Los músicos de Gion |
Título original: Gion
bayashi
Año: 1953
Duración: 85 min.
País: Japón
Dirección: Kenji Mizoguchi
Guion: Yoshikata Yoda,
Matsutaro Kawaguchi
Música: Ichiro Saitô
Fotografía: Kazuo Miyagawa
Reparto: Michiyo Kogure,
Ayako Wakao, Seizaburô Kawazu, Saburo Date, Sumao Ishihara, Midori Komatsu,
Kanji Koshiba, Kikue Môri.
Título original: Akasen
chitai
Año: 1956
Duración: 85 min.
País: Japón
Dirección: Kenji Mizoguchi
Guion: Masashige Narusawa.
Novela: Yoshiko Shibaki
Música: Toshiro Mayuzumi
Fotografía: Kazuo Miyagawa
(B&W)
Reparto: Machiko Kyô, Aiko
Mimasu, Ayako Wakao, Michiyo Kogure, Kumeko Urabe, Yasuko Kawakami, Hiroko
Machida, Eitarô Shindô, Sadako Sawamura, Toranosuke Ogawa.
Dos
acercamientos, lírico y neorrealista,
al mundo de la prostitución ancestral de las geishas.
El mundo de las geishas pertenece, por
derecho propio, a una tradición de la prostitución que va mucho más allá de la
sordidez con que suele darse en determinadas circunstancias y en infinidad de
países. En Japón forma parte de los usos ancestrales que han sobrevivido a
cualesquiera intentos de erradicar la práctica, y ha conservado, a pesar de la
dura explotación que hay en esa «institución» un aura lírica y artística
difícil de negar. Hablamos de una «profesión» en la que se han de dominar
diferentes habilidades para poder ser la «compañera ideal del descanso del
guerrero», quien busca en la compañía de ellas no solo el goce sexual, sino,
sobre todo, sentirse como el emperador del universo, por la solicitud, la
afabilidad y la profesionalidad de las geishas. El concubinato era un paso más
allá en la instalación de la geisha en sociedad, y ser geisha privada de
alguien que atendía a tus necesidades y compartía su descanso con ella era una
promoción que difícilmente podía rechazarse. Mizoguchi
nos ofrece dos versiones de ese mundo, la primera, aún cerca del Japón antiguo,
aunque derrotado de forma humillante en la Segunda Guerra Mundial, es una suerte
de iniciación en la profesión por parte de una niña que, abandonada por su
padre y explotada por su tío, busca cobijo en una amiga de la madre en cuyas
manos se pone para que la guíe en el aprendizaje y el ejercicio de la
profesión. La geisha madura y la geisha virgen son dos modelos que atraen en el
deseo de hombres muy distintos. La fase preliminar es la fase de la
«escolarización», en la que han de aprender rituales básicos como los de servir
la bebida, la ceremonia del té, el tañido de los instrumentos y, por supuesto,
las danzas tradicionales, tan ritualizadas como hermosas.
La vida cotidiana de las dos mujeres la
maestra y la aprendiza se va a entretejer con una trama de negocios en la que
la geisha mayor ha de satisfacer al empleado de la Administración para
conseguir una contrata suculenta, y el jefe de la empresa acaba encariñándose
con la joven, a la que, contra todo decoro, pretende forzar, lo que le vale un
mordisco infamante que, de rebote, va a suponer el ostracismo de las dos
mujeres en ese mundo controlado por las «madamas» sin cuyo plácet es imposible asistir a las
fiestas en las que ganarse la vida.
Si algo nos llama la atención de este
mundo que nos describe Mizoguchi es el silencio y la lentitud con que las mujeres, y su
sirvienta, se mueven en el espacio, amén de las infinitas reverencias con que
en ese mundo oriental todo se agradece. La presencia de los largos kimonos que
se arrastran por el suelo de las habitaciones pone sordina a esos pasos nuestros,
occidentales, con que a veces marcamos ya o temperamento o personalidad o
poder. La devoción con que la geisha madura pretende alumbrar una estrella
deslumbrante se aprecia en todos los detalles, y sabe que, aun dentro de sus limitaciones,
las bellezas fulgurantes tienen cierto «derecho» implícito a escoger la
compañía exclusiva de un hombre. Las relaciones de dependencia, y de poder, que
se establecen entre las organizadoras de los «saraos» y aquellas geishas que
solo pueden asistir con su consentimiento forma parte muy dura de la existencia
de estas. La geisha madura sabe aceptar, dada su edad, tener que acostarse con
un hombre que no le gusta, y eso es algo que forma parte, también, de su
profesión. De otro modo, de nada les habrá valido su formación ni su belleza:
la dureza del «mercado» se impone a cualquier consideración de tipo emocional,
y una vez que se aceptan las férreas condiciones, vuelve el prestigio y el reconocimiento
social.
