Título original: I Married a Witch
Año: 1942
Duración: 78 min.
País: Estados Unidos
Dirección: René Clair
Guion: Robert Pirosh, Marc Connelly, René Clair. Novela: Thorne Smith,
Norman Matson
Música: Roy Webb
Fotografía: Ted Tetzlaff (B&W)
Reparto: Frederic March; Veronica Lake; Robert Benchley; Susan Hayward;
Cecil Kellaway; Elizabeth Patterson.
Título original: Bell, Book and Candle
Año: 1958
Duración: 106 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Richard Quine
Guion: Daniel Taradash.
Obra: John Van Druten
Música: George Duning
Fotografía: James Wong Howe
Reparto: James Stewart; Kim Novak; Jack Lemmon; Ernie Kovacs; Hermione
Gingold; Elsa Lanchester; Janice Rule; Philippe Clay; Bek Nelson; Howard
McNear; The Brothers Candoli.
Dos hechizos,
en blanco y negro y color…para las noches de todo el año, y especialmente para
las de verano…
El humor inteligente ha sido siempre
uno de los grandes atractivos del cine, no solo porque no es fácil arrancar la
risa del público, sino también porque a través de él somos invitados con
frecuencia a la reconsideración de nuestras propias vidas, individuales,
familiares y sociales. Desde los comienzos de la literatura, el humor ha sido
un factor determinante de muchos géneros, aunque abunde poco en la lírica y sea
más propia del teatro que, como reflejo de la realidad, se presta más. Ni
siquiera se ha de mencionar a Aristófanes o a Plauto para saber que el humor
hunde sus raíces en la noche de los tiempos, si bien los recursos imaginativos que
lo han alumbrado se han sucedido a lo largo del tiempo con impecable
regularidad.
Eso ocurre con las dos películas que
he agrupado en esta sesión doble, porque la presencia de las brujas y sus negras
artes en el cine tiene varias dimensiones, pero la cómica, como luego la
televisión explotaría con esa delicia que se llamó Embrujada, se lleva la
palma. La primera, en blanco y negro, de René Clair, es, junto con Sucedió
mañana, una de las más deliciosas películas del género fantástico, y aún
hoy es capaz no solo de mantener vivo el interés del espectador, sino de arrancarle
la carcajada con no pocos gags estupendamente preparados. La historia se
remonta a la maldición que una bruja echa sobre los Wooley: jamás serán felices
en el amor. Tras un graciosa recorrido a través del tiempo, llegan al presente
y en él un Wooley se presenta a las elecciones para gobernador. Justo antes va
a casarse con la hija del propietario del diario que ha hecho campaña
entusiasta por él. En ese preciso momento el destino de la bruja se cruza con
quien se va a someter a un matrimonio de conveniencia. Un incendio en un hotel
provocado por el padre de la bruja permite que el candidato oiga voces de
auxilio y entre para salir del edificio llevando en brazos a una rubia que
responde al nombre de la actriz Veronica Lake, la bruja. Desde ese momento, la
rivalidad de la futura novia con quien va a casarse, Susan Hayward, magnífica
en su papel de novia a la fuerza, obligada por su propio padre, marca un
desarrollo que nos llevará, sorpresa tras sorpresa, hasta el momento culminante
de la ceremonia nupcial, absolutamente desternillante. ¿Aún no he dicho que
Frederic March, el candidato, derrocha una vis cómica capaz de competir con la
de Cary Grant? Pues así es. Con ambos en escena, la pareja March-Lake, el nivel
de la comedia alcanza cotas de calidad extraordinarias. Hay momentos en que el
guion roza la comedia alocada, la screwball comedy; pero las buenas
artes de René Clair, siempre supeditado al servicio de la narración, saben
encauzarla hacia la comedia clásica de enredos que se resuelve a la perfección
con un final espléndido. Hay varios actores secundarios sin los cuales la película
no sería tan redonda como es, como es el caso del amigo del protagonista,
Robert Benchley y el padre de la bruja, Cecil Kellaway. El humor, no obstante,
rezuma en cualquier situación de la película, como cuando el dueño del hotel
habla con el candidato riéndose con absoluta tranquilidad frente a la ruina de
su negocio porque «lo tiene asegurado» y sueña ya con construir otro que
refleje, mejor, su gusto estético. Está claro que la habilidad de los
guionistas es definitiva, y ahí está Robert Pirosh, que trabajó en los guiones
de varias películas de los Hermanos Marx, y Marc Connelly, Oscar por el guion
de Capitanes intrépidos, de Víctor Fleming.
