Título original: The Ladies Man (The Ladies' Man)
Año: 1961
Duración: 106 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Jerry Lewis
Guion: Jerry Lewis, Bill Richmond, Mel Brooks
Reparto: Jerry Lewis; Helen Traubel; Kathleen Freeman; Hope Holiday; George
Raft; Pat Stanley; Jack Kruschen; Doodles Weaver; Buddy Lester.
Música: Walter Scharf
Fotografía: W. Wallace Kelley.
Título original: The Big Mouth
Año: 1967
Duración: 107 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Jerry Lewis
Guion: Bill Richmond, Jerry Lewis
Reparto: Jerry Lewis; Harold J. Stone; Susan Bay; Buddy Lester; Charlie
Callas; Vern Rowe; Del Moore;
Rob Reiner; Paul Lambert; Jeannine Riley; Leonard Stone; Charo; Frank De
Vol.
Música: Harry Betts
Fotografía: W. Wallace
Kelley.
Van a
perdonarme, pero reconozco que tengo una debilidad especial por el arte cómico
de Jerry Lewis, como actor y como director, desde siempre, desde la primera
suya que vi, e incluso confieso haberme caído desde la butaca al pasillo
empujado por convulsas carcajadas con no pocos de sus gags. Muchos de ellos se
concentraron en El botones, la primera película,
prácticamente muda, que dirigió. Y lo hizo, además, en Miami, en el mismo hotel
donde había actuado previamente con su inseparable compañero (hasta que se
separaron), el cantante y actor Dean Martin. Es larga, la lista de grandes
películas dirigidas por Lewis, pero admito que no se trata de un humor que se
comparta fácilmente. Suele pasar. Si en algo hay más variedad que en los
colores, es en el sentido del humor. El mío arranca con los Keystone Cops y
sigue por la larga lista de cómicos del cine mudo, coronada por dos genios con
los que Lewis se emparenta: Charles Chaplin y Buster Keaton. No es difícil, por
otro lado, ver cuánto le debe a Lewis el primer Woody Allen o el coguionista de
la primera de estas dos películas, convertido luego en director, Mel Brooks, a
quien debemos aquella serie cómica inolvidable: Superagente 86.
Lewis
merecería no tanto dos críticas cuanto un estudio largo y detallado de una obra
colosal en esa doble faceta que hemos señalado. Recordemos su participación
como actor en una obra excepcional que no ha tenido el eco público que merecía:
Funny Bones, de Peter Chelsom, con un prodigioso número de Lee Evans o
en El rey de la comedia, de Scorsese. Siguiendo la costumbre de este
Ojo, sin embargo, me ciño a estas dos películas en las que, a pesar de la
distancia que las separa —The Ladies Man es una obra maestra; The Big
Mouth es simplemente buena— se nos garantiza pasar un buen rato y poder
apreciar buena parte de los recursos narrativos que hicieron célebre a un autor
que la Nouvelle Vague francesa revisitó para acabar de conferirle el
altísimo estatus que merece en la historia del séptimo arte.
The Ladies Man
—disculpen que me resista a usar el título traducido, porque reconozco que me
da grima— tiene un prólogo disparatado, en la faceta de la comedia alocada, tan
suya, que parece augurar un soberbio disparate, pero, una vez que el
protagonista toma la decisión de mantenerse célibe, y aparece en ese decorado con
un banco ante un escaparate lleno de luces, con un colorido excepcional, que
acaso sirviera de inspiración remota para el banco en el parque de Forrest
Gump, de Robert Zemeckis. En él busca un trabajo en la sección de Clasificados
del diario y huye de dos en los que dos mujeres deleitosas lo reciben
entusiasmadas. Cuando frente al banco descubre que buscan un chico soltero para
trabajar en la finca y le abre la puerta una actriz como Kathleen Freeman, el protagonista Herbert H.
Heebert, se lanza a sus brazos y se dice que está a salvo. No tardamos en asistir
a una soberbia escena sobre los nombres de ambos y al efecto que causa la
narración de la fracasada historia de amor de Herbert, tan unido edípicamente a
su madre que, en el prólogo de la película, en la ceremonia de graduación en
que descubre que su novia lo ha dejado por otro, es él mismo quien hace de su
madre, con una caracterización maravillosa.
