En la línea de
Adiós a mi concubina, de Chen Kaige, la exploración biográfica de Edward
Kynaston el actor femenino más popular del XVII en Inglaterra.
Título original: Stage Beauty
Año: 2004
Duración: 107 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Richard Eyre
Guion: Jeffrey Hatcher. Obra:
Jeffrey Hatcher
Música: George Fenton
Fotografía: Andrew Dunn
Reparto: Billy Crudup; Claire Danes; Rupert Everett; Ben Chaplin; Tom
Wilkinson;
Alice Eve; Richard Griffiths; Zoë Tapper; Fenella Woolgar; Edward Fox; Derek
Hutchinson; Mark Letheren; Hugh Bonneville; David Westhead; Clare Higgins.
Que el cine inglés tiene un
don para las películas «de época» es un tópico lleno de verdad irrefutable. El
delicado director de Iris, Richard Eyre, con un más que discutible Rey
Lear en su haber, y una serie televisiva sobre las dos tetralogías de reyes
chespirianos, nos permite conocer de primera mano la biografía archicuriosa de
la «primera dama de los teatros londinenses» en el siglo XVII: Edward Kynaston,
en una época en la que a las mujeres les estaba vedada la interpretación sobre
las tablas. El bellísimo Edward Kynaston, atracción exótica para mujeres y
hombres de la nobleza por igual, representado por un actor, Billy Crudup, muy
en su papel, se va a enfrentar, por diversos tejemanejes de las amantes del rey
Carlos II al final de la prohibición de la participación de las mujeres en la
escena, lo que lo enfrenta, súbitamente a la pérdida de su trabajo, lo único
para lo que se ha preparado concienzudamente a lo largo de su vida. Su
ayudante, una joven Claire Danes, aún muy lejos de la inmensa popularidad que
le deparó su brillantísima actuación en Homeland, se revela a sus
espaldas no solo como una ferviente admiradora, sino también como una imitadora
para «copiar» su papel de Desdémona en el Otelo de Shakespeare, para lo
cual, acabada la actuación de la «diva», ella le tomará prestado el vestuario
para las funciones clandestinas en las que la joven se foguea como actriz, con
la esperanza de poder representar algún día con licencia y en teatros adecuados.
La «lucha» de las aspirantes a
actrices, como la ayudante de Kynaston, y el desdén con que este, desde la
superioridad de su femineidad construida pacientemente a lo largo de los años y
las representaciones, se enfrentan en un duelo desigual en el que el actor no
sabe que lo acabará perdiendo todo, una ve que se prohíba que los hombres interpreten
papeles femeninos en las obras. Más allá de la fidelidad histórica a los
hechos, la película se adentra en la ambigua condición del hombre Kynaston
eclipsado por la actriz famosa que le ha condicionado la vida de tal manera que
sus relaciones homosexuales solo en parte las entiende como tales, dada la
fusión con su mentalidad femenina, desde la que vive su sexualidad y su arte.
Por eso cuando ve actuar a su ayudante se siente absolutamente seguro de que
tal impostura, la de las mujeres representando papeles de mujeres, no puede triunfar,
porque las mujeres que él representa son absoluto arte escénico que requiere
una dura preparación que por el solo hecho de ser mujer no se posee. El
planteamiento es atrevido, la psicología de Kynaston, compleja y el duelo entre
la ayudante y él, fascinante, no solo a nivel escénico, sino también de
acercamiento sexual entre ambos, una vez que ella ha triunfado, algo lleno de
delicados matices que el director sabe plantear con exquisito tacto.
La película no nos ahorra la
estrepitosa caída del actor, mientras su ayudante se proyecta hacia la gloria y
el aplauso de los públicos, y cómo se ve en la necesidad de actuar en garitos
de mala muerte donde incluso la «revelación» de su verdadera condición sexual
acaba formando parte del deprimente «show» que le permite no morirse de hambre.
De esos garitos lo liberará su ayudante, y gracias a ella tratará de lograr el favor
real de nuevo al interpretar papeles de hombre, algo para lo que no se
considera capacitado.
Las película está rodada con todo lujo
de ambientación, vestuario y con un reparto de campanillas que hubiera merecido
alguna recompensa pública, más allá del orgullo de haber rodado una película
valiente, hermosa y de muy buen ver. En la senda de Adiós a mi concubina,
de Ken Chaige, como decía en el título, también hay un enamoramiento, pero en
sentido inverso, porque la ayudante de Kynaston, maravillada por el dominio del
repertorio femenino del actor, que ella imita en las representaciones
clandestinas, busca despertar el lado masculino de esa «mujer« maravillosa a
quien sirve con respeto, fidelidad y un amor de difícil futuro.
Todo transcurre con la verosimilitud
propia de ese cine de época inglés y convence a los espectadores de la verdad
de la época con relativamente pocos ingredientes ,pero muy bien empleados. La
decisiva participación real de Carlos II en la trama, incluida la dedicación
real a la representación, así como su decisiva participación como espectador en
el debut de Kynaston como actor masculino, forma parte del encanto de la trama
y del fantástico tour de forcé del desenlace, del que no quiero revelar nada,
porque ha de ser uno de los secretos mejor guardados por los espectadores, como
si hubieran visto La ratonera, de Agatha Christie.
Algunos comentadores de la película se
ven en la necesidad de hacer una comparación explícita con Shakespeare in
Love, de John Madden, pero, aun siendo obras en las que el teatro es un factor
omnipresente en el relato, a mí me parece que la sutileza del conflicto que se
encarna en el destino biográfico del último actor femenino del teatro en
Inglaterra es muy superior al jovial enredo amoroso de la película multipremiada.
¿Por qué esta ha sufrido, frente a aquella, un destino tan adverso en cuanto al
reconocimiento público? Imposible saberlo, pero para eso servimos los críticos,
en todo caso, para que quienes nos lean sepan que no han de perderse obras de
peso a las que no favoreció Fortuna en su día. No se arrepentirán de haberlo
visto. Lo garantizo.
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