Título original: El Club
Año: 2015
Duración: 98 min.
País: Chile
Dirección: Pablo Larraín
Guion: Guillermo Calderón,
Daniel Villalobos, Pablo Larraín
Música: Carlos Cabezas
Fotografía: Sergio Armstrong
Reparto: Roberto Farias,
Antonia Zegers, Alfredo Castro, Alejandro Goic, Alejandro Sieveking, Jaime
Vadell, Marcelo Alonso, Gonzalo Valenzuela, Diego Muñoz, Catalina Pulido,
Francisco Reyes, José Soza.
Título original: Ema
Año: 2019
Duración: 102 min.
País: Chile
Dirección: Pablo Larraín
Guion: Guillermo Calderón,
Alejandro Moreno, Pablo Larraín
Música: Nicolas Jaar
Fotografía: Sergio Armstrong
Reparto: Mariana Di
Girolamo, Gael García Bernal, Santiago Cabrera, Giannina Fruttero, Catalina
Saavedra, Eduardo Paxeco, Mariana Loyola, Paola Giannini, Antonia Giesen,
Josefina Fiebelkorn, Susana Hidalgo.
La profunda versatilidad de un cineasta que no rehúye ni lo escabroso, ni la modernidad: dos películas sobre el Chile de siempre y el de hoy…
Al buscar
información sobre Larraín, después de acabar de ver dos de sus películas,
descubro que fue el director de Jackie, que tanto me gustó en su día,
aunque la vi para acompañar a mi Conjunta, porque, desde siempre, la figura de
la viuda de Kennedy y luego inexplicable señora de Onassis me había dejado
indiferente e incluso me atrevería a decir que no me caía particularmente bien.
El retrato que Larraín construyó en su película, sin embargo, era muy atractivo.
O sea, que, sin saberlo, andaba yo ya inclinado a su favor, críticamente… Vi el
tráiler de Ema y decidí ver la película porque en ese tobogán de imágenes que
pretenden alentar a ver la película había algunos ingredientes que me
fascinaban, como el uso del fuego y el de las coreografías, en mi condición de
veterano aficionado a los musicales. Advierto al lector/espectador de que esos
tráilers se montan, a veces, con mayor habilidad de la que se tuvo para montar
la propia película, y se puede «engañar» a los «clientes» con suma facilidad. El
paradigma de lo que ahora destaco ha sido, para mí, desde que lo vi, el «corto»
fabuloso que anunciaba Eyes wide shut, de Kubrick. Salí del cine
deseando que llegara el día de su estreno. Y pocas películas me han
decepcionado tanto, en función de mis expectativas, como esa.
El club
es una película que ya quise ver en su momento, a pesar de lo claustrofóbico
del proyecto, pero no me animé porque ese submundo amoral de los sacerdotes gravemente
pecadores desde la óptica vaticana siempre me ha producido desasosiego, en
parte porque los considero víctimas de su Teocracia y en parte por su cobardía
para renunciar a su «profesión» y afrontar el futuro sin otro poder que el de
sus propias habilidades, como ha hecho recientemente el ya exobispo de Solsona.
Cuatro curas castigados por las autoridades eclesiásticas expían sus pecados en
una casa «llevada» por una monja que ha establecido con ellos una suerte de
complicidad que les permite vivir no solo con tranquilidad, su máxima aspiración,
sino un aliciente menor como el de competir en carreras de galgos para sacarse
unos dineritos para sus caprichos, bien pocos, la verdad. La llegada de un
nuevo interno y un supervisor les trae, así mismo, la presencia de una víctima
del recién llegado, un joven de relativas escasas luces que fue violado por él,
quien protesta a voz en grito delante de la casa, del «club» de indeseables, dicho
en los términos de la película. El «club» está ubicado en lo alto de una colina
que domina una playa donde se dan cita algunos surfistas y donde uno de los
curas entrena a su galgo con no poco de endiablado engaño para ponerlo en
forma. La vida mínima que llevan en la casa, con rígidos horarios que no les
dejan mucho tiempo libre —la hermana lo detalla cuando le da las instrucciones
al recién llegado—, contrasta con la vida máxima de los pecados cometidos, de
los cuales poco o nada arrepentidos están los miembros del «club», excepto el
recién llegado, quien, cuando le facilitan una pistola para que dispare al aire
y asuste a su denunciante, quien está creando un serio conflicto en la
barriada, lo que hace es salir y, frente a la pobre alma sodomizada, se vuela
la tapa de los sesos. La indagación del supervisor pretende esclarecer el
suicidio y ahí es cuando la monja se planta contra él, porque la intención de
las autoridades eclesiásticas es cerrar ese centro y diseminar a los curas por
otros, lo que implica otro destino para la monja, quien está perfectamente
donde está y se resiste a perder ese «privilegio». La película está dominada
por la sutileza de los recursos psicológicos que emplean todos los personajes
en sus luchas dialécticas con los otros, para defender lo que consideran un statu
