La vida que desfila, individual y colectiva, ante los ojos maravillados del espectador: De la niñez a la ancianidad, la belleza y el terror de los avatares hechizantes de la existencia.
Título original: Yume (Dreams) (Akira Kurosawa's Dreams)
Año: 1990
Duración: 120 min.
País: Japón
Dirección: Akira Kurosawa
Guion: Akira Kurosawa
Música: Shinichirô Ikebe
Fotografía: Takao Saito
Reparto Martin Scorsese, Akira Terao, Mitsuko Baisho, Mieko Harada, Toshie Negishi, Mitsunori Isaki, Toshihiko Nakano, Yoshitaka Zushi, Hisashi Igawa, Chosuke Ikariya, Chishu Ryu.
Aunque respeto
la ficha técnica que uso habitualmente, lo primero que he de decir es que en
esta película Kurosawa contó con la ayuda muy directa de su amigo Ishirô Honda,
el director conocido por la serie de películas sobre Godzilla, amén de muchas
otras películas fantásticas como la ya clásica del enfrentamiento entre
King-Kong y Godzilla, quien dirigió dos de los ocho episodios que componen la
película y el prólogo y el epílogo de un tercero: El túnel, El monte
Fuji enrojecido y El demonio lastimero, respectivamente. Con
anterioridad a estos sueños, Honda había asistido como ayudante a Kurosawa en
películas como El perro rabioso, una de sus obras cumbre, Kagemusha
y Ran, todas ellas, como recordarán los amantes del cine, obras
calificadas de maestras por la crítica especializada, y con las que cualquier espectador
se eleva a las más altas cotas de placer estético.
La edad de los
artistas rara vez se tiene en cuenta a la hora de juzgar su obra, aunque hay
muchas situaciones diversas: desde quienes se repiten con fórmulas gastadas
hasta quienes nos sorprenden con un rasgo de genialidad que ya no se esperaba
de ellos. Queda la obra, por supuesto, y da igual a qué edad sea realizada, y
aunque el cine sea una industria, no es menos cierto que a la capacidad de
visión que implica una película en modo alguno solemos relacionarla con la edad
del autor a la que la tiene. Del mismo modo que hay poetas que eclosionan, como
Rimbaud, en la primerísima juventud, hay ancianos que destilan su sabiduría
avecinándose al fin de su existencia, como Cervantes. Kurosawa rueda esta
película con 80 años y el despliegue de imaginación tan espectacular que nos
ofrece en ella nos hace pensar más en alguien en su época más fértil y
luminosa, aunque hay ingenios que nacen al cine con la madurez incorporada,
como Ford, Ozu, o Bergman, pongamos por caso, que en la destilación de la
sabiduría existencial de un anciano; pero hay en la manera de acercarse a los
ocho historias que se recogen en la película una mirada marcada por la edad
vivida, por el acopio de experiencias de quien ha mirado a su alrededor durante
toda la vida con mucha atención y preocupación.
De hecho, la
figura del caminante, sea individual o colectivo, como la procesión de
fantasmas de la primera historia o la alegre comitiva fúnebre de la última,
actúa en estos Sueños como hilo conductor, acaso representando
metafóricamente nuestro paso por la vida o nuestra condición fundamental de homo
viator, de especie trashumante. Otro rasgo que unifica todas las historias
es la cuidadísima puesta en escena de todas las historias, y ahí, siempre al
servicio del contenido narrativo de las mismas, sean recuerdos personales del
autor, sean motivos de carácter folclórico tradicional, radica uno de los
grandes aciertos de la película. ¡Qué cantidad y calidad de belleza no es capaz
de conseguir Kurosawa, no siempre gracias a un presupuesto elevado cuanto a una
mirada que atesora la magia de ciertos momentos especiales en las vidas de los
protagonistas de estos sueños, empezando por el pequeño Akira, él mismo,
expulsado de la casa paterna hasta que sea perdonado bajo la puerta del arco
iris por los zorros sagrados a los que ha molestado con su indiscreta
observación! La situación —los zorros le han dejado una daga con la que debe suicidarse
si no obtiene su perdón…— espeluzará a los fervientes seguidores de la
corrección política, y muy posiblemente les impedirá seguir este y algunos
otros episodios con la adecuada perspectiva que permite comprender la complejidad
esencial de la naturaleza humana.
