miércoles, 6 de octubre de 2021

«El telón de acero», de William A. Wellman y «Carrie», de William Wyler o el magisterio genérico.

Título original: The Iron Curtain (Behind the Iron Curtain) aka

Año: 1948

Duración: 87 min.

País:  Estados Unidos

Dirección: William A. Wellman

Guion: Milton Krims. Historia: Igor Gouzenko

Música: Alfred Newman

Fotografía: Charles G. Clarke (B&W)

Reparto: Dana Andrews, Gene Tierney, June Havoc, Berry Kroeger, Edna Best, Stefan Schnabel, Nicholas Joy, Eduard Franz, Frederic Tozere

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Título original: Carrie

Año: 1952

Duración: 118 min.

País: Estados Unidos

Dirección: William Wyler

Guion: Ruth Goetz, Augustus Goetz. Novela: Theodore Dreiser

Música: David Raksin

Fotografía: Victor Milner (B&W)

Reparto: Laurence Olivier, Jennifer Jones, Miriam Hopkins, Eddie Albert, Basil Ruysdael, Ray Teal, Barry Kelley, Sara Berner.

 

       Un sobrio thriller de espionaje que inaugura la Guerra Fría y un drama romántico conmovedor.


         Si en la variedad está el gusto, también en ella está la maestría en una profesión, porque en un arte lleno de géneros, como el cinematográfico, «encasillarse» puede ser la muerte de un autor. Es cierto que hay directores más dotados para este o aquel género, está claro, pero los grandes cineastas han demostrado saber fajarse con cualquier historia encuadrada en el género que fuese, sin importarles lo más mínimo que, como solíamos decir de niños, fuera una «de espías», «del oeste», «de miedo», «policiaca», «de aventuras» o “de amor”… Esa es la razón por la que junto dos películas tan distintas entre sí de dos autores, Wellman y Wyler, ambos Guillermos…, que cultivaron géneros tan diversos.

         El telón de acero, rodada en 1948 a escasos años del final de la Segunda Guerra Mundial y cuando aún la Unión Soviética no se había convertido en el villano por excelencia para las democracias liberales de Occidente, es la primera película de espías que, basándose en un caso real, alertaba del peligro de la infiltración soviética a todos los niveles en esas sociedades democráticas con el fin no solo de conseguir información, sino de ir minando sus institución es y predisponiendo a las masas a favor del internacionalismo proletario. Sí, por descontado, estamos ante una película ideológica que adquiere, sin embargo, el envoltorio formal de un thriller estupendo, lleno de encuadres afortunados que nos muestran a la perfección no solo el mundo por dentro de la Unión Soviética y sus «compañeros de viaje» occidentales, sino, y sobre todo, las contradicciones de unos personajes que saben ver por sí mismos y reconocen inmediatamente la alienación a la que están sujetos, algo que se inicia en la reflexión de la mujer del agente ruso, un descifrador de mensajes, que es enviado a trabajar a la embajada soviética en Canadá, cuando le dice a su marido que se niega a ver a  la hospitalaria y amable vecina de apartamento de la pareja, que incluso cuida del hijo que ambos acaban de tener, como una «enemiga» con la que su marido le ordena no «confraternizar», no estrechar ningún tipo de lazo emocional ni de ningún tipo. La firmeza del hombre, que nunca se ha planteado ninguna reflexión como la de su mujer, tiene una respuesta que escalofría: Hemos de tener confianza en nuestros líderes. La película, muy realista, revela el modus operandi de la inteligencia soviética y sus extraordinarias medidas de seguridad, pero nada de ello valdrá frente al «factor humano», cuando el obediente agente descifrador llegue a la misma conclusión que su esposa y decida que su futuro, y sobre todo el de su hijo, está mejor garantizado en un país libre, no en la Unión Soviética. El proceso de conversión del agente es paralelo a la exhibición del proceso de captación de amigos de la Revolución para convertirse en informantes y colaboradores del espionaje soviético. Tantas luces y sombras necesitaban lo que la película nos da: una estética de thriller lleno de claroscuros, de pantallas de mesa que iluminan tenuemente los espacios, de citas de seguridad, de personajes ambiguos y de unas relaciones de poder siempre pendientes del «capricho» de Moscú, que quita y pone fidelidades o enemistades. La película, rodada en Canadá, en invierno, tiene exteriores magníficos, siempre captados con encuadres en los que se advierte la firmeza de las instituciones democráticas, como las tomas del Palacio de Justicia o del Parlamento, frente a las sombras clandestinas que se agitan en la penumbra para acabar con el sistema. El caso de Igor Gouzenko, en el cual se basa la película, fue el primero de lo que luego se conoció como La Guerra Fría, un enfrentamiento que duró hasta la caída de la URSS y que, ahora con Putin, antiguo director de la policía secreta soviética, parece renacer con cierta fuerza, dadas las interferencias de Moscú en los procesos democráticos de diversos países e incluso en la insurrección del nacionalismo catalán, por ejemplo. La pareja protagonista, Dana Andrews y Gene Tierney, trata de repetir el éxito de Laura, de Otto Preminger, y se ha de reconocer que sus actuaciones son muy buenas, sobre todo la de Andrews, que carga con el papel principal, pero se trata de dos películas muy diferentes. En esta, por ejemplo, la voz en off es la de un patriótico narrador que exalta los valores democráticos, frente a la voz literaria y compleja de la película de Preminger. La película consigue crear una tensión excepcionalmente bien llevada, porque la peregrinación del «espía» por las instituciones canadienses no surte el efecto que él pensaba que la calidad de la información que ponía a su disposición exigía. Ello permite mantener en vilo constante la atención del espectador casi hasta el momento final. A pesar de los pesares, no deja de haber un peculiar sentido del humor que aparece aquí y allá a lo largo de esta película a la que se le superpone, sin demasiado énfasis, un intento de acercarla al género documental, como si se dudara entre contar una historia o hacer una película de propaganda. El escollo se salva y lo que queda es una historia en la que Andrews brilla a gran altura y Wellman consigue un thriller de espionaje insólito hasta ese momento por la veracidad minuciosa de la trama.

