viernes, 15 de diciembre de 2023

«La otra», de Roberto Gavaldón y «Su propia víctima», de Paul Henreid o entre Bette Davis y Dolores del Río.

 

Título original: La otra

Año: 1946

Duración: 98 min.

País: México

Dirección: Roberto Gavaldón

Guion: José Revueltas, Roberto Gavaldón. Cuento: Rian James

Reparto: Dolores del Rio; Agustín Irusta; Víctor Junco; José Baviera; Manuel Dondé; Conchita Carracedo; Carlos Villarías; Rafael Icardo; Daniel Pastor; Lidia Franco; Maruja Grifell; Elodia Hernández; Enedina Díaz de León; Bertha Lehar.

Música: Raúl Lavista

Fotografía: Alex Phillips (B&W).

 





Título original: Dead Ringer

Año: 1964

Duración: 115 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Paul Henreid

Guion: Albert Beich, Oscar Millard. Historia: Rian James

Reparto: Bette Davis; Karl Malden; Peter Lawford; Phil Carey; Jean Hagen; Bert Remsen;

George Macready; Estelle Winwood; George Chandler; Ken Lynch; Cyril Delevanti.

Música: Andre Previn

Fotografía: Ernest Haller (B&W).

 

 

Dos gemelas y una potente trama de resentimientos en dos versiones, a ambos lados de Río Grande/Río Bravo, de una misma historia.

 

 

          He visto primero el remake de Bette Davis, dirigido por el legendario Victor Laszlo de Casablanca, de Michael Curtiz, pero en cuanto he comenzado a leer información sobre ella, enseguida he dado con la versión primera, la de 1946, dirigida por Roberto Gavaldón y protagonizada por la gran estrella mejicana Dolores del Río. Como director de coproducciones mejicanas y usamericanas, Gavaldón ha reunido un equipo con sólidos profesionales que han colaborado para conseguir una factura estética de la película que impresiona favorablemente a quien espera algo menos «elaborado» o simplemente más tosco. Todo lo contrario: el blanco y negro, la puesta en escena, ciertos contrapuntos de imágenes, como la quiebra de la piñata, con la cabeza oscilante colgando del techo, y el asesinato de la hermana rica, contribuyen a crear una atmósfera muy propia de una película de generoso presupuesto; y a ello contribuye poderosamente una música que, sin embargo, perfila más el terror, que lo hay...,  que el suspense, aunque en conjunto es muy eficaz para subrayar el drama al que se enfrenta la protagonista. En la medida en que la dudosa identidad de la gemela superviviente frente a la que aparentemente ha cometido suicidio, la entrañable «occisa» que refiere el policía que toma testimonio a la hermana y al policía que era su pareja, no va a facilitar la asunción de su nuevo papel a la asesina, el espectador sigue la trama siempre con la amenaza de que en cualquier momento la usurpadora sea reconocida y denunciada, con lo que se le arruinaría el ingenioso plan de sustitución.

