Título original: Flesh
Año: 1932
Duración: 96 min.
País: Estados Unidos
Dirección: John Ford
Guion: Leonard Praskins, Edgar Alan Wolfe, Moss Hart, William Faulkner. Historia: Edmund Goulding
Música: Alfred Newman
Fotografía: Arthur Edeson
(B&W)
Reparto: Wallace Beery, Ricardo Cortez, Karen Morley, Jean Hersholt,
John Miljan, Herman Bing, Vince Barnett, Greta Meyer, Edward Brophy, Ward Bond.
Título original: The Long Gray Line
Año: 1955
Duración: 138 min.
País: Estados Unidos
Dirección: John Ford
Guion: Edward Hope
Música: George Duning
Fotografía: Charles Lawton
Jr.
Reparto: Tyrone Power, Maureen O'Hara, Ward Bond, Donald Crisp, Robert
Francis, Betsy Palmer, Harry Carey Jr., Peter Graves, Phil Carey.
Título original: The Wings of Eagles
Año: 1957
Duración: 107 min.
País: Estados Unidos
Dirección: John Ford
Guion: Frank Fenton, William Wister Haines
Música: Jeff Alexander
Fotografía: Paul Vogel
Reparto: John Wayne, Maureen O'Hara, Dan Dailey, Ward Bond, Ken Curtis,
Sig Ruman, Edmund Lowe, Kenneth Tobey.
Un intenso melodrama
emotivo y dos desiguales películas de exaltación patriótica vistas, eso sí,
desde la mirada singular de un genio del cine.
Siguiendo la maravillosa ruta de la
contemplación de la obra completa de John Ford, les toca hoy el turno a tres
películas que me regalé las pasadas Navidades y que, contra pronóstico, dado el
tema bélico de dos de ellas, han resultado más estimables de lo que en
principio parecían, exceptuando el «misterio» de Flesh, de una época muy
temprana, en comparación con las dos cintas bélicas. Un misterio que debía
resolver durante el visionado de la misma, y que me ha deparado una mayúscula
sorpresa por el poder de Ford para contarnos una historia en cuyo elenco de guionistas figura
William Faulkner y cuyo autor fue Edmund Goulding, el director de películas tan
«poderosas» como El callejón de las almas perdidas, recientemente
versionada por Guillermo del Toro, y Servidumbre humana, por ejemplo,
esta última una de las tres películas que se rodaron sobre la novela de Maughan:
la primera, de 1934, Cautivo del deseo, es de John Cromwell y la última,
de mismo título, de Ken Hughes. Quizás algún día fuera instructivo una revisión
de las tres para hacer las debidas comparaciones, pero, al menos desde la
memoria, la de Cromwell, con una insuperable Bette Davis, me sigue pareciendo
la mejor.
Carne, de tan rudo como
expresivo título, nos cuenta una historia que se inicia en Alemania, donde una
mujer sale de la cárcel para darse cuenta de que el bribón de quien se ha
enamorado perdidamente está dispuesto a dejarla en la «estacada» y marcharse
solo a Usamérica, gracias a una confusión que explotará a lo largo de la historia.
Antes de eso, la joven (relativa), una excepcional Karen Morley, con una voz
desgarrada que casa a la perfección con el egoísmo propio de los supervivientes
en la lucha por la vida, cena espléndidamente en un restaurante en el que uno
de los camareros es, al mismo tiempo, un campeón de lucha libre que ameniza con
sus peleas a los asistentes al local. Una vez que se percata de que han
retenido a la mujer porque no puede pagar la factura, él interviene y se hace
cargo de la misma. Al cerrar el local, la joven se le acerca a darle las
gracias. Cuando el luchador descubre que ella no tiene dónde pasar la noche, él
le ofrece su casa y, ante la intimidatoria ronda nocturna de un policía, ella
acepta el ofrecimiento. Más tarde, cuando aparece el compinche, el boxeador los
sorprende en acaramelada posición de la que salen con la invención de que se
trata de su hermano, lo que al luchador le emociona tanto que, posteriormente,
hasta será capaz de endeudarse para pagar la liberación de la cárcel del «hermano»,
Nick, quien, cuando sabe que su «chica» está embarazada, la deja en Alemania,
tras pedirle a Polokai para volver a Usamérica para cuidar de su madre.