El tímido,
herido y sensible Herbert Herbert, esto del nombre dará de sí lo suyo —y acaso
tuviera Lewis en la memoria el Humbert Humbert de la Lolita de Nabokov—, descubrirá a la mañana siguiente que
se ha colocado en una residencia de aspirantes a artistas, regentada por una
vieja estrella de la ópera, tras enviudar de su marido, aunque no hay ficción
en ello, porque se trata, en efecto, de
una de las apariciones cinematográficas de la famosísima soprano wagneriana
Helen Traubel. La situación, con la entrada de Herbert en el comedor en que
desayunan unas cuarenta chicas que se quedan en silencio, vueltas hacia él,
inicia un encadenamiento de gags, a cuál más divertido, que palidecen, sin
embargo, frente a la puesta en escena de la película, porque esta se desarrolla
en un escenario dispuesto como una casa de muñecas en la que la cámara sube y
baja y entra y sale de todos los espacios con una asombrosa facilidad, y
maravillando a los espectadores con el plano general del corte del edificio:una
suerte de plano interior general que recuerda al corte de la finca de la
famosísima 13, Rue del Percebe, de ese genio de las historietas que fue Francisco
Ibáñez, quien a buen seguro hubiera hecho las delicias de Lewis, caso de que este
hubiera podido llegar a leerlo. No serán pocos los intentos de renuncia de
Herbert, pero tanto las internas como la dueña y la encargada se las ingeniarán
para retenerlo. La película tiene muchas historias, de todo tipo, y son
especialmente llamativas las dos colaboraciones de los dos únicos hombres,
aparte de él, que entran en la residencia, George Raft, que se interpreta a sí
mismo, y un habitual de sus películas, Buddy Lester, quien tendrá una
participación destacada en La otra cara del gángster.
Historia, lo que
se dice historia, no la hay, sino continuos pretextos para organizar los gags
que se encadenan formando una narración de despropósitos y carcajadas. Sí hay
una intriga acerca de una habitación en la que nadie puede entrar y sí que la aparición
de la dueña del internado, como excantante famosa, en un programa de televisión
que se realiza en la casa de los invitados van a dar pie a varias secuencias
antológicas. Sobre todo la de la intriga sobre el cuarto condenado, porque, tras haberse atrevido a entrar
Herbert en ella, asistimos a un número
musical que bien puede competir con los muy exquisitos que aparecen en Oklahoma
o en cualquier otro musical de éxito como Bodas reales o La calle 42, pongamos
por caso. Y no desvelo más, porque los amantes de la puesta en escena original
y los amantes del cine musical se van a
llevar una alegría completísima: ¡menudo derroche de imaginación y buen gusto!
La otra cara
del gángster, que tiene un narrador fantástico en el autor de la música de la
película Frank de Vol, cuenta una historia de dobles, aunque tardaremos un poco
en comprobar que el gánster pescado y el protagonista son idénticos: un
pescador «pesca» en la playa a un hombre rana que, antes de morir, le pide que
se encargue de las joyas que encontrará siguiendo el mapa del tesoro que le da.
Al poco aparecen tres mafiosos que intentan matarlo «para siempre», porque ya
se les ha escapado con vida otras veces. Se trata de una historia de
confusiones que aumenta con la caracterización de Lewis usada para El
profesor chiflado, lo que le permite jugar con el encargado y los policías
del hotel donde, supuestamente, ha de encontrar las joyas. Añadamos un romance
con una chica a quien la ingenuidad y la bondad natural del personaje de Lewis
siempre acaban seduciendo, y ya tenemos los ingredientes habituales de muchas
de sus películas. Un hotel es escenario que da mucho de sí, lo mismo que un
parque zoológico próximo al mismo. Pero la odisea del personaje comienza, propiamente,
con una divertida escena en la que le para la policía de carreteras. A partir
de ahí, y, sobre todo, de la aparición de los gánsteres que acaban
persiguiéndolo, los gags van subiendo notablemente de interés, aunque, en esta
ocasión, Lewis tiene la deferencia de dejarles el lucimiento a sus compañeros
de rodaje: Buddy Lester, Charlie Callas y Vern Rowe, el trío de gánster cuyos
estados de choque cuando ven al gánster, a quien creen muerto y bien muerto,
vivito y coleando son de lo más gracioso de la película. Se advierte un cierto
cansancio en el cómico, quien no parece dispuesto a hacer saltos los lugares
comunes del género con tanto audacia como lo ha hecho anteriormente, pero sobre
ese cansancio, en directores de tan larga trayectoria, como Woody Allen, por
ejemplo, sabemos mucho. Ello, sin embargo, no obsta para que aún funcione buena
parte de la comicidad tradicional del autor, y aún haya gags en la película que
ya quisieran muchos otros para sus mejores películas. En todo caso, siempre es
un placer, para sus fieles admiradores, ver desenvolverse al maestro. Otro
tanto podría decirse de Jacques Tati, por ejemplo, una de las más altas cimas
del cine cómico de todos los tiempos, aunque con un humor muy distinto del
mímico y corporalmente dinámico de Lewis, pero igualmente convincente.
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