La puesta en escena se centra en esas
casas japonesas libres de muebles y sobre cuyos suelos se pisa descalzo con un
mimo de andares gatunos. No pocas veces, Mizoguchi parece homenajear a Ozu con
la colocación de la cámara casi a ras del suelo, pero, por lo general, adopta
la altura de los personajes, quienes suelen moverse en el espacio ante el plano
fijo de muchos encuadres. Otra cosa es, claro, cuando la cámara se acerca a los
primeros planos, aunque sea de los bultos propiamente dichos, más que de los
rostros, porque la tensión dramática que se concentra incluso en las espaldas
de las protagonistas y sus suntuosos trajes da a entender el proceso interior
que ambas viven.
Muy distinta de esta visión nada
edulcorada, por cierto, es la desgarrada de La calle de la vergüenza, la
última película de Mizoguchi y casi podríamos decir que una cumbre del
neorrealismo japonés, porque la visión que nos ofrece el director del barrio de
la prostitución, la «zona roja» de Yoshiwara es de una crudeza absoluta. No hay
lugar para sentimentalismos de ningún tipo, y la historia, simple pero efectiva
y dramática se limita a contar las vidas individuales de las prostitutas de un
burdel que han de lanzarse, literalmente, a la caza del transeúnte para poder «hacer
caja». Un empresario y una madama se encargan de organizar las finanza del
burdel y ponen todo su empeño en que se trabaje hasta la saciedad para salir
adelante. Poco tiempo después de acabada la Segunda Guerra Mundial, los
japoneses, ¡y sobre todo el dueño del burdel!, viven un sinvivir por la ley de
prohibición de la prostitución que se ha llevado al Parlamento. La película va
más allá de si la más vieja profesión del mundo ha de ser prohibida o no, y se
centra en historias tan sangrantes como la de la prostituta que tiene una hija
y un marido tuberculoso y no puede pagar el alojamiento, por ejemplo. Un
marido, lógicamente, que no puede sobrellevar la prostitución de la mujer como único
sustento de la casa, y que intenta suicidarse, aunque la mujer llega a tiempo
de frustrarlo. Este episodio se suma al del hijo que descubre que su madre ha
trabajado en la prostitución para poder criarlo y educarlo, y que rompe las
relaciones con ella, de quien se aparta como de una apestada. La llegada de una
joven «moderna» a un burdel que, estilísticamente, ya se ha adaptado en parte a
los gustos occidentales altera la vida del antro, pero no tardaremos en saber
la razón de su presencia cuando se presente su padre para intentar convencerla
de que abandone el lugar y la «profesión», no solo porque un hermano se ha de
casar, sino porque a él lo han ascendido en su profesión. Esa escena del padre
y la hija tiene una fuerza dramática que, con razón, ha de apelarse al
neorrealismo, porque, aunque las geishas de la primera película eran las
geishas de la tradición, modales incluido, las de esta otra «versión» de una
misma realidad son muy distintas, y
mucho más cercanas al desgarramiento de una Anna Magnani, por ejemplo.
Mizoguchi rueda, en su última película,
una suerte de reconocimiento al cine europeo que tanto apreció su buen cine, y
más especialmente en el Festival de Venecia, pero no se priva de ofrecernos la
cara más dramática de un mundo en recomposición, y en el que la institución de
las geishas va a ir siendo tratada como las venerables reliquias de algunas
civilizaciones. En la película, está claro, no se aprueba la ilegalidad de la
prostitución, pero lo que no llegó a ver Mizoguchi es que dos años después de
acabada la película sí que sería prohibida, aunque las muy especiales leyes japonesas
consienten la unión por libre consentimiento, lo que ha dejado una puerta
abierta a la supervivencia de, acaso, la prostitución más ritual del planeta.
La película, a diferencia de la
anterior, se rueda también en exteriores, pero los paisajes degradados que se
nos ofrecen muestran bien a las claras la naturaleza perversa del drama que el
autor nos quiere narrar. Las interpretaciones, todas ellas, son excepcionales,
y tienen una carga de verismo que acentúa la humanidad de la cinta. Hemos de
agradecer al autor que, en sus postrimerías, nos haya dejado un testimonio
excepcional de simpatía y empatía con las grandes «perdedoras» de una sociedad
mercantilizada y egoísta.
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