El pretexto de
un biopic sobre la cantante Ma
Rainey para una reflexión de altura sobre la herida aún abierta del salvaje
racismo usamericano.
Título original: Ma Rainey's Black Bottom
Año: 2020
Duración: 94 min.
País: Estados Unidos
Dirección: George C. Wolfe
Guion: Ruben
Santiago-Hudson. Obra: August Wilson
Música: Branford Marsalis
Fotografía: Tobias A.
Schliessler
Reparto: Viola Davis,
Chadwick Boseman, Glynn Turman, Colman Domingo, Joshua Harto, Taylour Paige,
Jonny Coyne, Jeremy Shamos, Michael Potts, Scott Matheny, Dusan Brown, Phil
Nardozzi, Daniel Johnson, Roger Petan, Ron L. Haynes, William Kania, Gregory
Bromfield, Jordan Rhone, DaJuan Rippy, Antonio Fierro, Tony Amen, Shane McNair,
Jacob Wright, Chris McCail, Malik Abdul Khaaliq, Sierra Stewart, Patrick
Raffaele, Brent Feitl, Eric Sharpe, Remington Sinclair.
¡Cómo engaña
esta película en la que, aparentemente, vamos a ver una biografía parcial de
los últimos años de la cantante de blues Ma Rainey y se acaba convirtiendo en
una mirada compleja, y a veces desgarradora, no solo sobre la gran vergüenza
usamericana, su racismo atroz, despiadado, contra la raza negra, sino, por obra
y arte del mismo guion, del fino análisis psicológico de una diva caprichosa
(valga la redundancia) del blues, su sexualidad lésbica transgresora y las
abismales diferencias de clase entre los propios negros: al sobrino de la
cantante le pagan veinte dólares por la introducción hablada de una canción,
tras infinitos intentos, y el consiguiente gasto en material con cada toma
fallida, para superar su tartamudez, y a los excelentes músicos que la
acompañan durante toda la sesión de grabación, apenas veinticinco. Los músicos,
además, han de ensayar en un sótano en paupérrimas condiciones.
La película se
abre con una excelente canción de la protagonista, interpretada gestualmente por
una genial Viola Davis, pero cantada por quien en los títulos de crédito
merecía ser destacada como corresponde, Maxayn Lewis, contratada por quien ha
sido el «alma» musical de la película, el saxofonista Brandford Marsalis,
hermano mayor del conocido trompetista, también de Jazz, Wynston Marsalis.
Lewis fue cantante del coro que acompañaba a Ike y Tina Turner, The Ikettes,
y a fe que su potente y rica voz llena de matices es uno de los grandes placeres
de la película, por más que no se trate propiamente de una película musical en
el sentido tradicional del término o de una biografía de una cantante que «exigiría»,
acaso, que apareciesen más interpretaciones suyas. En todo caso, lo que no
podrían haber sido utilizadas son las grabaciones que la cantante hizo en los
años 30, el periodo de su biografía que recoger la película, porque las
condiciones de reproducción no lo permiten. Oírla a ella en persona es oír el
pasado lejano que vuelve, como, en el ámbito operístico, oír las viejas
grabaciones de Caruso o de Lanza.
De la actuación
en directo, en un ámbito propio del blues, la película enseguida se
centra en el proceso de grabación de unas canciones de la diva. Lejos de mostrárnosla
como la exclusiva protagonista de la historia, esta escoge a los músicos que la
acompañan para, a través de ellos, no solo ofrecernos un contexto social
distinto del estatus de la gran diva, rica y caprichosa, sino, uno por uno, un
análisis de la situación de los negros en una urbe a la que afluyeron desde los
estados del sur, Chicago. Lo que sucede es que todos ellos arrastran
experiencias dolorosísimas de una opresión con unos niveles de brutalidad que
todos hemos conocido en la vieja serie Raíces
y en la reciente 12 años de esclavitud,
de Steve McQueen. El joven trompetista Levee, la última y espectacularísima
actuación del recientemente fallecido Chadwick Boseman, quien murió por un cáncer
en agosto del pasado año, lleva buena parte del peso de la historia, no solo
desde el punto de vista de la innovación que representa para darle al blues una
dimensión más lúdica y animada, sino, sobre todo, y ese es el gran secreto que
se esconde en la historia, por la narración de su historia familiar: un relato
escalofriante que solo se puede escuchar en su voz, y del que, por supuesto, no
revelaré absolutamente nada. Ese monólogo suyo vale por toda la película y lo
hace acreedor al Oscar para el que está nominado y que, sin duda, merece a título
póstumo.
La primera
parte, antes de iniciar la grabación se alarga de tal manera que bien parece
una obra de teatro al viejo estilo sartriano, con unos personajes obligados a estar
en un espacio hostil en el que, dejando por un largo momento su profesión, la música,
entran en una dialéctica en la que acaban emergiendo tensiones propias de
quienes han sufrido en vida, propia y ajena, la más terrible de las
marginaciones; Levee, por otra parte, trata de abrirse paso en el mundo de la música
con sus propias composiciones, algunas de las cuales le ha vendido al productor
del disco de Ma Rainey, si bien es paradójico lo que acaba sucediendo, tanto en
su relación con la cantante, como con el productor blanco de los discos, porque
tanto él como el representante de Rainey son blancos, eso sí.
La película, así
pues, va bastante más allá de la vida de la protagonista, y aun diría que es un
brillante pretexto para vehicular un contenido que no conviene olvidar nunca,
porque la historia de los negros en Usamérica, como dije al principio, y aun a
pesar de cuanto se ha avanzado, sigue siendo uno de sus principales capítulos deplorables.
Eso sí, que nadie espere ningún mitin ni moralina ni homilía ni maniqueísmo,
porque lo que la película nos ofrece es un complejo entramado de relaciones
sociales y personales que se nos muestra en toda su crudeza, sin que el color
de la piel sea un atenuante para la indignidad, la ambición, la traición, la
ira, el odio, el servilismo o la injusticia. Una película, pues, muy digna de
ser vista y disfrutada, aun a pesar de lo terrible que en ella se nos cuenta;
pero la espectacular puesta en escena del estudio, y el ambiente opresivo que
se consigue, sobre todo con el motivo recurrente de la puerta sellada que el
protagonista quiere a toda costa «forzar», nos indican bien a las claras la
poderosa impronta metafórica con que el director nos hace llegar la historia.
Esa puerta no es la única «apuesta» visual trascendente de la película, por
supuesto, pero sí la más obvia. Las otras, descúbralas cada espectador…
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