viernes, 13 de agosto de 2021

«La venganza de los cuarenta y siete samuráis» y «Los amantes crucificados», de Kenji Mizoguchi.


La venganza de los 47 samuráis

Título original:  Genroku chushingura

Año: 1941

Duración: 241 min.

País: Japón

Dirección: Kenji Mizoguchi

Guion: Kenichiro Hara, Yoshikata Yoda. Obra: Seika Mayama

Música: Shiro Fukai

Fotografía: Kohei Sugiyama (B&W)

Reparto: Yoshizaburo Arashi, Utaemon Ichikawa, Chojuro Kawarasaki, Tokusaburo Arashi, Haranosuke Bando, Enji Ichikawa, Mitsuko Miura, Choemon Bando, Daisuke Kato, Sensho Ichikawa, Mieko Takamine, Shizue Yamagishi, Seizaburô Kawazu, Yôko Umemura, Ryu Okochi, Shinzo Yamazaki, Isamu Kosugi, Ganemon Nakamura, Kunitarô Kawarazaki, Sukezo Sukedakaya, Kikunojo Segawa, Shotaro Ichikawa, Kikunosuke Ichikawa, Shoji Ichikawa, Iwagoro Ichikawa, Shinzaburo Ichikawa

 

 

 

 

 

Los amantes crucificados

Título original: Chikamatsu monogatari 

Año: 1954

Duración: 102 min.

País:  Japón

Dirección: Kenji Mizoguchi

Guion: Yoshikata Yoda, Matsutaro Kawaguchi. Obra: Chikamatsu Monzaemon

Música: Fumio Hayasaka

Fotografía: Kazuo Miyagawa (B&W)

Reparto: Kazuo Hasegawa, Kyôko Kagawa, Yôko Minamida, Eitarô Shindô, Haruo Tanaka, Eitarô Ozawa, Chieko Naniwa, Tatsuya Ishiguro, Hiroshi Mizuno, Hisao Toake.

 

 

Mizoguchi o la exploración del Japón tradicional: el código samurái y el amor adúltero.

 

 

         Seguramente la contemplación de estas cuatro horas de la película de samuráis de Mizoguchi, sin que en toda la película haya sino una escena de violencia, ¡y justo al comienzo de la misma!, puedo empezar a considerarla ya como una de esas proezas de aficionado al cine que, sin reputarme fama de crítico fino, sí que me la proporciona de espectador perseverante, que no es poco. No es cine mudo, como si lo era el Napoleón inmortal de Abel Gance, también con sus cuatro horas; pero sí que podríamos considerarlo «cine de cámara», esto es, un cine de espacios cerrados en los que se conjura para vengar a un jefe de samuráis que ha sido condenado a hacerse el harakiri, por agredir a un rival que lo injuriaba, y hacerlo por la espalda en el transcurso de una ceremonia en dependencias gubernamentales. Nadie discute la sentencia, pero sí que el agresor, de quien arranca el movimiento verbal denigrativo que desata la agresividad del condenado, salga incólume de la pendencia.

         Contra la lógica de la obediencia debida, uno de los samuráis que dependían del señor condenado decide tramar la venganza, y hace firmar a los samuráis como él un pacto de sangre para que el rival tenga la venganza que merece.

         ¡Qué bien interpretó Jean Pierre Melville el código de los samuráis en su película El silencio de un hombre! Puede decirse que toda la película es la larga gestación de la venganza, pero pasan las estaciones, los años y todo parece haber caído en el olvido, aunque sigue vigente la búsqueda de la ocasión, lo que, de producirse la venganza deseada, va a acarrear el harakiri obligado para todos los conjurados. Claro que hay historias paralelas que «acompañan» esa larga espera, e incluso la de una doncella que decide vestirse de soldado y ser admitida como aspirante a samurái, pero, por lo general, las reuniones largas y con escasísimo diálogo lo que nos permiten es imbuirnos de ese espíritu de «clan» que no se considerará satisfecho hasta vengar a uno de los miembros del mismo injuriado tan gravemente.

         Las escenas colectivas tienen un mucho de ritual en el que todos saben cuál es lugar y sus obligaciones, y la lenta vida de la aristocracia guerrera japonesa se despliega ante nosotros con el encanto añadido de un vestuario fastuoso, sobre todo el femenino, y nosotros seguimos esas evoluciones dentro o fuera de las casas en estrechísimo contacto con la naturaleza, como si el tiempo se hubiera detenido.  Sigue latiendo, en la sombra sorda, el retumbar estentóreo de la venganza diríase que eternamente pospuesta, pero sabemos que ha de llegar, aunque ignoramos si llegaremos a contemplarla, porque el estridente título, La venganza de los 47samuráis, promete una acción que jamás aparece en escena, ¡y esa es la gran virtud de la película!, el acercamiento oblicuo a la satisfacción de una deuda de honor en la que uno empeña la propia vida, a sabiendas, y con pleno conocimiento. ¿Es una película lírica? Eslo. ¿Es una película poética? Lo es. ¿Conocemos mejor, tras su visionado, el código de honor samurái, tradicional del Japón? Lo conocemos.