Abandonada en Alemania y sin otro plan de vida alternativo, Laura, la
protagonista, decide aceptar el matrimonio con el luchador, y acaba teniendo un
hijo que Polokai, en una debilidad notable del guion, acepta como suyo, porque
es incapaz de percibir que, aunque él represente la bondad absoluta con
milagrosa ausencia de cualquier inclinación malvada, a su mujer le inspira una
repulsión imposible de vencer. Todo el afán de ella es seducirlo para viajar a
Usamérica, algo que Polokai acaba aceptando para convertirse en campeón del
mundo de lucha libre. La creación que hace Wallace Beery de «Polokai», con el
torpe inglés de un alemán de pocas luces incluido, es absolutamente memorable.
La capacidad de Beery para conmovernos es tan intensa como su desempeño para
las partes cómicas de la película, que haylas, como no podía ser menos en una
película de Ford, dotado como nadie para la comedia sin aspavientos ni énfasis
ridículos. Estamos ante un melodrama que asume ciertos tintes de cine negro
cuando Polokai cae, con el reencontrado «hermano» de su mujer, en las garras de
una organización mafiosa que amaña los combates para ganar en las apuestas. La
película, en un blanco y negro que es apreciable incluso en una copia tan
deteriorada como la que he visto, se construye, sobre todo a partir de planos
medios que nos acercan poderosamente el drama del egoísmo primario de la mujer
en contraste con la bondad e ingenuidad absolutas de la «bestia», de la masa de
«carne» que, finalmente, derivará hacia la tragedia cuando su mujer le abandona
con el niño porque esta se ha ido a vivir con el amante, quien, por segunda
vez, la rechaza, alegando que no puede mantenerla. A partir de aquí es mejor
que siga el espectador solo el desarrollo de un melodrama en el que, insisto,
el don de Ford para la comedia de costumbres se manifiesta en todo su esplendor.
Aquí cambiamos Irlanda por Alemania, pero los presupuestos narrativos y estéticos
son los mismos. La atmósfera del gimnasio y de los combates entran de lleno,
con total propiedad, entre las mejores escenas del cine negro. Recordemos que
Beery obtuvo un Oscar el año anterior con una película en la que interpretaba a
un campeón de boxeo, The champ («El campeón»), de King Vidor. Algunos críticos
relacionan esta película con El ángel azul, de Sternberg, pero, a mi
entender, está mucho más cerca de la historia tradicional de La bella y la
bestia, reescrita por muy diferentes autores y cuyo origen, probablemente,
se remonte a El asno de oro, de Apuleyo, libro hermoso y cautivador
donde los haya.
En Cuna de héroes retomamos el
universo irlandés de Ford ahora fusionado con el sueño usamericano y con el
acendrado patriotismo con que Ford enfocaba algunos de sus títulos bélicos,
aunque ello no significa que no hubiera una cierta crítica antibelicista de
fondo, como ocurre en esta cinta en la que se lamenta que tantos flamantes
cadetes de West Point sean enviados, como dice el personaje, directamente al
matadero, en un sacrificio que trunca las expectativas vitales de jóvenes llenos
de tanto ardor y fuerza como de amor a su patria. Ford retoma, en cierta manera,
la educación de las escuelas militares que retrató en El triunfo de la
audacia, con vistosos desfiles que también se reproducen en esta película,
rodada, con todas las facilidades, en las instalaciones de West Point, a cuya
gloria sempiterna se rodó la película. No deja de ser llamativo que Ford haya
escogido un personaje tan secundario como el sargento Marty Maher, instructor
de educación física de los cadetes, lo que incluía las clases de natación, para
contarnos una historia de una de las instituciones más prestigiosas
militarmente del nundo. De hecho, la película bien puede entenderse como una
celebración del entusiasmo de los emigrantes que aspiran a ganarse la vida en
Usamérica, país de aluvión por excelencia. En ese sentido, Marty Maher entra
como camarero en West Point, apenas dos años después de llegarla país y, a
partir de esa condición, que da pie a un retrato fundamentalmente cómico del
protagonista, se inicia la carrera
militar de Maher, quien acabó siendo una institución en West Point, donde sirvió
casi 30 años y continuó viviendo, jubilado, otros veinte. La película es un
larguísimo flashback que se inicia con la protesta de Maher ante el Presidente de
los Estados Unidos de América a causa del decreto que lo retira del servicio
activo. Estamos, pues, ante una película que abarca toda una vida y en la que
junto a un espléndido Tyrone Power aparece una estupenda Maureen O’hara en el
papel de novia y luego esposa irlandesa que bordó a la perfección en El
hombre tranquilo. Aquí, sin embargo, a diferencia de aquella otra película,
O’Hara reprime su temperamento y se acerca a su objetivo matrimonial a través
de la discreción distante, pero no altiva. Una vida da para mucho, y más si se
mezcla con las vidas de los cadetes, algunos de ellos tan estupendos como Philip
Carey, un secundario de lujo, y de ahí la sensación de que la película se haga
eterna, aunque el maestro Ford capta continuamente la atención de los
espectadores, tanto en la vertiente militar de la instrucción de los cadetes
como en cuanto a la vida estrictamente familiar del protagonista, sobre todo
cuando su padre y su hermano vienen de Tipperary, Irlanda, para instalarse con
él. Ahí el mundo irlandés de Ford brilla con plena autonomía, de tal manera que
casi parece que tengamos dos películas en una.
