Hay que reconocerle a Ronsard no solo una puesta en escena extraordinaria, sino haber descubierto para el gran público un mundo, el de la dactilografía, que él convierte en un espectáculo formidable…
Título original: Populaire
Año: 2012
Duración: 111 min.
País: Francia
Dirección: Régis Roinsard
Guion: Régis Roinsard,
Daniel Presley, Romain Compingt
Música: Emmanuel D'Orlando,
Robin Coudert
Fotografía: Guillaume
Schiffman
Reparto: Romain Duris,
Déborah François, Bérénice Bejo, Shaun Benson, Mélanie Bernier, Nicolas Bedos,
Feodor Atkine, Eddy Mitchell, Miou-Miou, Jeanne Cohendy, Frédéric Pierrot,
Marius Colucci.
Acaso sea
porque heredé la Pluma 22 de Olivetti de mi padre, que lo acompañó en el frente
de sus batallas en la Guerra Civil o porque mi entrada en el mundo laboral fue
posible por mi destreza dactilográfica en una época, los años 70, en que tal
habilidad parecía exclusivamente femenina, pero esta ópera prima de Régis
Ronsard la he visto con inusitada complacencia, a pesar de sus defectos y de
repetir esquemas trillados por autores de muchísimo más fuste que él, como
Hitchcock, de quien se recrea una escena de Vértigo y de otras comedias de
Wilder, por la imitación de la Monroe que hace la protagonista en algunas ocasiones.
Todo ello, sin embargo, no le quita el encanto que la película atesora, porque
no solo juega con el eco que el apellido de la protagonista tiene, Pamphyle, y
que intuyo equivalente a nuestro «pánfilo» tradicional para describir la
ingenuidad extrema, sino también con una felicísima recreación de los años 50,
una producción que «luce» lo suyo y que no suele ser normal en la ópera prima
de un director; no hay más que pensar en Cabeza borradora, de David Lynch,
por ejemplo.
La película es
una comedia sentimental, vaya por delante, cuyo contexto añade alguna
complejidad si consideramos que la joven aspirante a secretaria huye de un
padre que quiere «concertar» su boda, al estilo de ciertos países árabes; que
su jefe es un ser que no ha acabado de asimilar que su antigua novia eligiera a
un marine norteamericano como esposo en vez de a él, y que su ambición social
se cifre en «explotar» las dotes dactilográficas de las secretarias que va
cambiando muy a menudo. La escena de la selección de secretaria en la oficina
del protagonista no insinúa, desde el primer momento, por dónde van a ir los
tonos bufos, en buena medida de la comedia que incluye el espíritu competitivo
de los torneos para elegir la mecanógrafa más rápida y una suerte de atracción
y sacrificio emocional y sexual que nos entretendrá durante buena parte del
rodaje.
Que nadie se
llame a engaño. La película, como La familia Bélier, de Éric Lartigau,
aunque sin la dimensión dramática de esta, es una película ideada y pensada
para los grandes públicos, el equivalente del bestseller en literatura, pero
tiene la virtud de descubrir una realidad ignorada en nuestros días: los
concursos de mecanografía. La plasmación de los mismos, como si estuviésemos
ante el dramático concurso de baile de Danzad, danzad, malditos, de Sydney
Pollack, es uno de los grandes aciertos
de la película, que deriva, a través de ello, hacia el mito de Pigmalión, dado
que su jefe, subyugado por la enorme velocidad que tiene la protagonista para
teclear con dos dedos en la máquina —la mía, por cierto, es con cuatro, pero
casi estoy por decir que mi velocidad es mayor, porque, en su momento, llegué
casi a las 500 ppm, aunque está claro que el nivel de corrección de los
escritos no podría compararse con el de las «profesionales» del teclado, por
supuesto…—, decide convertirse en su «entrenador» para conquistar los títulos nacional
y mundial de esas competiciones.
No me extenderé
mucho más, porque entro a este Ojo mío simplemente para revelarles a los
escasos lectores de él, que Populaire es
una de esas comedias francesas que, como Bienvenidos al norte, por ejemplo, de
Dany Boon, se ven siempre con agrado, aunque no dejen un poso muy duradero.
Pero todos tenemos esos días en los que no estamos para ver La casa de Jack, de
Lars von Trier, sino algo «ligero», «chispeante», casi «vodevilesco», con lo que distraernos, sonreír, o reír, y dejarnos meter en una historia en la que
los intérpretes nos introducen con una facilidad sorprendente, tanto Romain Duris
como Déborah François, sobre quienes cae totalmente el desarrollo de la acción.
De Duris había visto anteriormente varias películas y en ninguna de ellas me defraudó;
de François solo había visto El
practicante, de Carles Torras, pero tenía poco papel y confieso que mientras veía esta no
recordaba haberla visto antes.
Se ha de
reconocer la facilidad que tiene la cinematografía francesa para elaborar este
tipo de productos que te llega tan fácilmente; pero que a los mandos de la
cinematografía esté el oscarizado Guillaume Schiffman de The Artist,
de Michel Hazanavicius, es toda una garantía de que la perfección formal
necesaria para que la cinta resulte atractiva está presente y obrante. ¡Y hay
que ver lo que gana, con ello, la película! Al fin y al cabo, la reproducción
de los 50 casi casi puede considerarse como parte de una película «histórica»,
o poco menos, ¿no?
Que disfruten
de ella. Y si quieren sentir las sensaciones reales de la película, habrán de
dejar el ordenador a un lado, sacar la vieja máquina de escribir que hay en
toda casa y teclear furiosamente para que se «impriman» los caracteres en la hoja
en blanco…
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