domingo, 13 de marzo de 2022

«Los basiliscos», de Lina Wertmüller en su debut espectacular.

 

Con el eco de I vitelloni, de Fellini, una crónica majestuosa del tiempo detenido en un pueblo tan indolente como hermoso del sur de Italia

 

Título original: I basilischi

Año: 1963

Duración: 84 min.

País: Italia

Dirección: Lina Wertmuller

Guion: Lina Wertmuller

Música: Ennio Morricone

Fotografía: Gianni Di Venanzo

Reparto: Antonio Petruzzi, Stefano Satta Flores, Sergio Ferranino, Luigi Barbieri, Flora Carabella.

 

         Haber sido ayudante de dirección en 8 ½  de Fellini, marcó, lo hubiera querido o no, el modo de hacer de Lina Wertmüller por lo que a la sátira y la ácida visión de los personajes se refiere. Un año después de 8 ½, Lina Wertmüller se pone detrás de la cámara y nos entrega un fresco vital de la Italia meridional que consigue no solo deslumbrarnos, sino incluso maravillarnos, porque es de tal dimensión la calidad estética de las imágenes de la directora que enseguida nos trae a la memoria dos películas de esos años con idéntico nivel de calidad: Cleo de 5 a 7 de Agnès Varda y La bahía de los ángeles, de Jacques Demy, pareja, por cierto, de la Varda. Como se ve, una compañía excelente que acredita a la Wertmüller como una de las grandes cineastas de su generación. Con buen ojo, logró que el director de fotografía de 8 ½ , Gianni Di Venanzo, trabajara para ella, algo que no pasará desapercibido a quienes aprecian la calidad del blanco y negro y advierten cómo se construye una atmósfera a través de la luz y de la puesta en escena. Ningún visitante «verá» jamás el pueblo de la Apulia donde se rodó la historia con la luz que ha conseguido Di Venanzo para esta película. Otra cosa son los encuadres de la cámara que pertenecen al ámbito de las decisiones de la directora, por supuesto, y que, en este caso, nos ofrece una suerte de geometría urbana convertida en coreografía. Los planos cenitales, todos ellos, que cobijan las anodinas andanzas de personajes sin historia, ni presente ni futura, son toda una declaración de intenciones por parte de Wertmüller: se mueven, sus personajes, por un laberinto conocido, familiar, cuya condición no se pierde cuando los personajes se acercan a la era y se mueven entre las grandes montañas de paja para aclarar que el llanto de una niña no se debe a los abusos sexuales acabados de cometer en su persona por un adulto, sino a que otro niño le ha robado la propina que el adulto le había dado…, algo que solo recibe, como respuesta, la indiferencia amoral de los tres jóvenes indolentes protagonistas de la película.

         Pocas veces nos ocurre a los espectadores ser atrapados por una película como lo logra Lina Wertmüller en su debut, y en mi caso  especialmente por el hecho de usar un actor, Stefano Satta Flores, que me pareció una primera aparición de a quien luego Wertmüller lanzaría  a la fama con su película Mimí, metalúrgico herido en su honor, Giancarlo Giannini. La mezcla de narración costumbrista con aires evocadores de gran literatura memorialística y la realidad miserable de unas vidas ancladas en tiempos muy distintos de los que se viven en las grandes ciudades es el material que Wertmüller usa con gran maestría para denunciar una situación social que genera, per se, la miseria moral. Roma, pues, aparece en la película, a través de la tía de uno de los protagonistas que vuelve un día para ver a la familia, como la gran tentación, el mejor de los futuros, el sueño de la huida de los jóvenes ociosos, sin oficio ni beneficio, dedicados a holgazanear todo el día, a iniciar pírricas conquistas femeninas y a conformarse con un presente como el del hijo mayor de una familia a quien el padre ha hecho estudiar farmacia para casarlo con la horrenda hija del boticario de la localidad, una de las grandes escenas de una película que las cuenta por decenas.

