Primera adaptación de la novela de Conan Doyle que él mismo introduce en un breve prólogo o recuperar el asombro de la mirada infantil.
Título original: The Lost World
Año: 1925
Duración: 106 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Harry O. Hoyt
Guion: Marion Fairfax.
Novela: Arthur Conan Doyle
Música: Robert Israel, R.J.
Miller, Cecil Copping (Película muda)
Fotografía: Arthur Edeson
(B&W)
Reparto: Bessie Love, Lewis Stone, Wallace Beery, Lloyd Hughes, Alma
Bennett, Arthur Hoyt, Margaret McWade, Bull Montana, Frank Finch Smiles, Jules
Cowles, George Bunny, Charles Wellesley, Arthur Conan Doyle.
Antes de la llegada del sonoro y
del rodaje de ese clásico inmortal que es King Kong, de Merian C. Cooper
y Ernest B. Schoedsack, el creador del gran simio, Willis H. O’Brien, había hecho sus pinitos de
animación de monstruos en esta maravillosa The Lost World, de 1925. Como
prólogo de la película aparece el creador literario de la fantasía, Sir Arthur
Conan Doyle, dándose por satisfecho si los adultos podíamos contemplar la película
con los ojos de la infancia y viceversa, porque la película es un homenaje al concepto
de aventura, al del valor y, de paso, un homenaje al espíritu del descubrimiento
científico. Es cierto que el guion que adapta la obra incluye un personaje
femenino que no estaba en la novela, pero el amor y la atracción sexual forman
parte enseguida de los puntales de la creación cinematográfica. En este caso,
además, por partida doble, porque la enamorada del periodista que la pretende
le dice que no se puede casar con nadie que no haya demostrado su coraje, su
valor, atreviéndose aun con lo imposible.
Y ahí tenemos
al frágil enamorado pidiendo en la redacción del diario donde trabaja que le
asignen el más peligroso de los encargos. Y aunque lo inmediato es cubrir la conferencia
de un sabio loco —otro de los personajes clave de los orígenes del cine: ya hay
una versión del Dr. Jeckyll, de Herbert Brenon en 1913, y una, aunque muy breve, de Frankenstein,
de J. Searle Dawley, en 1910— el protagonista verá en la posibilidad de
acompañar a la expedición que pretende conseguir pruebas de la existencia de
los dinosaurios en un territorio inexplorado de Brasil, la oportunidad que
andaba buscando. Tras vencer, a golpes, literalmente, la resistencia del científico
que, como buen ejemplar de la profesión, odia a los periodistas, acaba convirtiéndose
poco menos que en el instrumento de financiación de la empresa. Tras ese animado
prólogo londinense, la acción se traslada a la selva amazónica, en una perfecta
recreación de los grandes espacios virginales del planeta y no tardarán los
miembros de la expedición en ir descubriendo que lo que había descubierto, ¡y
dibujado!, el padre de la única protagonista femenina de la expedición era
cierto. Y hay que recuperar la mirada no
menos virginal de la infancia para dejarse impresionar por ese gigantismo de la
naturaleza en el que los dinosaurios se mueven con la candidez de las figuras
de un diorama y sorprendente viveza, para la temprana fecha en que se «animaron».
No solo eso, sino que la febril imaginación de Doyle añade al plantel de
animales antediluvianos la presencia del «eslabón perdido» al que,
desgraciadamente han de disparar para poder regresar de la meseta prehistórica
al campamento base en un arriesgado descenso a través de una escala de cuerda.
Como sucederá
en King Kong, la expedición vuelve a la «civilización» con un ejemplar de
dinosaurio que, ¡no podía ser de otro modo!, acabará escapando de su jaula para
sembrar el pánico entre la población antes de destruir el puente de la Torre de
Londres y precipitarse al Támesis, por el que se aleja nadando ante la decepción
del científico que quería reivindicar su nombre ante la sociedad que lo
calificaba de chiflado por sostener que esas bestias antiquísimas aún existían.
Lo que no impide, no obstante, es que la hija del explorador y el periodista
consumen su compromiso, a pesar de que un amigo del padre y protector de ella
se había figurado que sería capaz de seducirla para convertirla en su mujer.
De verdad, si
de pequeño a uno se le han abierto los ojos como platos ante películas como
King Kong u otras de cariz semejante, sentarse a ver esta reliquia es el
ejercicio perfecto para recuperar esa mirada y sentirse de nuevo el niño que
fue: lleno de admiración por esas expediciones atrevidas y llenas de espíritu
científico cuyo fomento tanto se echa de menos hoy en los planes de estudio.
No hace mucho critiqué
en este Ojo La mujer y el monstruo, de Jack Arnold, de la que
esta versión del clásico de aventuras de Doyle puede considerarse hermana
mayor, y, en efecto, ambas plantean situaciones muy similares, aunque la
fantasía desbordante de Doyle exige una credulidad infinitamente mayor que la
de Arnold. Con todo, es tan exquisita la puesta en escena de esos espacios
amazónicos y de los obstáculos que ha de vencer la expedición que el espectador
se deja llevar muy cordialmente de la mano del director y asiente, ¡hasta con
entusiasmo!, a todos los efectos especiales, erupción volcánica incluida.
Debe en cuando
se ha de volver la mirada hacia los intrépidos inicios del cine, que se atrevía
con todo, ¡hasta con los viajes espaciales desde su mismísimo nacimiento!, para
darnos cuenta del modo como todas esas fantasías llevadas a la pantalla han
condicionado nuestra formación, nuestro modo de ver la realidad y de
afrontarla. Sí el cine jamás se ha rendido ante lo imposible, del mismo modo
que nuestros expedicionarios están dispuestos a poner en riesgo su propia vida
para confirmar que lo imposible existe.
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