Un cuento
frívolo sobre lo de que el dinero no da la felicidad…
Título original: Rich and Strange
Año: 1931
Duración: 83 min.
País: Reino Unido
Dirección: Alfred Hitchcock
Guion: Alma Reville, Val
Valentine. Novela: Dale Collins
Reparto: Henry Kendall; Joan Barry; Percy Marmont; Betty Amann; Elsie
Randolph; Arty Ash; Aubrey Dexter; Hannah Jones; Bill Shine.
Música: Adolph Hallis
Fotografía: Jack E. Cox,
Charles Martin (B&W).
Aun siendo la
vigesimotercera película inglesa de Sir Alfred, y quedándole por dirigir
algunas más antes de dar el salto a Usamérica, es cierto que nos hallamos ante
un Hitchcock claramente menor, no solo por el desequilibrado reparto o por la
deslavazada historia, a medio camino entre el experimento sociológico, el cine
de aventuras y la alta comedia, sino porque esa indeterminación genérica va a
pesar lo suyo en la relativa falta de pulso narrativo que solo acierta en
ocasiones muy aisladas, y no por falta de medios ni de motivación, porque no se
trata de una obra de encargo sino nacida a iniciativa del matrimonio
Hitchcock-Reville, porque, de alguna manera les recordaba un viaje en barco que
ellos mismos habían hecho, ignoro si fue a propósito de su luna de miel, como
loe he leído a alguien sin ulterior verificación. La elección del protagonista,
el sosísimo Henry Kendall, quien solo está gracioso al comienzo de la película,
convertido en el único trabajador al que no se le abre el paraguas al salir del
trabajo, una salida cinematográficamente prometedora, pero escasamente
cumplidora. La protagonista, la rubia de facciones modernas Joan Barry, de
quien se han de hacer enormes esfuerzos para intentar comprender qué le atrajo
del patán para convertirse en su marido, es de lo poquito que se salva en una
película que, como decía en el título, parece un experimento sociológico. Después
de haber comprobado los espectadores lo insípida que es una vida sin grandes
recursos económicos, un tío rico del marido les hace llegar una fortuna para
que la usen en lo que crean conveniente. Como el marido sueña con un viaje por
mar, allá que se embarcan en un transatlántico, dispuestos a un periplo que los
lleve a sitios exóticos, aunque, en realidad, son ellos los exóticos en una
travesía en la que cada uno por su lado caerán prisioneros de dos hechizos muy
distintos: una aventurera, mujer fatal, seduce al marido; un capitán de apuesta
figura y respetuosas maneras la seduce a ella, quien cede al verse abandonada
por su marido. Las numerosas escenas del barco, el escenario principal de la
trama, porque los exteriores son material rodado que usa Hitchcock, adoptan más
un aire de comedia bufa que de drama matrimonial, y a ello contribuyen algunos
personajes francamente ridículos, como la dama cegata enamorada, o el propio
marido disfrazado de árabe para una fiesta, con la peculiar seducción de la
bella fatal que consigue arrancarle una buena suma antes de desaparecer en una
escala. Cuando ambos esposos pasan de su anunciado divorcio a la realidad de
verse ambos abandonados, el navío choca con un obstáculo y, habiendo quedado la
puerta de su camerino cerrada, ambos se reconcilian y se disponen a morir como
hasta entonces habían vivido, sin hacer ruido. El nuevo día les pilla, sin
embargo, con el barco escorado y con libre acceso a lo que aún no se ha hundido
del barco a través de la claraboya. Aprovechando que un junco chino se acerca
para desvalijar lo que puedan del barco antes de que se hunda, el matrimonio se
traslada al barco chino y desde él contemplan cómo uno de los compañeros queda
atrapado en una cuerda y se ahoga frente a la inmovilidad de sus compañeros.
Más tarde, les dan de comer, comida que ellos devoran hasta que el cruel de Sir
Alfred, hace que un chino clave la piel del gato que se había salvado con
ellos, en cubierta para que se seque al sol…
Con afortunadas
elipsis que aligeran la poco dinámica obra, a pesar de algunos golpes
ingeniosos, el matrimonio regresa a Londres, dispuesto a reanudar su insípida
vida, renunciando a los «placeres» de la vida muelle que puede deparar el
dinero.
Las escenas
del hundimiento y de la convivencia con la tripulación china son de lo
mejorcito de la película, sobre todo por la particular inferioridad de la
pareja en una situación de supervivencia a la que no están acostumbrados, y por
los apuntes de choque cultural entre la pareja y los tripulantes. Si como al
parecer le dijo Hitchcock a Truffaut, en una entrevista fundamental para
entender el cine del inglés, el final de la película hubiese sido el que él
había proyectado, muy otra sería la película, desde luego, porque la pareja
acababa su odisea yendo a ver al genial director para explicarle, al modo unamuniano,
que han vivido una obra que merece ser llevada a la pantalla, aunque Hitchcock
les disuade de que eso sea cierto. La humorada, entonces, si no hubiera
permitido repensar toda la película, sí que hubiera tenido un broche genial. El
gran problema que plantea la película, en realidad, es el del gran desconocimiento
que tienen los esposos, uno del otro, cuando están obligados a convivir fuera
de los pocos momentos que les dejan libres las ocupaciones cotidianas de ambas.
Recordemos que las vacaciones de verano, y las de la pareja son unas auténticas
«vacaciones en el mar», son el tiempo más propicio para las separaciones
matrimoniales, según las últimas estadísticas…
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