         Carrie, de William Wayler, autor extraordinario en no pocos géneros, Brigada 21, La heredera, Ben-Hur, El coleccionista, adapta al cine un melodrama romántico de Theodore Dreiser, y lo hace con dos actores muy distintos, Laurence Olivier y Jennifer Jones. Diríase que poca química pudiera esperarse que surgiera entre ellos, pero como el peso de la historia recae en el personaje de Olivier, ha de reconocerse que este hace una interpretación sólida, brillante, que si no opaca la de Jones, salva, al menos, la aparente desconexión entre ambos. La historia de una joven ambiciosa que quiere abandonar el medio rural para instalarse en la gran ciudad, Chicago, con la intención de aspirar a disfrutar de las bondades de la misma, de sus lujos y ofertas de distracción se va a entretejer con la de un corredor de comercio que le da su tarjeta para que recurra a él en caso de necesidad y la del gerente de un restaurante que está malcasado, con dos hijos ya mayores, y que acaba enamorándose de la joven a quien el corredor de comercio ha invitado a comer en su restaurante, después de que ella fuese despedida de su humilde trabajo como cosedora de zapatos y harta de que su hermana y su cuñado se quedaran con casi toda su paga para pagar su alojamiento y manutención. Instalada como amante del viajante de comercio, la joven se debatirá entre la fidelidad del ausente, en cuyo piso vive instalada, y el apasionado amor romántico de un pobre de espíritu, apocado, que en ningún momento le revela a la joven cuál es su condición civil. La historia da un giro espectacular cuando él se queda con 10.000 dólares que no le ha dado tiempo a volver a guardar en la caja fuerte, cuya abertura está programada para el día siguiente, y, con la firme declaración a su enamorada de que ya ha conseguido el divorcio, se monta en un tren a Nueva York para vivir con ella a todo lujo en un hotel de primera y regalarla con todos los lujos que ese dinero robado le permiten ofrecerle. La aparición de un agente de seguros que exige la devolución del dinero pudiera haber significado el fin de la aventura, pero, enamorada profundamente de su benefactor, la protagonista acepta compartir con él la dura prueba de la pobreza en que ambos caen. Esta segunda parte de la película es la que convierte el melodrama en un gran drama, porque la degradación social del protagonista recorre toda la escala hasta la más absoluta pobreza, hasta la miseria. La protagonista, sin embargo, por un capricho de la Fortuna, comienza a abrirse paso en el show business, recorriendo un solitario camino inverso al de su amante. Mucho antes, se ha presentado en casa de ambos la esposa de él exigiendo que firmara la venta de la casa para facilitarles dinero a sus hijos. El se resiste si ella no accede a concederle el divorcio, lo cual hace, y permite que los amantes se casen, pero no impide que se acaben separando cuando las expectativas laborales de él lo acerquen al lado más oscuro de la sociedad. ¿Se reencuentran ambos después, cada uno en un escalón distinto de la escalera social? Eso es algo que tendrá que ver el espectador, quien espero que haya seguido este drama «de época», perfectamente ambientado, con una puesta en escena impecable y con un vestuario de lujo, con el mismo interés y emoción con que yo lo seguí.

         He aquí, pues, dos muestras extraordinarias de un mimo genérico en directores que se movieron con mucha soltura y pericia por buen número de ellos. Disfrútenlas.

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