El tiempo, la vida: El río. El pantano, la injusticia y la
reparación, Aguas pantanosas.
El espectacular primer color de Jean
Renoir y su primera película en Usamérica.
Título original: Swamp Water
Año: 1941
Duración: 92 min.
País: Estados Unidos
Director: Jean Renoir
Guión: Dudley Nichols
Música: David Buttolph
Fotografía: J. Peverell Marley (B&W)
Reparto: Dana
Andrews, Walter Brennan, Anne Baxter, Walter Huston, Virginia Gilmore, John
Carradine, Ward Bond, Eugene Pallette.
Título original: The River
Año: 1951
Duración: 99 min.
País: Francia
Director: Jean Renoir
Guión: Rumer Godden & Jean Renoir (Novela: Rumer
Godden)
Música: M.A. Partha Sarathy
Fotografía: Claude Renoir
Reparto: Patricia Walters, Adrienne Corri, Nora
Swinburne, Esmond Knight, Arthur Shields, Thomas E. Breen, Radha Shri Ram,
Suprova Mukerjee, Richard Foster.
No
hace mucho visioné dos obras de Renoir en clave de farsa, Elena y los
hombres y La carroza de oro, con dos actrices tan espectaculares
como Ingmar Berman y Anna Magnani, una
línea de la obra de Renoir que ya había dado una obra tan curiosa y amena como Boudou
salvado de las aguas y que contrasta
sobradamente con las dos películas que en fantástico programa doble del
director francés acabo de ver con gran interés, en un caso y con completa
admiración en el segundo, porque Aguas pantanosas es una película
auténticamente fordiana que acaso haya podido pasar desapercibida, pero que
reúne atractivos muy notables para los amantes del cine, y porque El río
es una indiscutible obra de arte cinematográfico muy en la línea del intimismo
reflexivo sobre la familia y el paso del tiempo que se da en la obra de David
Lean, por poner un ejemplo que haya criticado en estas páginas recientemente.
Aguas
pantanosas es una exploración cinematográfica del espacio pantanoso del
estado de Georgia, concretamente del pantano Kefenokee, donde Tom Keefer
(Walter Brennan) lleva escondido cinco años tras haber huido de lo que iba a
ser una ejecución inmediata por un crimen que él no había cometido.
El
protagonista, un Dana Andrews que, en relación con el personaje de la narración
un joven de 16 años, se nos presenta bastante más crecido, pierde en el inmenso
pantano a su perro y decide, contrariando la prohibición de su padre, ir a
rescatarlo. En un ambiente masculino en el que demostrar el valor frente a la
adversidad confiere el estatus de miembro del clan, el joven Ben Ragan se
aventura en ese laberinto pantanoso donde acabará siendo descubierto por el
padre de la joven cenicienta, empleada por caridad en la tienda de comestibles
del lugar, de quien se acabará enamorando tras ser desairado por una novia
coqueta que, por despecho, lo traiciona ante el resto del pueblo descubriéndolo
como protector del asesino que, además, le ayuda a cazar las pieles que vende.
Una
vez que el pueblo le da la espalda y él descubre la actividad delictiva de los
verdaderos asesinos, quienes intentan eliminarlos, a Tom y a él en el pantano,
la historia se precipita en dos direcciones bien definidas: la reconciliación
entre Ben y su padre, por un lado; y, por otro, en el de la demostración de la
inocencia de Tom, quien, gracias a ella, puede volver al pueblo, abrazar a su
hija y reintegrarse a su vida cotidiana. La película es simple, pero llena de
una belleza natural para la que Renoir tenía un ojo genético, podríamos decir.
Las secuencias en el pantano son de una belleza espectacular. Así mismo, la
secuencia del baile, donde se gesta el enfrentamiento entre Ben y su antigua
novia, y su decantamiento hacia la hija de Tom tienen, junto con las escenas
corales, ese aire fordiano en el que la naturalidad, la comicidad y el
desarrollo dramático se dan la mano con una espontaneidad que deja maravillado
al espectador.
A
título de inventario ha de consignarse que para Dana Andrews fue su primer
papel protagonista, y para Anne Baxter, de 18 años, el tercero. La pareja
funciona a la perfección y consigue momentos muy emotivos. Por el lado del
enfrentamiento entre Ben y su padre la cosa flojea lo suyo, porque lo que en la
historia original es un enfrentamiento entre un padre y un hijo de 16 años,
resulta poco menos que ridículo cuando el hijo ya podrá tener su propia
familia, por ejemplo. Con todo, la relación está muy bien resuelta cuando el
padre “afloja” la tensión autoritaria y se aviene a reconocer el mucho cariño
que le tiene al hijo.
