miércoles, 29 de noviembre de 2023

«La sangre», de Pedro Costa, una ópera prima inter pares.

 

Expresionismo luso para relaciones familiares dramáticas.

 

Título original: O Sangue

Año: 1989

Duración: 95 min.

País:  Portugal

Dirección: Pedro Costa

Guion: Pedro Costa

Fotografía: Acácio de Almeida, Elso Roque, Martin Schäfer (B&W)

Reparto: Pedro Hestnes; Inês de Medeiros; Nuno Ferreira; Luis Miguel Cintra; Canto e Castro; Isabel de Castro; Henrique Viana; Luís Santos; Manuel João Vieira; Sara Breia; José Eduardo; Ana Otero; Pedro Miguel; Miguel Fernandes.

 

          Si ver es, siempre, descubrir, porque solo los muros opacos nos hurtan los objetos sobre los que cae nuestra curiosidad innata; ver la primera película de un director al que descubres muy a deshora, bien puede considerarse una epifanía. El cine moderno tiene estrenos sorprendentes y largas decadencias, aunque también modestos inicios y carreras muy consolidadas. Como es mi primer encuentro con Pedro Costa, aunque haya venido oyendo hablar de sus bondades desde hace mucho, quiero pensar que el poder subyugador de las imágenes con las que debutó en el cine se confirmarán en otras películas que espero caigan en un próximo e inmediato futuro bajo mis ojos, que tan agradecidos han quedado tras la contemplación de una historia rodada con una sensibilidad y un blanco y negro de auténtico lujo.

          Es cierto que la historia usa y abusa de la elipsis para huir de la narrativa tradicional, y ello nos aboca, en buena medida, a un cine con una potente carga poética en la que la narración es sustituida por bellísimos momentos climáticos cuyas partes omitidas, la verdad sea dicha, ni siquiera conviene que el espectador intente suplirlas. Disfrutará infinitamente más si se deja llevar por el alud de sensaciones que logra Costa con sus encuadres, su iluminación, los primeros planos de ambos protagonistas jóvenes y con la creación de una atmósfera en la que los personajes aparecen y desaparecen como un auténtico milagro.

          Sí, es obvio que la muerte del padre deja a un adolescente y a su hermano menor solos. También que la desaparición del padre tiene un corolario, la inhumación clandestina, más propio de un thriller que de una obra realista, por mágico que nos parezca el hermetismo con que se cuenta una historia llena de flecos y un largo episodio, el «secuestro» del hermano menor por parte de su tío, quien se hace cargo de él contra el deseo de la criatura, quien no piensa en otra cosa que en huir de su tutela arisca y algo violenta, máxime porque con su primo, que da muestras de cierto retraso mental, es imposible la comunicación.

          La incomunicación entre el hermano mayor y la maestra de parvulario de quien está enamorado, por más que ninguno de ellos parezca decidido a dar el paso de manifestar la plenitud de su deseo, es el eje narrativo, por llamarlo de alguna manera, sobre el que pivota un conjunto de acciones que tan pronto nos acercan a la separación de ambos como a la más estrecha unión imaginable. Dos jóvenes muy jóvenes que se comunican a través de las mitradas, de contadísimas palabras, del roce furtivo de sus cuerpos y de la inmensa necesidad emocional que tienen el uno del otro, lo cual no impide momentos de amarga incomprensión.

          La sangre, título más propio de un dramón rural que de la sutil narración que nos entrega Costa, se narra a través de las imágenes y, muy especialmente, de la soledad y la orfandad de los personajes. La unión entre ambos hermanos, quebrada por el «secuestro» va a dividir la acción de un modo que marca el progreso de la narración: por un lado, el estrechamiento de las relaciones amorosas entre el hermano mayor y la maestra; por otro, la necesidad del pequeño de escapar de la tutela forzada del tío, lo que lo lleva a una travesía de vuelta a casa que tiene un eminente sabor metafórico, sobre todo por el final, una imagen de la criatura apoderándose de su propio destino, y no destripo nada a los futuros espectadores, porque hay películas cuyo desenlace son imágenes que quedan al arbitrio interpretativo de los espectadores, y esta es una de ellas.

          Por el camino, con una dulcísima manera de arropar a los personajes con la luz contrastada en espacios, a veces, casi fantasmagóricos, como la fiesta a orillas del río, la película nos va dejando escenas memorables y una interpretación de Inês de Medeiros (hermana de la más famosa Maria de Medeiros) que enamora al espectador por su dulzura, su contención, su ambigua inocencia y un modo de mirar y de sonreír capaz de crear un mundo a su alrededor. ¡Qué capacidad de transmisión de sentimientos! Pedro Hestnes le corresponde con solvencia y profundidad, y juntos componen una pareja que se apodera de la pantalla y nos lleva tras sus confusas reacciones y sus poderosos sentimientos, de exaltado romanticismo.

          La película, más en los exteriores que en interiores, crea una suerte de espacio fabuloso que sorprende, ¡y mucho!, aunque no carece de detalles realistas que no nos dejan volar hacia lo fantástico. Es harto curiosa la escena de los balcones en plenas fiestas navideñas, por ejemplo, una escena diríase que de Magritte, porque nos habla más de la soledad que de la fiesta.

          Puedo entender que un cine que hinca sus fundamentos en las elipsis no esté llamado a ser un cine popular, pero de lo que no me cabe duda es de que cualquier espectador va a dejarse llevar de mil amores de la mano de esas relaciones familiares y amorosas que retratan la fragilidad de los seres humanos y su necesidad de afecto para hacerle frente a la vida a la intemperie a la que los hermanos se enfrentan, por ejemplo. Frente a esa desesperanza, el vínculo fraternal y el amoroso aparecen como la vida más verdadera que podemos vivir, ¡y desear!         

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