quo que no les gustaría ver alterado de ninguna de las maneras. Pocas voces más
altas que otras, excepto las de la víctima, quien, con una cantinela de ser de
pocas luces, es el único que describe con sus nombres reales, la sexualidad que
le forzaron a vivir y que ha acabado asumiendo como la única posible, como lo
demuestra la cruda escena en la que
intenta tener relaciones con una mujer. La fotografía en más negro que blanco
confiere a la película una atmósfera muy cercana a lo que metafóricamente puede
representarse como la lucha de la luz contra las tinieblas. El club se nos presenta a medio camino entre el documento,
esas casas de «retiro forzado» existen, y las películas de terror, y de hecho,
hay no poco de las segundas en la segunda parte de la película, lo cual es
reflejo, sin duda, de ese otro terror metafísico al que están sometidos los
personajes ante el tribunal de su propia conciencia, por más que, cuando el espectador
comienza a conocerlos, se da cuenta de que allí no hay ningún «pecador» y que
todos creen haber obrado con total rectitud, inspirados por el amor a dios y a
los hombres o a los niños, como el sacerdote culpado de entregar niños que las
madres no querían a otros matrimonios, niños «robados» en última realidad. La
película tiene un ritmo endiabladamente sosegado, como corresponde a quienes
son movidos por la obediencia, aun no aceptando su particular «rebeldía», pero
la irrupción de la víctima les presenta un desafío que va a dar un giro
insospechado a la película y la va a acercar, con total fundamento, a ese
género de terror al que me refería. Pero me está vedado decir nada más. Si
acaso, que todas las interpretaciones son extraordinarias, sobre todo la de la «monjita»
—la víctima siempre habla de los «curitas», por ejemplo—, Antonia Zegers, un
prodigio de sutileza dialéctica y de interpretación minimalista, con altísimas
dosis de ambigüedad. Es difícil, para el espectador, tomar partido en esta película,
quizás porque advierte que el realizador, Larraín, ha sido lo suficientemente
habilidoso como para transferirnos esa necesidad a la que él se ha hurtado.
Ante esas almas no atormentadas, pero de execrable conducta, pacíficas, sin
embargo, en su monótono retiro que altera radicalmente la llegada del nuevo
novicio y de su víctima, nos quedamos en una suerte de limbo de la empatía que
nos incomoda, como lo hacen todas aquellas películas en las que no podemos escoger
«bando». Esa es una de las grandes virtudes de la película, amén de una
realización en la que no se da puntada sin hilo, plano sin intención… Larraín
ha realizado una película llena de turbios asuntos humanos encarnados en
personas dedicadas a los asuntos divinos, pero ha sabido construir, sobre todo,
una atmósfera y una magnífica película de terror, porque la casa sobre la
colina, con la playa a sus pies, evoca esos grandes caserones del cine de
terror que albergan fantasmas o malvados espíritus vengativos; la de El club
alberga dóciles ánimas en pena que asumen sus nefandos pecados, pero no se
sienten abrumados por ellos. De hecho, el supervisor que intenta conocerlos
sufre una curiosa evolución que se resuelve en el sorprendente final de una
película tan valiente como desafiante y nada fácil de ver para el espectador,
aunque, como a mí me ha pasado, he acabado agradeciendo que la haya realizado y
que haya llegado a las pantallas, no solo porque, como ya pasara con Spotlight,
de Tom McCarthy, los abusos de los religiosos han de ser conocidos y llevados a
juicio, sino, sobre todo, por la magnífica puesta en escena, interpretación y
realización de esta película.
Ema es
la antítesis de El club, porque pasamos de un modo de justicia endogámico
y desconocido del gran público a la vida de una pareja, un coreógrafo y una
bailarina, en un Valparaíso fotografiado con un curioso mimo y en el que los personajes
tienen unas vidas que parecen representar el no va más de la modernidad
chilena, sobre todo por lo que al modo de entender el arte y la sexualidad se
refiere. La historia está contada, además, de tal manera que tardamos lo
nuestro en pasar del desconcierto por lo que vemos al perfecto guion trazado
por Ema para «recuperar» a su hijo adoptivo. Antes de seguir he de reconocer
públicamente que nos fue preciso utilizar los subtítulos en español para ver
una película chilena, no tanto por el desconocimiento del léxico, aunque hay
muchos localismos, sin duda, cuanto porque parece que en Chile siguen la misma
tónica que muchas películas españolas: no vocalizar, lo que, sumado al registro
en directo del sonido, da como resultado lo que a nosotros nos pasó: sin los
subtítulos nos hubiéramos perdido como las tres cuartas partes de los diálogos.