         Hemos de despojarnos de ciertos prejuicios occidentales sobre el ritmo, el movimiento, la acción y, sobre todo, la ley de las tres características narrativas: planteamiento, desarrollo y desenlace. Desde el comienzo conocemos el desenlace, y nos acercamos a él, sin embargo, con eterno agradecimiento a Mizoguchi por la vereda hermosa por la que nos ha llevado durante tantas horas. Insisto: se trata de una película solo apta para incondicionales de la cultura oriental y del cine japonés en particular. Choca con nuestra mentalidad que hasta la ira admita la conveniente ritualización; que, en ningún momento, los samuráis amigos den rienda suelta a su necesidad de reparar el daño, de satisfacer la más humana de las necesidades: la venganza. La preeminencia del código frente a la espontaneidad de las reacciones humanas es de lo que nos habla la película. De alguna manera, y a pesar de las diferencias culturales, no habría de sernos un código ajeno, porque ya Ramon Llull en su Llibre de l’orde de cavalleria fijaba no pocas de esas características como el ornato sustancial del caballero medieval, del mismo modo que algunos siglos después Baltasar de Castigliones en El cortesano, trazaría las del caballero humanista.

         La película discurre con la morosidad de una vida sujeta a pautas muy medidas y protocolos muy estrictos, pero incluso así le es dado al espectador observar las pasiones que se agitan en el interior de esos seres que no se permiten, como quien dice, una voz más alta que otra y una acción fuera del orden establecido: ¡todo un cursillo sobre una de las figuras tradicionales de la cultura japonesa!

         Los amantes crucificados es una obra de madurez, a diferencia de La venganza de los 47 samuráis, y sigue la orientación de la crítica social que practicó el autor en sus postrimerías. Si la he asociado con la anterior es porque la película es una adaptación a la pantalla de la obra de un autor del siglo XVII, Chikamatsu Monzaemon, a quien los japoneses consideran su Shakespeare particular. La crucifixión, entonces, fue la modalidad de pena capital que sufrían los amantes que incurrían en adulterio. ¡Y a fe que es escalofriante, de pura emoción estética, la aparición de la imagen de dos de ellos en medio de la trama, como una prolepsis! La historia es muy prosaica y tiene que ver con la empresa de calendarios que rige un hombre que tiene en su nómina al mejor artista creador de calendarios que se venden en todo el país, la capital y la Corte incluidas.  Mohei, a quien ni siquiera respetan que pueda caer enfermo, pues lo obligan a atender a los clientes y a trabajar después en un diseño especial para un cliente exigente, es el creador que ha permitido al empresario tanto éxito comercial. Vive en la misma casa que los dueños, que es, a su vez, la sede de la empresa en la que decenas de trabajadores se afanan en la confección de esos calendarios que nutren las necesidades del país. La esposa del dueño, Osan, tiene un hermano que, por pecar de artista, se dedica a la vida muelle y confía siempre en que los préstamos de su hermana lo saquen de las deudas que contrae. El problema es que la pobre mujer no sabe ya de dónde sacar el dinero sin que su marido o sospeche o se lo niegue, y, por eso, recurre a Mohei para que o bien interceda por ella ante el marido o bien, como administrador de la empresa que es, aparte de dibujante, se lo consiga. Y en esa acción tan fútil se asienta un drama pasional intensísimo que nos mostrará el calvario que, por una falsa acusación de adulterio, habrán de sufrir los protagonistas. La vida en el interior de la casa, con el bullicio de los trabajadores, las entradas y salidas del servicio, con ese trajín constante de puertas correderas que se abren y cierran, una de las características de la arquitectura japonesa: no hay puertas de bisagras: todas son correderas, pone de relieve una suerte de caos ordenado en el que todos saben cuál es su lugar y cuáles sus límites, aunque Mohei, le cueste lo que le cueste, está dispuesto a traspasarlos por el respeto y el afecto que le tiene a la mujer de su amo. Lo que no esperaba él es que, cuando está firmando unas hojas en blanco con el sello del amo, sea observado por un trabajador que le reclama una comisión por guardar silencio. Frente a ese chantaje, Mohei opta por lo que dicta la honestidad: confesárselo a su amo. A partir de ese momento, porque la mujer no soporta la incredulidad y agresividad de su esposo y decida irse de casa, se inicia un periplo de huida de los falsos amantes que, ¡y cómo podía ser de otro modo!, acaban descubriendo y aceptando un amor que habían ocultado por la dispar situación de cada cual y por la rigidez de la vida social, que hubiera hecho imposible que se manifestara sin el castigo correspondiente. 

         Sí, estamos ante un potentísimo melodrama, no exento de tintes costumbristas, que satisfará, a mi leal entender, a todos aquellos seguidores de Sirk y Ophüls que a esta película tan hermosa se acerquen, llena de detalles en la composición de los planos, tanto interiores como exteriores, que complacerán al espectador más exigente.

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