Impresiona,
sinceramente, la variedad extrema de los episodios que ha escogido Kurosawa
para articular estos sueños que, por las hermosas sendas oníricas por las que
discurre, no nos ahorran ni la gracia de los melocotoneros florecidos, la rúa
de la santa compaña japonesa, la metáfora de la mano de nieve que se convierte
en dadora de vida, la potente simbología del túnel, las amenazas del desarrollo
tecnológico, el descenso a los infiernos eternos o el lirismo de una vida
acompasada con los ciclos de la naturaleza y vivida con el respeto que esta
merece, un broche de optimismo que nos libera del desasosiego producido por El
monte Fuji enrojecido y El demonio lastimero. Al margen queda, casi
como un experimento visual, el fantástico episodio de la visita de un pintor
aficionado al universo de los cuadros de Van Gogh, con aparición incluida del
pintor que sobrevivió pobremente y nunca llegó a saber de la cotización
astronómica de sus obras, realizadas con una compulsión extrema, porque, como
le sucede a cualquier artista: ¡el tiempo se les come los años, los años los días,
los días las horas… y la obra sin hacer! La interpretación de Martin Scorsese,
breve pero intensa, nos muestra una faceta interpretativa del director
usamericano llena de matices y poder interpretativo. Pero incluso esa breve
aparición cede ante el hermoso prodigio técnico del paseo del protagonista a
través de los cuadros del pintor holandés: ¡indescriptible! Muy distinta, y más
pobre, es, sin embargo, la resolución técnica del episodio del apocalipsis
nuclear de la Humanidad, aunque el mensaje es nítido y la simbología, al menos
en Japón, muy eficaz.
Hay dos
episodios, La tormenta de nieve y El túnel, que son,
literalmente, un prodigio de realización, con muy diferente contenido humano, porque
uno, el de la tormenta, nos habla de la superación, incluso en las postrimerías
de la vida, y el otro del malestar de una conciencia culpable, responsable de
la muerte de un destacamento: fantasmas que emergen del fondo del túnel para
cuadrarse ante su mando como si estuvieran vivos, y a los que dicho mando ha de
convencer de la terrible realidad de su muerte. Hay, en ese episodio,
curiosamente, una aparición, un perro rabioso cargado de explosivos, parece,
que quizás sea un guiño cinéfilo de Honda a su maestro, con quien colaboró en
aquel noir vibrante, El perro rabioso, o un guiño del maestro a sí mismo, claro.
Es difícil, más
allá del virtuosismo técnico y de los efectos visuales que se consiguen en
todos y cada uno de los episodios, hacer una crítica que permita al lector
tener una idea aproximada de la película, dado su carácter episódico. En todo
caso, y para que sirva de referencia, piénsese en el cuidado estético de una
película como el Satyricon de Fellini, donde cada color, cada encuadre,
cada decorado, cada pieza de vestuario o de maquillaje ha requerido de una
visión previa del director, quien se ha reunido de los mejores especialistas
para plasmarlos en la pantalla. Ese rigor y esa belleza son elementos que
enseguida se captarán en estos Sueños de Kurosawa.
Ninguna aventura
fílmica mejor que la de, como esos protagonistas errantes que atraviesan estos
episodios, ver estos con los ojos infantiles de quienes se asoman a la belleza
y las tinieblas de la realidad por primera vez. Cada episodio, además, está
lleno de pequeños detalles que demuestran el nivel de concreción perfeccionista
de Kurosawa, como se aprecia en una puesta en escena que sobrecoge por su
capacidad para crear una atmósfera feérica en la que el espectador se siente
transportado a mundos de muy diferente naturaleza, pero en los que habita con
la naturalidad con que se suceden los episodios, sean dramáticos, jocosos o
líricos. Estos Sueños de Kurosawa, que nacieron de la generosidad de sus
rendidos admiradores usamericanos, directores como Scorsese, Coppola, Lucas y
Spielberg, que se los financiaron y contribuyeron a que se distribuyeran
comercialmente, justo cuando el director japonés andaba sumido en una depresión,
no sé si son su testamento fílmico, como sugieren algunos, sino un nuevo
ejercicio estético que abrió, en su momento, nuevos caminos al cine, que es lo
propio de los genios. El espectador tiene la palabra, y el goce de comprobarlo
por sí mismo.
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