         El prodigio de Lina Wertmüller ha consistido en captar documentalmente, con estilizadísimas imágenes de sorprendente y absoluta belleza, la vida toda de una comunidad a través de unas decenas de personajes que la representan con una fidelidad total. Es una película coral, en efecto, que nos trae a la memoria el cine de Berlanga, por ejemplo, pero en las tierras meridionales en las que el estío retarda la vida casi hasta la cámara lenta, Lina Wertmüller «compone» su película con un virtuosismo que la acreditan como una esteta del séptimo arte, del mismo modo que vimos en Cleo de 5 a 7 de Agnès Varda, tan especial para los amantes de un cine que investiga en los planos el modo de ofrecer una puesta en escena que, doblemente, nos emocione y nos maraville. Ha de decirse que el rodaje en Minervino Murge, un pueblecito de la Apulia colgado de la falda de una montaña, constituye la mejor puesta en escena que pueda imaginarse. Los planos que le arranca Wertmüller al pueblo, desde todos los ángulos posibles de la imaginación realizadora, constituyen un festival gozoso para los espectadores, y, acabada la película, siente uno la necesidad de pasearse por esos espacios que parecen haber sido creados por el deseo de la autora, aunque, como dije antes, sea literalmente imposible verlos con la luz envolvente de Di Venanzo. Por ellos se mueve un pueblo, en una sorprendente coreografía de miserias y pequeñeces, pero sobresalen tres jóvenes amigos a los que se les va pasando el arroz, como a las estiradas jóvenes casaderas del pueblo, siempre dispuestas a no ser pábulo de las maledicencias ajenas, y a las que el acceso resulta casi imposible. El encuentro de Francesco (Satta) con Luciana (una inigualable actuación de Flora Carabella en su debut en el cine, quien luego sería la primera mujer de Mastroianni) en una suerte de juego del ratón y el gato en las calles del pueblo es uno de esos momentos mágicos de la película, como lo es, sin duda, el eterno recorrido de la cámara por buena parte de las casas del pueblo para mostrarnos a todos sus habitantes abatidos por la siesta de los modos más indecorosos posibles, un prodigio de composición, de iluminación y con una veracidad documental que, a poco de comenzar la película, nos convence de lo excelente de lo que queda por venir. Solo dos mujeres velan en esas horas tórridas: la doctora, como metáfora de la ciencia en permanente estudio para liberar a la Humanidad del determinismo de la naturaleza, y la joven y atractiva  mujer de un pueblerino que ya está harta de soportar a su marido y de perder su propia vida a su lado.

         La pequeña vida de los pueblos  marcados por la moral tridentina y la represión sexual exacerbada (¡qué felliniano el encuentro de dos clientes del burdel evitándose en las inmediaciones del local!) va a imponerse sobre otros aspectos como la mínima vida «cultural», representada por un Centro que se inaugura tras haber sido cerrado durante  la Segunda Guerra Mundial, y al que solo asisten hombres, en una escena jocosa que, sin embargo, recuerda aquellas otras de las asociaciones políticas en la película Las manos sobre la ciudad, de Francesco Rossi.  El tiempo va pasando y los pequeños incidentes de la vida pueblerina van marcando el desarrollo de una acción que, como los tres jóvenes deprimidos, da vueltas sobre sí misma sin tener un objetivo claro. Los merodeos de los jóvenes tienen todo el aire de los paseos en los patios carcelarios. Son libres, sí; pero, al tiempo, son prisioneros del más feroz determinismo. Todo ello nos llega, además, a través del subrayado musical de una banda sonora de Ennio Morricone que parece emanar de la propia realidad filmada, como si personas y calles no tuvieran otra música posible. Buena parte del aire fatalista que encarnan los personajes emerge de esa música triste que acompaña sus mínimos quehaceres. Solo un año después, su música, a raíz de la banda sonora de Por un puñado de dólares, de Sergio Leone, acabaría conquistando el mundo entero.

         ¡Qué capacidad de evocación tiene la película para un espectador español que se reconoce ampliamente en esa vida pacata y reprimida! El hecho, además, de que la película esté rodada en uno de los muchos dialectos del italiano, consigue enclaustrar aún más a sus habitantes en los límites estrechísimos de su comunidad. La llegada de los «romanos» al pueblo, con una invitada que, cámara en mano, va filmando lo que sin duda es para ella un curso completo de antropología, ¡los rostros!, los espacios, las costumbres…, introduce, de repente, en la monotonía de los días, una insólita perspectiva que amplía el horizonte de los jóvenes. Uno de ellos se va con los visitantes a Roma y luego vuelve casi como un héroe que concita la atención de sus paisanos. Sin embargo, aunque insiste en que al día siguiente se vuelve a Roma, se queda en el pueblo, como el barbero que vuelve a él porque su madre le dije que le han echado mal de ojo y que solo puede evitarlo volviendo junto a ella… De esa secuencia puede proceder el título de la película, probablemente. Recordemos que el basilisco mataba con la mirada y con el aliento, y era una criatura polimórfica nacida de un huevo puesto por un gallo… La capacidad del animal para desertizar todo aquello que cayera bajo su radio de acción es metáfora, sin duda, de la abulia de una juventud sin horizonte que ni siquiera en el estudio encuentra una salida que cambie la inercia tradicional del lugar.

         Más allá de lo antropológico, es evidente la mirada política de Lina Wertmüller a la sociedad italiana, algo que reafirmará en sus siguientes películas, aunque hubo de esperar casi 9 años para dirigir la siguiente después de la presente: ¡esos misterios de la industria que va por libre respeto del gran arte que es capaz de producir!

         La suerte de no haberla visto se me acabó el otro día, y ahora me cabe envidiar la de quienes aún no lo han hecho, si bien se trata de una envidia atenuada por el hecho de estar deseando, ya, volverla a ver de nuevo…

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