Excelente parodia de Grease y el cine juvenil y musical de los 50, ¡tan inspirada como el original!
Título: Cry Baby
Año: 1990
Duración: 89 min.
País: Unidos Estados Unidos
Dirección: John Waters
Guion: John Waters
Música: Patrick Williams
Fotografía: David Insley
Reparto: Johnny Depp, Traci Lords, Willem Dafoe, Amy Locane, Susan
Tyrrell, Polly Bergen, Iggy Pop, Ricki Lake, Kim McGuire, Troy Donahue, Joey
Heatherton, David Nelson, Patty Hearst, Joe Dallesandro.
Empecemos por donde no se suele. Siempre
me ha parecido un abuso de la industria que se silencien los nombres de quienes,
en películas musicales, les dan la voz a los intérpretes que las protagonizan.
Es el caso de este musical en el que el Depp interpreta a la perfección las
canciones que canta James Intveld, a quien se le debe el mérito musical de las
mismas. Exactamente lo mismo ocurrió con la celebérrima Los paraguas de
Cherburgo, donde Danielle Licari asumía la importantísima parte musical
(¡toda la película!) que le correspondía a quien como Catherine Deneuve se limitaba
a gesticular muy convincentemente, y José Bartel la que le correspondía a Nino
Castelnuovo, el coprotagonista.
Hecha esta precisión, que es de riguroso
cumplimiento para quienes, ¡en un musical!, reconocemos a los verdaderos intérpretes
como el «alma» de la «fiesta», pasemos ya sin más a verter los elogios que esta
película del inclasificable John Waters, un director en el que se reflejó
descaradamente Almodóvar desde sus inicios, merece con creces. Cry Baby
es una película paródica, en efecto, como lo fue Hairspray, cuatro años
antes, pero debajo de la intención genérica late una admiración honesta y verdadera
hacia no solo el género musical, sino hacia el rock, en este caso, y hacia una
época que el propio autor vivió de niño y a la que vuelve con ese punto de
nostalgia por lo vivido que acaba dándole un encanto especial a la obra. Como
en la época de los modos y los rockers, ahora son los pijos y los
fracasados los que se enfrentan a raíz de un súbito enamoramiento que rompe
todos los esquemas, porque la niña pija se enamora del casi delincuente juvenil
number one, y viceversa. A partir de aquí, se nos describe musicalmente
a ambas partes en dos ambientes radicalmente distintos, pero muy conseguidos,
ambos y se inicia una guerra que acabará ante el juez, con el peligroso joven
en la cárcel hasta que cumpla 21 (¡27 tenía el guaperas Depp en la película!) y
los demás moviendo cielo y tierra para sacarlo del trullo, algo que se consigue
cuando el juez se enamora de la abuela de la niña, quien, sorpresivamente,
acaba posicionándose del lado del joven intrépido y resultón. En realidad, da
igual el argumento, incluso, porque de lo que se trata es de agigantar la
parodia, para que la distorsión cómica haga irrelevante lo que sucede y nos
podamos fijar en los números musicales y en la coreografía ad hoc que
los «ennoblece» para conseguir lo que el director se proponía: una película
musical que, fiel a la convención del género, se centra exclusivamente en los números
que se suceden en pantalla, independientemente del hilo argumental que los une.
Y de ahí las exageraciones, la puesta en escena y la exhibición de una puesta
en escena inmaculada, con un estilismo que recrea fielmente la segunda mitad de
los años 50. Waters, que es muy suyo, introduce cierto «veneno» a través del reparto
y los personajes escogidos, que se retratan todos en la vista juidicial, como
la aparición de la actriz porno Traci Lords, la ex “terrorista” Patty Hearst,
el exsexy symbol Joe DAllesandro, la inclasificable Kim McGuire o el
casi cameo de un sorprendente Willem
Dafoe como carcelero, así como la presencia estrambótica de Iggy Pop como novio
de la abuela del protagonista Cry Baby…, y sin lanzar ni un alarido musical,
que ya tiene mérito…
No sé si nos movemos en el ámbito de lo
kitsch, de lo trash o de lo freaky, pero lo cierto es que a
Waters le ha salido una película redonda que se ve con gusto, una vez que uno
acepta la petición de principio paródica en la que se basa. No se trata tanto
de ir buscando la correspondencia exacta con Grease, de Randal Kleiser,
sino de tirar de memoria para recordar todos los estereotipos de las películas
de ambiente juvenil, musicales o no, de los años 50, porque, como en Rebelde
sin causa, de Nicholas Ray, una obra «mayor» en relación con esta que nos
ocupa, también aquí aparece el «juego del gallina», perfectamente intercalado
en la trama y en el número musical que corresponde.
Hay, en la película de Waters un ritmo
sorprendente y una seria muy afortunada de gags que arrancan incluso la
risa de los espectadores, a poco que se sea generoso para con golpes tan bien
encajados en la trama, como el rescate de los hijos de la hermana embarazada de
la protagonista, una inclusa donde exhiben a los niños para que sean adoptados
como si se tratara de las prostitutas en el clásico barrio rojo de Ámsterdam,
destacando las habilidades domésticas de cada uno de ellos.
Por cuanto llevo dicho, no es difícil
advertir el tono delirante que impregna el desarrollo de la trama, pero ya he
hecho referencia, también, de los elementos cinematográficos que los elevan a
la categoría de magnífico musical que conviene no rechazar ni de antemano, por
lo que se haya oído de él, ni a las primeras de cambio, en las secuencias
iniciales, porque a quienes resistan les espera un divertimento de primera…
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