Título original: The Seventh
Victim
Año: 1943
Duración: 71 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Mark Robson
Guion: DeWitt Bodeen,
Charles O'Neal
Música: Roy Webb
Fotografía: Nicholas
Musuraca (B&W)
Reparto: Tom Conway, Jean Brooks, Isabel Jewell, Kim Hunter, Evelyn
Brent, Erford Gage, Ben Bard, Hugh Beaumont, Chef Milani, Marguerita Sylva,
Barbara Hale, Lorna Dunn.
Título original: Bedlam
Año: 1946
Duración: 79 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Mark Robson
Guion: Val Lewton, Mark
Robson
Música: Roy Webb
Fotografía: Nicholas
Musuraca (B&W)
Reparto: Boris Karloff, Anna Lee, Billy House, Richard Fraser, Glen Vernon,
Ian Wolfe, Jason Robards Sr., Leyland Hodgson, Joan Newton, Elizabeth Russell.
Título original: Edge of Doom
Año: 1950
Duración: 94 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Mark Robson
Guion: Philip Yordan, Charles Brackett, Ben Hecht. Novela: Leo Brady
Música: Hugo Friedhofer
Fotografía: Harry Stradling Sr. (B&W)
Reparto: Dana Andrews, Farley Granger, Joan Evans, Robert Keith, Paul Stewart, Mala Powers, Adele Jergens, Harold Vermilyea, John Ridgely.
Una magnífica
película de intriga y satanismo, la crónica de los maltratos psiquiátricos en
el Londres del siglo XVIII, y un angustioso drama social y religioso: tres muestras de la maestría del «preterido»
Mark Robson.
Mark Robson es conocido, sobre todo,
por un potente melodrama boxístico, El ídolo de barro, y por El
premio, la primera con Kirk Douglas; la segunda con Paul Newman. No figura
en los anales como el gran director que fue, por eso me han llamado la
atención, nada más ver La séptima víctima, otras dos obras como Bedlam,
hospital psiquiátrico y la muy celebrada Nube de sangre, con Dana
Andrews y un Farley Granger algo sobreactuado más allá incluso del dolor.
En La séptima víctima hace su
debut una actriz tan delicada como Kim Hunter, llamada a ganar un Oscar por Un
tranvía llamado deseo, de Elia Kazan. A pesar de su juventud, sobre ella
recae el peso de la acción, pues encarna a una joven que, mantenida por su
hermana en un internado católico, recibe la noticia de que su hermana ha dejado
de pagar el pensionado y no tienen noticias de ella. La protagonista decide
trasladarse a Nueva York para investigar qué ha pasado con ella. La desaparición
misteriosa y la búsqueda mediante palos de ciego que ella emprende van a
sorprender a los espectadores con no pocos giros de guion que complicarán la
trama en espiral para llevarnos a un desenlace sorprendente, efectivo y
contundente. Como le sucede a cualquier espectador que ve la película con las
únicas referencias de su propia historia cinéfila, está claro que hay en esta
película un tema, el de la pacífica secta de los adoradores de Satán, y una
secuencia, la de la protagonista en la ducha, donde entre una figura
contemplada a través de la cortina de la misma, lo que potencia su amenaza, que
recuerdan inequívocamente a La semilla del diablo, de Polanski y a Psicosis,
de Hitchcock. Por si fuera poco, el productor, Val Newton, en aquellos tiempos
un factótum, a casi todos los niveles, de “sus” películas, se empeño en
introducir en esta al psiquiatra de La mujer pantera, de Jacques
Tourneur, interpretado por el exquisito Tom Conway, hermano, por cierto del no
menos sofisticado George Sanders, a pesar de que ya había fallecido en la otra
película. Un psiquiatra, una mujer trastornada que ha ingresado en una secta
diabólica, los Paladistas que observan, sin embargo, la no violencia, aunque
entre sus normas figura que quien abandona la secta, la hermana de la
protagonista, y revela su existencia, ha de morir. En ese sentido, es
extraordinaria la secuencia en la que la secta reunida ofrece a la mujer
trastornada y sedienta un vaso de agua con veneno para que ella misma ejecute
la sentencia de la secta. Los miembros de la secta son personas instruidas y de
una posición elevada, y su sociedad secreta revela el éxito que tuvieron las
tales a finales del siglo XIX con el auge del esoterismo, el espiritismo y
todas las supercherías referidas a lo que entonces se conoció como “teosofía”,
entre cuyos cultivadores destacaron Madame Blavatsky, Allan Kardec, Roso de
Luna, Aleister Crowley, etc.
