sábado, 19 de noviembre de 2022

«Traidor en el infierno», de Billy Wilder, o el humor a prueba de nazis.

 


El ingenio, el humor y el afán de supervivencia en un campo de concentración para militares.

 

Título original: Stalag 17

Año: 1953

Duración: 120 min.

País:  Estados Unidos

Dirección: Billy Wilder

Guion: Billy Wilder, Edwin Blum. Teatro: Donald Bevan, Edmund Trzcinski

Música: Franz Waxman

Fotografía: Ernest Laszlo (B&W)

Reparto: William Holden, Don Taylor, Otto Preminger, Robert Strauss, Harvey Lembeck, Richard Erdman, Peter Graves, Neville Brand, Sig Ruman, Michael Moore, Peter Baldwin, Robinson Stone, Robert Shawley, William Pierson, Gil Stratton, Jay Lawrence, Erwin Kalser, Edmund Trzcinski.

 

         Gracias a Filmin, puede uno ir cubriendo algunas lagunas de las carreras de ciertos directores harto significativos en la Historia del Cine, como es el caso de Billy Wilder, portentoso heredero de un genio como Ernest Lubitsch, a quien en esta película tan denostada como ensalzada, rinde homenaje, como luego veremos. 

       Traidor en el infierno ha de ponerse en relación con Cinco tumbas al Cairo, otra de las películas «invisibles» (por relegadas) de Wilder. En ambas no solo hay una trama en tiempos de guerra que va bastante más allá del propio conflicto bélico, sino, sobre todo, una suerte de desquite contra el régimen político alemán, el nazismo, que lo obligó a exiliarse de su país, como a un buen número de creadores cinematográficos que, trasplantados a Usamérica, contribuyeron indudablemente a elevar la calidad del cine en un país que ha hecho de él una de sus más potentes industrias. Si en los 20 y 30 el cine alemán era, sobre todo con el expresionismo, la meca del Séptimo Arte; el cine usamericano, sobre toda tras la llegada al mismo de Murnau, cuyo Amanecer significó un punto y aparte en la realización de películas, le tomó el relevo para no soltarlo ya desde entonces en adelante. Otras revoluciones, como la de la Nouvelle Vague, por ejemplo, supusieron un viaje de vuelta de aquel cine para insuflarle vida nueva al viejo cine europeo.

         He de reconocer mi poca predisposición a ver cine bélico, ¡ese que tanto les gusta, paradójicamente, los obispos de 13 Televisión!, si bien no me cuesta nada en absoluto, ¡antes al contrario!, reconocer la calidad de cintas inolvidables como Senderos de gloria, King and Country, Ran, El puente sobre el rio Kwai, Doce del patíbulo y tantas otras; pero, a pesar de que he visto muchas de este género, no me mueve tanto como lo hacen otros géneros. Y comencé a ver esta de Wilder con cierta pereza, por la situación: la vida en los barracones de unos militares, suboficiales, retenidos en campos de concentración alemanes como prisioneros de guerra. 

       ¿Qué atractivo presenta la película para que, desde sus primeros compases, te obligue a no moverte del sillón? En primer lugar, las interpretaciones, porque la de William Holden, un pícaro que hasta de esa situación saca partido para vivir lo mejor posible, quien incluso organiza carreras de ratones y dispone de una suerte de expendeduría de tabaco y licor, no solo es magnífica desde mi punto de vista, sino desde el de la propia Academia de Hollywood que lo premió con un Oscar bien merecido. Digamos que, siendo la «escoria» del barracón, acaba desquitándose de lo lindo, por más que no olvide lo que significa ser el objeto equivocado de lo más parecido a un intento de linchamiento. Junto a él, un director inconmensurable como Otto Preminger, vienés de adopción, como Wilder, aunque nacido en  Wiznitz, actualmente parte de Ucrania, encantado de meterse en la piel de un nazi para contribuir a la befa y escarnio de aquella aberración política que acabó con dos esplendores intelectuales de los años 20 y 30 del pasado siglo: Viena y Berlín. ¡Y a fe que lo borda! El detalle fantástico de las botas que le hace traer a su ayudante para ponérselas cuando habla con sus superiores y poder dar el taconazo del saludo y la despedida, para quitárselas inmediatamente después, es una auténtica maravilla del particular humor cultivado por Wilder, y también por Lubitsch. Añadamos a esta pareja a Sig Ruman, ¡quién no lo recuerda como el coronel Ehrhardt en Ser o no ser, esa obra maestra de Lubitsch!, y tenemos ya un reparto de auténticas campanas, que no campanillas.Todos los integrantes del barracón entre cuyos moradores se centra la cinta están a la altura de los anteriores, y de ahí el «pegamento» con que Wilder clava al espectador en el sillón. 

         El exiguo espacio superpoblado del barracón y los malabarismos que ha de hacer Wilder para narrar desde dentro la historia son capítulo aparte, porque salvar la claustrofobia del lugar para agilizar una narración que no se vea entorpecida por el abigarramiento humano en cada plano está al alcance de pocos.

         La historia tiene que ver con un caso de traición, esto es, uno de los prisioneros es un alemán infiltrado que pasa absolutamente desapercibido mientras, mediante un ingenioso sistema de comunicación, pasa información a los jefes del campo de los intentos de huida de los prisioneros. Esa tensión va a atrapar la atención de los espectadores, pero la descripción de la vida cotidiana en el barracón, incluidos los preparativos para celebrar la Navidad, por ejemplo, va a destacar las vidas de ciertos personajes que le dan un contexto humano a la película que va desde el drama sentimental hasta la película abiertamente cómica, como la escapada al barracón que alberga las recién llegadas prisioneras rusas. A título anecdótico cabe reseñar que uno de los prisioneros es el autor de la obra original, Edmund Trzcinski.

         Aunque puede parecer, en ciertos momentos, que Wilder lleva demasiado lejos, y casi hasta el esperpento, la parte cómica de la vida cotidiana, por los excesos de un sargento -todos ellos lo son- enamorado de Betty Grable, interpretado por un desmesurado y a veces sobreactuado Robert Strauss, quien fue nominado al Oscar al mejor actor de reparto, lo cierto es que en la situación de los prisioneros la ausencia del humor, por negro que fuera, como lo es en la película en la mayoría de los casos, hubiera sido una doble condena. En cierto modo, es posible que se avanzara  a la perspectiva desde la que Benigni rodó La vida es bella.

         Estoy convencido de que quien no tenga ninguna reticencia ante las películas se dejará seducir de mil amores por esta historia excepcionalmente bien narrada y mejor interpretada.

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