jueves, 23 de marzo de 2023

«Los perdonados», de Joan Michael McDonagh o el cine «neosocial».

Exótica versión, acaso accidental, de Muerte de un ciclista, de Bardem… La misma decadencia moral.

 

Título original: The Forgiven

Año:  2021

Duración: 117 min.

País: Reino Unido

Dirección: John Michael McDonagh

Guion: John Michael McDonagh. Novela: Lawrence Osborne

Música: Lorne Balfe

Fotografía: Larry Smith

Reparto:  Ralph Fiennes; Jessica Chastain; Caleb Landry Jones; Saïd Taghmaoui; Matt Smith; Abey Lee; Mourad Zaoui; Ismail Kanater; -Christopher Abbott; Alex Jennings; Marie-Josée Croze; David McSavage; Ben Affan; Anas Elbaz; Imane Elmechrafi; Abdellah Chakiri; Omar Ghazaoui; Zakaria Atifi.

 

         La película de McDonagh, autor de otras dos excelentes, Calvary y The Guard (aquí traducida, en mala hora, como «El irlandés», puesto que la película de Scorsese se ha hecho con el título en propiedad…) pasaría en otros tiempos por película de denuncia social de la corrupción moral de las clases adineradas, de esa moral de excepción que se manifiesta en un entorno hostil a esa ausencia de valores y aun con otros de muy distinta naturaleza, lo que hace derivar la historia, también, hacia el choque de culturas, la de los ricos a los que el dinero todas las puertas les abren y la de los silenciosos servidores que observan impasibles y al tiempo airados, interiormente, lo que para ellos es la depravación absoluta. Por eso he incluido en el título lo de «neosocial», en abierta imitación del «neonoir», porque la estética de la película, cuya acción transcurre en el desierto marroquí y en una mansión que una pareja gay usa para organizar bacanales con que agasajar, e imagino que de los que vivir, a amigos de mucha reputación y poder social. La pareja anfitriona, Tom Smith, el Duque de Edimburgo en The Crown, y Caleb Landry Jones, ambos en difíciles papeles, dados sus antecedentes fílmicos, roza la perfección, aunque el peso de la función recaiga más del lado de Smith, un británico educado en la élite que ha hecho de su mansión en el desierto algo así como el Tánger de los escritores malditos usamericanos, que del de Landry Jones —con una actuación absolutamente magnética en Antiviral, de Brandon Cronenberg y otra de mucha altura en Déjame salir, de Jordan Peele—.

         Los protagonistas son una pareja no muy bien avenida que se dirige a la mansión mientras, en el trayecto, asistimos a la pésima relación que mantienen. Entre la ausencia de señalización, la afición al alcohol y la tensión matrimonial, la acción paralela de dos chicos que representan dos maneras de relacionarse con los turistas: la venta de fósiles y el atraco, pistola de por medio, en ningún caso sugiere que ambas acaben convergiendo, lo que, dramáticamente, acaba sucediendo en forma de atropello de uno de los dos. Después el coche, con el cadáver, aparece en la mansión, lo que acabará trastocando, solo en parte,  los planes del fin de semana exótico y orgiástico que, para nuestra tranquilidad, acaba relegado a un segundo plano, por más que se nos permite ver no poco de la insulsa bacanal que gira, como todas, en torno al sexo, al alcohol, a las infidelidades y a la vida muelle en un espacio exótico que incluye una estupenda y fotográfica salida a un pequeño oasis/playa… Nada le falta al lujo y nada le sobra a la acidez del anfitrión, Smith, cuando de despellejar a su antiguo compañero de College, pero de cursos muy anteriores al suyo.

En esa comidilla se inicia un retrato del protagonista en el que, al margen de lo visto, va a ir ahondándose cuando se presenta el padre con dos familiares para recoger el cadáver de su hijo, de modo que pueda enterrarlo dignamente en su aldea. El enfrentamiento entre el responsable de lo que para la policía corrupta ha quedado en un simple accidente propio de las circunstancias nocturnas de la conducción, más la inesperada irrupción del joven en el camino, y el padre compungido, porque ha perdido al hijo único, es un momento tenso como pocos. El padre, entonces, pone como única condición para superar el asunto que el conductor vaya con ellos a la casa donde vivía el joven y que asista al entierro, según tienen por costumbre, aunque ninguno de los sirvientes está al cabo de la calle de cuáles sean esas costumbres, pero le dan veracidad a la palabra del padre.

La reacción inicial del acobardado pero en modo alguno arrepentido turista es la de negarse: «¿Y si son del Daesh?», se pregunta angustiado. Y, en eco, su mujer repite la pregunta. El anfitrión, no obstante, quien se mueve con hábil mano izquierda para no dañar su negocio, le aconseja aceptar la petición del padre y le recomienda añadir una compensación de mil euros.

En ese momento, las tramas vuelven a bifurcarse: por un lado, la aventura del hombre internándose en el profundo desierto de vastos espacios tan hermosos como sombríos, sobre todo viajando en una aventura sobre cuyo final feliz en modo alguno tiene seguridad alguna, y sí sombríos presagios de que puede estar yendo a una suerte de venganza ritual que significará su muerte, en lo más inhóspito del desierto; y, por el otro, la aventura de su mujer con un joven triunfador en los negocios con quien sintoniza enseguida y con quien se da el gustazo de no dejar pasar semejante oportunidad de aferrarse a la juventud que aún le arde dentro, olvidada por completo de cuál sea el destino de su marido.

Hay un mucho de viaje iniciático en la película, y bien se sabe que de esos viajes siempre se sale siendo otro, pero habiendo dejado algo importante de nosotros en el tránsito.  Eso le ocurre al protagonista, a quien el padre del fallecido aloja en la austerísima habitación del hijo, para que entre en contacto con la persona a la que e ha arrebatado la vida. He de reconocer, y no le arruino ninguna sorpresa al futuro espectador, que no acabamos de saber en ningún momento si el hombre está en esa como invitado o como secuestrado, tal es la ambivalencia de los gestos, actos y silencios de los protagonistas. Sorprende, con todo, que un cadáver de varios días siga siendo transportado con el simple envoltorio de unas mantas, pero el dramatismo de la situación, magistralmente encarnado por el padre, una gran actuación de Ismail Kanater, que eleva la tensión dramática muchos enteros.

A partir de ese momento, han de ser los espectadores los que juzguen cuanto sucede, porque la película de McDonagh es una interpelación moral a la que nos fuerza a responder. Digamos que el «neosocial» del título implica una suerte de «neocolonialismo» disfrazado de «turismo» cuyos papeles están sometidos a reflexiones tan oportunas como la presente. Y ya adelanto que cada cual mira por sus intereses y, en el proceloso mar de las fatalidades, cada cual ha de hacer frente a su destino.

        

 

 

 

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