La búsqueda angustiosa de la hermana
desaparecida no tardará en encauzarse, cuando, tras ir a la empresa de
perfumería de la que la hermana era propietaria y enterarse allí de que había
vendido la propiedad a la actual directora, quien resultará ser cofrade de la
secta satánica, le es revelado que frecuentaba un restaurante italiano. Va allí
y acaba descubriendo que ha alquilado una habitación en el primer piso. Tras
mucho insistir, los dueños del restaurante se la enseñan y el plano escalofriante
de una habitación con una silla bajo una soga dispuesta para que alguien se
ahorque supone un efecto tan eficaz en la línea narrativa, que, a partir de ese
momento, el desasosiego más profundo se apodera del espectador y no lo abandona
hasta el mismísimo final de la historia. Más tarde, con quien, aun
presentándose a ella como amigo de la hermana, sabremos después que es su
esposo, acabaremos descubriendo a la hermana momentos antes de que vuelva a
desaparecer, porque se siente perseguida y huye de todos, del psiquiatra que la
cuida también. De forma paralela, la joven protagonista descubre la existencia
de una mujer enferme que vive justo al lado de la habitación del pánico que
tiene su hermana alquilada. En el restaurante italiano, que se convierte en
otro centro de la acción, conoce a un poeta que ha dejado de escribir, pero que
había tenido un cierto éxito con su primer libro, y a quien el psiquiatra
conoce bien porque trató profesionalmente a su enamorada, que acabó
suicidándose.
Un investigador que se ofrece a la
joven, aunque esta no pueda pagarle hasta que no encuentre un trabajo, acaba
acompañándola a la fábrica, donde hay una habitación siempre cerrada. Allí, el
hombre es asesinado, y ella lo descubrirá cuando otros dos lo transportan en el
metro como si estuviera dormido o bebido, una magnífica secuencia, por cierto,
muy propia de las películas de terror de Newton. El poeta se suma al psiquiatra
y al amigo, en realidad marido, y tenemos ya una autentica cuadrilla aplicada a
la búsqueda de una persona realmente enajenada a la que quieren forzar a
suicidarse para cumplir los estatutos de la secta.
No seguiré revelando nada del
argumento, porque forma parte del encanto de la película. Quiero, sí, revelar
la existencia de una secuencia que todos los críticos unánimemente califican
como inspiradora, en parte, de la ultrafamosa escena de la ducha en Psicosis.
La capacidad de intimidación que supone la irrupción de la nueva propietaria de
la fábrica y miembro de la secta satánica en el cuarto de baño donde la joven
se ducha. Hemos de recordar que el equipo técnico que acompaña a Robson es
prácticamente el mismo del de las películas que hizo Newton con Tourneur, y eso
se aprecia en la calidad de la iluminación y en la sugerente fotografía llena
de claroscuros dramáticos que acentúan el suspense de la trama.
La séptima víctima es una
película casi desconocida en España, salvo para los cinéfilos de pro que hurgan
en los contenedores del olvido para rescatar auténticas gemas como la presente.
Conviene verla, porque es entretenida, porque la secta satánica no representa
un disparate irracional, porque la angustia de la protagonista se mantiene
durante todo el metraje y porque los diferentes golpes de efecto que vamos
conociendo nos espolean hacia un desenlace que no deja de sorprendernos.
Añadamos un fotografía excelente y una cámara “transparente”, sin dejar de ser personal,
y tendremos una narración perfectamente estructurada y con unos magníficos
diálogos, sobre todo a cargo del psiquiatra.
Bedlam es una muestra de la
laxitud con que se entendía, entonces, el género del terror, porque la
presencia de Boris Karloff en la película anuncia inequívocamente el género,
casi como la de John Wayne para el western. La película en sí es una apreciable
muestra de película histórica centrada en las existencia de un manicomio
londinense que los más atrevidos, por una módica cantidad, podían visitar para
ver las evoluciones en sus celdas, jaulas y espacios comunes, de los locos a
quienes se trataba propiamente como a animales que ni sentían ni padecían. El
alcaide de esa prisión psiquiátrica es Karloff, obviamente, pero en este caso
se trata de un autor de comedias que ha conseguido el beneficio de la dirección
de ese psiquiátrico casi como una gracia por la que está agradecido al Lord que
se la consiguió. La concubina de este, decide ir a conocer a los célebres locos
y queda estremecida por la contemplación de lo que allí ve. Inicia una lucha
con Karloff para que se provean remedios para los padecimientos de esa gente y,
como treta defensiva, el alcaide consigue que declaren loca a la concubina y
que la ingresen en Bedlam. Como ella es amiga de otro noble de la oposición
política a su Lord, y gracias a la intermediación de un cuáquero pacifista, se
inicia el proceso para sacarla de allí, pero, en el ínterin, la protagonista se
dedica a mejorar la vida de los prisioneros y a dignificar materialmente su
estancia en el psiquiátrico, lo cual inquieta, no podía ser de otra manera, al
sádico guardián que mantenía, hasta la llegada de ella, en estado de salvajismo
a los dementes. No adelanto más información porque conviene seguirla paso a
paso, pues la estancia de la joven en el sanatorio que no sana nos da pie a un
interesante viaje al centro mismo de cómo se concebía la enfermedad mental en
el siglo XVIII y los crueles tratamientos que se usaban. Junto a esa situación,
la frívola de una sociedad para quienes los dementes estaban totalmente
desprovisto de humanidad, como los esclavos con los que se empieza a negociar para
trasladarlos desde África a Usamérica y las Antillas para abastecer de mano de
obra barata las plantaciones de tabaco y algodón.