No hace falta decir que la historia de Marty Maher es representativa de
una devoción por la tradición, en este vaso usamericana, que casa a la perfección
con su devoción, a veces rayando en lo absurdo, de las costumbres irlandesas,
sobre todo por lo que se refiere a la preeminencia del padre en el seno familiar,
un Donald Crisp, Oscar por Qué verde era mi valle, que aquí resulta un
tanto afectado, al borde de la sobreactuación, si no cae en ella… Ver el glamur
de West Pont desde un escalafón tan humilde como el del sargento Maher y la
relación de afecto y disciplina que fue capaz de establecer con tantos cadetes
como a los que instruyó en sus muchos
años de servicio indica, por lo menos, que Ford escoge un punto de vista
excéntrico a la tradición y a la gloria de la institución, quizás para recalcar
mejor cómo esos valores de lealtad, honor y disciplina acaban encarnándose en
quienes pasan por la misma. El espectáculo cinematográfico de los uniformes con
las capas y de la marcialidad de los cadetes, fotografiado con un color lleno
de brillo, en el contexto físico de un campus tan extenso como el de la
Academia, añaden una dimensión fastuosa a la película. Hay en la disciplina
marcial no poco de coreografía, y Ford saca partido de ella en cualquier
momento, como cuando los cadetes, arriesgándose a ser pillados off limits
van a «rescatar» a «su» Maher de las temibles garras del alcohol tras el
fallecimiento de su único hijo varón, noticia que le llega en medio de la cantarina
celebración irlandesa de su nacimiento. Como ese, la película está llena de
momentos muy bien perfilados y llenos de genuina emoción, como la interrupción del
servicio religiosa para anunciar el bombardeo de Pearl Harbour o la vuelta,
mutilado de un cadete a quien los Maher habían prohijado y cuya mujer e hijo conviven
con ellos mientras el cadete está sirviendo en el frente. La película es
emotiva, porque cuenta la historia de una vida concreta y de los avatares que
la jalonan, pero Ford escapa del sentimentalismo para centrarse en un conjunto
de valores típicos de su filmografía, y no es el menor el sentido de la
lealtad, de la amistad y la fidelidad a las tradiciones. Más allá del sentido
elogio de la vida militar que supone la película, hemos de considerar el
perfecto retrato de un emigrante que, por su determinación, llega a convertirse
en una «leyenda» en la Academia a la que dedico su vida, aunque parte de ella
ha de ponerse en el haber de su esposa, quien, tras perder ambos el hijo y
saber que ya no podían volver a tener ninguno más, decidió que todos esos
cadetes serían de ese día en adelante sus hijos, y que no quería en modo alguno
dejar la Academia para iniciar una nueva vida en Nueva York. Ignoro si sus casi
dos horas y veinte minutos de duración la convierten en la película más larga
de Ford, pero de tan escaso interés biográfico el director sacó auténtico oro
narrativo.