          Aunque la historia es prácticamente la misma, ambas películas difieren no solo en la edad de la protagonista, de mediana edad en La otra y de avanzada edad en Su propia víctima, sino en los pequeños detalles que generan mayor o menor suspense en cuanto a la suplantación. Que sean gemelas idénticas parece favorecer los planes de la hermana resentida que quiere acabar con quien le birló un posible marido rico, dejándola casi en la indigencia. Mientras que el motor de La otra es el dinero —una oportuna escena de la casera viniendo a reclamarle tres meses de alquiler se suma al hecho de despedirse de su trabajo como manicura cuando descubre que los servicios a algunos buenos clientes de la peluquería han de ir más allá de lo que la dignidad ha de permitir— y en parte el amor; en Su propia víctima actúa más el despecho cuando la protagonista se entera de que el supuesto hijo con que la hermana forzó a su prometido para casarse con ella no pasó de ser una invención con la única finalidad de robarle, por amor al lujo y al dinero, el marido a su hermana, quien sí estaba profundamente enamorada de él. Mientras que en La otra, la hermana pobre trabaja en una peluquería como manicura; en Su propia víctima, es la propietaria de un bar con música en directo que también está en números rojos, por lo que se verá obligada a dejar el negocio en el plazo de un mes. Dada la confusión de los sirvientes, incapaces de reconocer a una y otra hermana, por la mente de ambas, la mejicana y la usamericana pasa la misma solución para salir de pobre en ambos casos y desquitarse de la ladrona en el usamericano. La gran diferencia entre ambas películas es que el suspense de la mejicana solo aparece cuando, sin tener ni idea de nada, como es lógico, se ve echada en brazos de un amante que la besa y abraza con pasión real o fingida, algo que solo descubriremos más adelante. Ese giro de guion es solo el primer paso de un desarrollo en el que habrá otros, como, por ejemplo, que el testamento del fallecido, aparentemente por causas naturales, dejaba un legado a la hermana pobre generoso y  suficiente para arreglarle la vida, lo que viene a revelar, de forma impactante, lo absurdo y gratuito de una decisión tomada con la ansiedad propia de quien se ve en el extremo de no tener a dónde ir, aunque en ambos casos hay un enamorado, un inspector de policía, de corto sueldo, si, pero de inmenso amor cuya expresión la protagonista oye en confesión a quien, siendo «la otra, la hermana malvada, caprichosa y algo más…» ya no puede corresponder. Esa tensión del amor y la culpa está muy bien expresada en ambos casos. Mejor, diría yo, en el remake de Henreid, porque en esta el coprotagonista es Karl Malden, quien, aun con escaso papel, le da la réplica fenomenalmente a Bette Davis, para cuyo lucimiento está diseñada la película, y a fe que lo logra, pero no menos que Dolores del Río, intensísima y convincente de principio a fin en una película con una puesta en escena magnífica —como si se le hubiera «pegado» algo del exquisito buen hacer del mejor director artístico de la Historia del cine, o el más prolífico, Cedric Gibbons—, tanto en los ambientes populares como en la mansión de la rica hermana a quien despoja de sus bienes y cuyos espejos condena, después de ver su insoportable reflejo vestida de luto en ellos. Otro tanto ocurre en el remake, en el que el suspense se duplica por las sospechas del inusual comportamiento de la viuda, aunque el doble suceso trágico, la muerte del marido y el suicidio de la hermana, parece justificarlo casi todo; con cierta habilidad, y algo de fortuna, logra salir con bien de las situaciones que la desbordan por la ignorancia que tiene de lo que era la verdadera vida de su hermana. Tanto en La otra como en Su propia víctima, el amante juega un papel determinante en el desenlace de la película. En La otra, Víctor Junco, uno de los grandes galanes de siempre del cine mejicano, da perfectamente el papel de hombre atractivo que ha sabido llevar su espíritu servicial a su amante más allá de lo imaginable, aunque se cruza por medio la desaparición de un cuadro de El Greco de la casa y el caso sigue una deriva policial algo insulsa; en Su propia víctima, con un galán como Peter Lawford, la enamorada de  «su» detective no tarda en sucumbir a las malas artes del golfista redomadamente golfo que la desnuda en un abrir y cerrar de ojos, lo que lleva a un chantaje que por fuerza ha de despertar las sospechas de la policía, de «su» policía.

          Y hasta aquí puedo decir. Se trata de una película que, sin llegar a thriller, hace del suspense su mejor arma, y de los giros de guion su baza más interesante, aunque en ambos casos la realización, más ambiciosa en el caso de Gavaldón, algo más «chata» en el de Henreid, invita al espectador a seguir deleitándose con las peripecias de la suplantadora, quien se ve arrastrada por otro personaje, la hermana, que representa todo lo que ella ha odiado en la vida: la superficialidad casquivana, el amor a la riqueza y el lujo y la ausencia de sentimientos profundos. Con todo ello como bagaje ha de representar su «nueva vida».

          Yo he visto las películas con un par de días de diferencia; pero invito a los generosos lectores de este Ojo a verlas consecutivamente, porque es lo próximo a lo que voy a invitarlos: una sesión doble con las dos versiones de Ordet, la de Gustaf Molander y la de C.Th. Dreyer: el más intenso y emocionante programa doble que puede uno depararse.

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