La película tiene una exquisita
ambientación, una combinación afortunada de grabados de época y una puesta en
escena acorde con las películas de limitado presupuesto, pero muy dignas, que
producía Newton. Los seguidores de Karloff celebrarán mucho su excelente papel
en esta película ya digo que más histórica que de terror. Ojo a la loca
catatónica…
Nube de sangre, un título tremebundo
para una película que mezcla el cine religioso con el thriller y con la crítica
social, nos permite adentrarnos en un flash back a través del cual un mosén
—que no es un mossén cualquiera, sino el mismísimo Dana Andrews, icono del cine
negro que en esta película, vestido de clerygman y con el sombrero propio de los 50, mantiene
el tipo de un modo espectacular— cuenta
la historia de un jovencísimo repartidor de flores cuya madre padece una
enfermedad terminal para la que le es imposible pagar los cuidados, en otro
estado, que la permitirían mejorar. La descripción de la impotencia económica
del joven se amplificará cuando, fallecida la madre, el joven, febrilmente,
decide conseguir el mejor funeral posible para su madre, devota católica de la
parroquia dirigida por un cura al que el hijo hace responsable de que su padre,
quien se suicidó cuando él era un niño, no tuviera un funeral católico y fuera
enterrado en el camposanto. Lo que la madre entiende, el hijo no lo perdona.
Por esa razón, cuando discute con el cura que le negó aquel funeral a su padre,
la ira lo ciega, de ahí el título dramático de la película, y acaba matando al
sacerdote. La línea policial de investigación generará un suspense muy poderoso
de auténtico cine negro de la mejor calidad, aunque la obsesión del joven
repartidor, cuya tragedia consiste en negarse a aceptar que en la crudelísima
realidad social estratificada que nos toca vivir él ocupa, a pesar de su
honestidad, el más bajo escalafón retribuido imaginable. Esa obcecación hace
algo incómodo al personaje, pero su rebelión contra la iglesia está totalmente
justificada emocionalmente. La muerte de la madre lo trastorna casi hasta la
enajenación, lo cual lo lleva a plantear unas exigencias al dueño de su empresa,
a la funeraria y al mosén encargado de la parroquia fuera del sentido de la
realidad. Granger da bien el papel, pero el papel es muy ingrato, porque la pobreza
unida a la desesperación y a la exigencia es una combinación que difícilmente
concita la empatía del espectador, aunque sí su compasión. El encargado de
vehicularla y añadir luz humana al desenlace es el mosén encarnado por Dana
Andrews, quien, recordémoslo, le cuenta la historia de cómo un feligrés le ayudó
a él a encontrar sentido a su misión pastoral cuando, como el adjunto que
quiere pedir el traslado, también él pensaba que lo habían enviado a un destino
donde no podía hacer nada para ayudar a nadie. No revelo en qué consiste esa intervención
porque nos llevaría al mismísimo desenlace, algo reservado para quienes decidan
verla, aunque yo animo a todos a hacerlo, porque la historia tiene, también,
una magnífica historia paralela de un ratero de poca monta interpretada por uno
de los grandes actores «de carácter» del cine usamericano, Paul Stewart, quien
fuera compañero de Welles en el Mercury Theatre, y en cuyo Citizen Kane tuvo el papel de
mayordomo de Kane. Si le sumamos la aparición de otro secundario de lujo, el
comisario interpretado por Robert Keith, ya solo nos falta añadir al reparto a
Mala Powers, como desdichada novia del protagonista, para saber que un reparto
de tantas campanillas no podía reunirse para una nonada. Insisto, tanto La
séptima víctima como esta Nube de sangre son dos películas que
merecen ser vistas por un público numeroso. La primera de ellas no fue
estrenada en España y la segunda sí, en 1955, pero no creo que haya sido
rescatada por las televisiones; en mi frágil memoria no consta, al menos. Quedan
invitados.
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