La más reciente, y lo digo sin ironía…,
de las tres, Escrito bajo el sol, es una suerte de homenaje a un amigo y
colaborador de algunos de sus guiones, Frank Spig Wead, un pionero piloto
de la Navy que trabajó para potenciar la creación y uso de portaaviones como
parte sustancial del ejército usamericano. Con su actor favorito como reclamo,
Ford cuenta la historia de un temerario piloto que, debido a un accidente
doméstico, quedó paralítico, postrado en una silla de ruedas, y se convirtió en
escritor y guionista. Hay un serio problema de casting en usar a John
Wayne para representar los primeros momentos de la vida del protagonista,
porque de los 50 no se baja a los veintitantos sin un milagro al estilo de
Scorsese en El irlandés, por más que sea un trucaje que cae
completamente en el ridículo. Aceptando ese hecho, la película se abre de un
modo absolutamente enloquecido, con un vuelo temerario que acabará con el avión
estrellándose en medio de una celebración militar, en esa suerte de celebración
jovial de la indisciplina tan del gusto de Ford. El matrimonio de Wead con su
mujer, Maureen O’Hara, ahora con muy escaso papel, constituye un malentendido
crónico que devendrá uno de los factores dramáticos más importantes de la
cinta. De hecho, una vez que el protagonista ha sido padre, no poco a su pesar,
dada la indiferencia con que se manifiesta hacia el recién nacido, el accidente
que lo deja imposibilitado en una silla de ruedas le ocurre en casa, no en un
vuelo o en una acción militar. Y que cada cual saque sus conclusiones a ese
respecto. El descalabro del protagonista nos ofrece dos nuevos temas narrativos
que captan enseguida nuestra atención: la vertiente creativa del personaje y la
vertiente de superación individual que consiste en vencer las dificultades de
la rehabilitación para ser capaz de volver a andar ayudado con dos muletas. Ese
«ponerse en pie» de nuevo es lo que le permitirá al protagonista ir al reencuentro
con su mujer, a quien había apartado de su vida para que esta no tuviera que «sufrir»
su situación de incapacidad, lo que
alejará a uno del otro casi definitivamente. El estallido de la segunda guerra
mundial justo cuando ambos esposos se han reencontrado lleva, sin embargo, al
guionista y militar, a reincorporarse al servicio, porque, a pesar de sus
limitaciones, está convencido de que puede ser de gran ayuda para mejorar las
condiciones de vuelo en los portaaviones y convertirlos en un arma eficaz para
la contienda. Mucho antes, el personaje, tras dedicarse a la escritura y
comenzar a ser apreciado en revistas y editoriales, logra convertirse en
guionista y es reclamado por un director, encarnado por Ward Bond, quien justamente
aparece en las tres películas que estoy presentando, que se corresponde, parche
y las cuatro estatuillas originales de los Oscar incluidos, con el propio
director, en una suerte de guiño entre amigos del que disfrutarán los
espectadores. Bond es uno de los actores emblemáticos de Ford, y de ahí que le «regalara»
el honor de interpretarlo, imagino. Ha de consignarse que, tras la separación
de la mujer y los hijos, el protagonista ensombrece su carácter de tal manera
que podemos hablar propiamente de una proeza el hecho de sobreponerse mediante
la escritura y de una dolorosísimo sometimiento a la terapia para volver a
caminar, por desencajadamente que lo haga. No estamos, pues, ante una
hagiografía ad maiorem gloriam del héroe, sino ante una visión realista de una
vida en parte atormentada y en parte dedicada a lo que, para él, fue su verdadera
pasión en la vida: el ejército, la aviación. A ese respecto, es significativa
la aparición de ese otro actor propio de los repartos de Ford, y a quien dio el
protagonismo en ¡Bill, qué grande eres!, que tiene cierto contacto con Cuna
de héroes, en el sentido de que el protagonista es requerido para trabajar
en la retaguardia formando soldados en vez de permitírsele ir a la primera línea
de combate, lo que lo frustra enormemente, Don Dailey, que interpreta aquí al
menor amigo del protagonista. Para Fernando Marías, reputado fordista, Escrito
bajo el sol es una de las obras cumbre de Ford, a la altura de Centauros
del desierto, por ejemplo. Ignoro si le guía ele prurito de distinguirse
del común de los mortales, por ese resabio intelectual de distinguirse de la masa,
pero, aun teniendo secuencias inolvidables, como las del autorretrato del
propio Ford, a mí me parece que hay cierto desequilibrio en la narración, si
bien la fidelidad de Ford al espíritu militar de su amigo, quizás compartido
con él, está fuera de duda. No hay ni rastro del intenso drama emocional que se
insinúa en la película, y, de hecho, es casi escuálida la aportación de Maureen
O'Hara, bellísima como siempre y como siempre enorme actriz, a la película. Hay
decenas de películas de Ford muy por encima, a mi entender, de Escrito bajo el
sol, pero está claro que en una carrera tan larga como la suya una discusión de
esa naturaleza nos llevaría horas y, probablemente, a ningún acuerdo. En todo
caso, y salvo el problema de casting indicado, John Wayne se supera a sí
mismo y la película se ve con sumo interés.
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