No sé si es lo mejor para nuestra lengua, desde luego, pero ahí queda la
anécdota. Me recordó al comienzo de Amores perros, de González Iñárritu,
buena parte de cuyos primeros minutos salvo el “güey” reiterado, mec costó
horrores entenderla. Curiosamente, el protagonista de ambas es el mismo Gael
Bernal. Aquí ya bien madurito y encarnando a un coreógrafo estéril que pretende
construir arte con la danza, y alejarse del reguetón popular que domina incluso
a su mujer, primera bailarina de la compañía. Dada su reconocida infertilidad,
la pareja adopta un hijo, pero, instruido por la madre adoptiva en el amor al
fuego y a los lanzallamas caseros, el niño acaba quemando la mitad de la cara
de su tía, la hermana de la protagonista, y la pareja se ve obligada a «devolver»
la criatura quien es dada en adopción a otra pareja. A partir de esa situación,
el conflicto entre ambos esposos está servido, pero se acabará extendiendo
también a su vida profesional y sexual, tres ejes narrativos que se van
superponiendo a través fe la película, sin saber el espectador a dónde se
dirigen los pasos de la protagonista, aunque los seguimos no solo con
curiosidad, sino también con extrañeza, porque nos habla de una realidad
chilena muy diferente de la tradicional que conocemos. En primer lugar, por la
abierta y natural descripción de un club lésbico que suma a su sexualidad un
amor por el baile inspirado en el reguetón que se opondrá a las coreografías modernas
del «esteta» para quien casi todas ellas trabajan. La película, así pues, se
vertebra, en parte, a través de coreografías espléndidas, tanto las exquisitas
del coreógrafo, con una puesta en escena muy esmerada, como las urbanas de la
protagonista y sus amigas en rincones de la ciudad perfectamente escogidos.
Valparaíso queda muy bellamente retratada en la película y, sin duda, contribuirá
a su potenciación turística, aunque en modo alguno sea ese uno de los objetivos
de la película. El eje narrativo de la devolución de la criatura sí que lo
viven ambos esposos como lo que es: un drama. De hecho, cuando el
enfrentamiento dentro de la pareja llega a su cénit, esa situación incluso se
comenta en unos de los ensayos de la compañía; del mismo modo que se comenta en
el trabajo auxiliar que la protagonista realiza en un colegio como profesora de
expresión corporal y aparece el tema en una reunión del claustro de profesores.
En realidad, poco más puedo decir sobre la película sin chafarle a los
espectadores su original desarrollo, como si la película girara hacia el género
de la intriga, pero sin la variante criminal. El hermetismo expresivo de la
protagonista, con una enorme capacidad de seducción que acaso no acaben de ver algunos
espectadores, como este que escribe, va a tomar unas iniciativas cuya
coherencia no descubriremos hasta el final de la película, pero como el camino
hasta ese final está lleno de magnificas escenas de todo tipo, sexuales,
musicales, dramáticas, sentimentales…, bien merece la pena recorrerlo. Claro
que le pido al espectador que confíe en mi criterio, pero si me hace caso, me
imagino que la película no le defraudará. Sí que hay cierta deriva hacia el
retrato de las tribus urbanas que pueden gustarnos más o menos, pero ello está
al servicio de una historia de redención que merece la pena. Larraín ha
cambiado totalmente de orientación temática, pero su habilidad narrativa es muy
poderosa y sabe extraer de sus protagonistas lo máximo: Gael Bernal no necesita
ningún elogio de su buen hacer, porque siempre lo acredita, incluso en alguna
película tan floja como La ciencia del sueño, de Michel Gondry. Mariana
di Girolamo, sin embargo, «construye» un personaje lleno de dureza,
sensibilidad y pasión por el fuego, capaz de cualquier cosa, incluso de lo que
más le gusta, sobre todo, para conseguir el objetivo que se ha propuesto. La
determinación de la protagonista que encarna, unido a su mutismo y su capacidad
para la estrategia son toda una sorpresa para quienes van asistiendo al
progreso de la película sin saber exactamente hacia dónde se dirige, lo cual añade
un interés evidente a la acción. Muy sorprendente, esta película de Larraín,
sin duda, pero admirable.
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