vigilancia, pero no
detenida… A todo esto no hemos dicho que Ann vive en el mismo edificio que el
viejo Skitter, quien combatió por Usámerica en la Primera Guerra Mundial, que
él le introdujo los billetes falsos en su bolso y que él le vende a muy módico
precio, pequeñas antigüedades que encuentra en su oficio de chatarrero
ambulante. La cercanía entre el detective y el falsificador, y el modo como van
este y su equipo acotando el radio de acción del falsificador, son
permanentemente un atractivo de la narración, paralela al enamoramiento de la
traductora y el agente.
No hablamos de
fantasía o de acarameladas buenas intenciones, al modo de algunas películas de
Capra, sino de una historia real descubierta por un periodista y publicado en
un libro de casos curiosos. Sobre esa historia, sin embargo, el guionista y
socio de Capra, Robert Riskin, autor de la mayoría de los guiones de sus películas,
reescribe la historia en clave de comedia sentimental tan gozosa como llena de
esos buenos sentimientos que, tienen un desarrollo, al final de la película,
también ajustado a la realidad del caso por supuesto, pero eso es mejor que lo
descubran los espectadores que no deberían perderse una película que te deja
tan bien, sobre todo en estos momentos tan adversos que vivimos.
¿Y qué decir de
la actuación del tocayo del director, Edmund Gween? Se trata de uno de esos
actores «a lo Pepe Isbert», ajenos al «método» y llenos de una naturalidad y
una capacidad de expresar los diferentes registros del alma humana que
deslumbran a cualquiera. Es el tercero en los títulos de crédito, pero el
primero en los ojos y el corazón de los espectadores. Fue nominado al Oscar al
mejor acto secundario, y ganó un Globo de Oro por dicho papel. El Oscar lo
consiguió en 1947 por De ilusión también se vive, encarnando a un
peculiar Santa Klaus, como todos recordarán.
Aunque no es raro
encontrar a Burt Lancaster en un papel cómico, en El halcón y la flecha,
de Tourneur o en El temible burlón, de Robert Siodmak ya cultivó, en parte,
ese registro, aquí, lejos de esas clásicas
películas «de acción», se encuadra en un registro que dominó como nadie Cary
Grant, a quien no le va la zaga, si bien sus movimientos no tienen la elegancia
de ese ejemplar único que fue Grant. Todo contribuye, pues, a lograr, con
creces, ese tono amable y lleno de ternura que preside una obra, como digo, a
la que no le sobra ni una de sus buenas intenciones, tan maravillosamente
mostradas sobre todo en el desenlace.
Quien quiera
disfrutar, y descansar, de paso, de la insatisfacción acerba que nos depara
nuestra lamentable vida política, vea esta película y pasará un rato
inolvidable. Me lo agradecerán.
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