Me enamoré de una bruja, de
Richard Quine, una de sus varias colaboraciones con Kim Novak, de quien estaba
enamorado sin ser correspondido, es una película en color, ¡pero qué color!, y
con dos intérpretes en estado de gracia: La propia Kim Novak y James Stewart.
Accidentalmente, un vecino del edificio en cuyos bajos tiene una tienda de
objetos exóticos Kim Novak, entra en la tienda de esta porque la tía de ella,
otra bruja, que vive en el piso de arriba de él, ha inutilizado el teléfono,
razón por la que baja a la tienda para llamar. A partir de ese momento, el
hombre ignora que ha entrado en lo más parecido a la perdición. La película
arranca con una Kim Novak quejosa de no conocer personas «normales e
interesantes» como su vecino. Establecida la cita de Navidad con su novia,
decide acabar la velada en el club Zodiaco, al que la tía lo invita. Al margen
de que en el club hay una memorable actuación del chansonniere Philippe
Clay, la visita del protagonista con su novia nos revela que la bruja y la
novia se conocen por haber asistido al mismo College, y se descubre una
rivalidad acerba entre ambas. El hermano de Novak, también brujo, es un espléndido
y jovencísimo Jack Lemmon, quien exhibe sus maravillosas dotes histriónicas. Tras
una huida tensa del local, el vecino pasa por la tienda y allí toma la última
copa del día, tras la cual acaba sometido al hechizo desplegado por Kim Novak
quien, aquí entre nosotros, no necesita de ningún arte de brujería para seducir
a alguien, la verdad sea dicha. La prueba está en los planos de ella que toma
Quine, a cual más soberbio y seductor. Si a su físico se le añade la voz
rasgada y melosa que ella sabe usar con extrema habilidad, nos hallamos ante
una comedia romántica que nada tiene que ver, en punto a calidad, con las mil y
una que invadieron nuestras pantallas desde, pongamos…, Notting Hill, y mucho
antes. El dibujo de los personajes, los magníficos secundarios, entre los que,
aparte de Lemmon, sobresale por su propia valía indiscutible Elsa Lanchester, protagonista
inolvidable de La novia de Frankenstein, de James Whale; el modo como se
va accediendo al conflicto de la revelación de la condición de ella y de sus
familiares; la lentitud enamorada con que Quine enmarca la figura de Gillian en
su tienda o en el despacho de su enamorado; el vestuario, la puesta en escena
del club Zlodiaco, donde se reúnen todos los brujos de Nueva York, según le
cuenta el hermano, Nick, a un historiador de la brujería cuyo libro rechaza el
protagonista, aunque inducido por las artes de su enamorada. La película tiene momentos
de intensa emoción, como el beso apasionado en la azotea del edificio Flattiron
o, cuando ambos amantes han roto definitivamente, la aparición del llanto en la
mejilla de ella… En conjunto, la película se ve con extrema complacencia y notable
admiración por el modo como un buen guion es aprovechado por Quine para seducir
al espectador de una seducción espectacular. Inolvidable el fotograma que
encuadra el rostro de Novak tras el primer plano de su gato con una tonalidad
verde dominante…
En fin, un divertido programa doble
que merece su buena tarde o noche de sofá…
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