De El
río supongo que se habrá dicho todo lo habido y por haber, no solo desde el
punto de vista técnico del uso del color, que es una auténtica maravilla, sino
también de la delicadeza con que, narrando una aparente anécdota
intrascendente, la irrupción de un joven casadero, herido de guerra (lleva una
pierna artificial), en el seno de una familia con negocios en India,
perfectamente aclimatada a la realidad hindú, se nos ofrece una reflexión
existencial que trasciende la anécdota hacia una visión sombría de los destinos
vitales de buena parte de los protagonistas, porque la historia incluye,
además, la pérdida dramática de uno de los seis hijos de la familia.
El
aparente tono menor en que Renoir va trazando el dibujo de los personajes y sus
conflictos, ayudado por una voz en off que recuerda la de Matar a un
ruiseñor, porque también la protagonista narradora rememora el paso de la
adolescencia a la madurez, permite ir descubriendo, a la par que esos
conflictos, la realidad de un continente a través de sus costumbres, fiestas y
su relación con uno de sus muchos ríos sagrados, alrededor del cual se articula
la existencia de quienes viven cerca de él, en él y gracias a él.
La
hija de los vecinos, mestiza, y su conflicto de identidad, un papel desempañado
con absoluta convicción por Radha Shri Ram, es uno de los pilares de la
película, gracias a una suerte de atracción contenida que lucha por no competir
con las ansias amorosas de sus dos vecinas y amigas, sobre todo de la hermana
mayor, por quien el exmilitar siente una inclinación sujeta a una gran
indecisión.
La
vecina mestiza interpretará una variación, creada por la narradora, de las
metamorfosis de Krishna y sus amantes, una pequeña narración intercalada en la
que se representa un baile en honor del dios que debería formar parte de todas
las antologías del cine musical, aun no siendo El Río una película de
ese género, pero es de tal belleza el número ejecutado por la protagonista,
Radha Shri Ram, que, en el transcurso de la película, al menos a este crítico,
se le ha aparecido como un momento mágico. Cabe decir que la actriz estudió
danza clásica hindú, de ahí la perfección de ese número. Por otro lado, Rhada
Shri Ram fue una estudiosa de la Teosofía y acabó presidiendo la asociación
que, en su momento, fundara la legendaria Madame Blavatsky, nada menos.
La
alternancia entre el discurrir de los ciclos vitales de la población hindú y la
evolución de la situación creada en las dos familias por la llegada del primo
del padre de la mestiza, permite percibir con extraordinaria fidelidad un ritmo
vital muy propio de aquella civilización. Destacaría, en todo caso, la
correspondencia entre la floración primaveral de los árboles y la guerra de
pigmentos entre los habitantes indios que preside dicha celebración.
Las
imágenes de la agitación floral que nos muestra la cámara de Renoir constituyen
un poema fílmico de primer orden, del mismo modo que la higuera sagrada donde
el único hijo del matrimonio acabará entregando su vida, con sus ramas
descendentes creando un espacio protegido, a ambos lados de un muro que separa
la finca de la calle, se nos aparece como una presencia inquietante desde el
primer momento.
He de
reconocer que no soy adicto a las películas con trasfondo colonial, como es el
caso, y que siempre me chirría el confort occidental en contraste con la
pobreza extrema del entorno, pero en esta ocasión, y salvo algunas
“resignaciones” en extremo conservadoras, como concebir como el óptimo destino
de la mujer la maternidad, según le dice la madre a la joven ensoñadora y
atormentada, pues se acusa de haber sido la causante de la muerte de su hermano
pequeño, Renoir ha sabido centrar la reflexión profunda de la película en la
percepción de la realidad y en cómo esa realidad nos determina y, al tiempo,
nos permite ser quienes somos.
El
río hondo de la vida es el río por el que navegamos a lo largo de 99 minutos
para la contemplación de los cuales hemos de despojarnos de nuestro sistema
occidental de medidas, porque, al menos en India, son otros los ritmos que
dominan la vida. No hay, en absoluto, tiempos “muertos”, sino otra manera de
percibir la fluidez de ese río en el que a buen seguro no nos bañaremos dos
veces sin que haya dejado de ser el que es, y nosotros con él.
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