sábado, 29 de agosto de 2015

La emoción genuina o el poder catártico del arte: “Los paraguas de Cherburgo” de Jacques Demy.


                       


Los paraguas de Cherburgo: ¡El summum y sursum corda!

Título original: Les parapluies de Cherbourg
Año: 1964
Duración: 88 min.
País: Francia
Director: Jacques Demy
Guión: Jacques Demy
Música: Michel Legrand
Fotografía: Jean Rabier
Reparto: Catherine Deneuve, Anne Vernon, Nino Castelnuovo, Ellen Farner, Jean Champion, Marc Michel, Mireille Perrey


            Definitivamente, estoy rodeado de falsos amigos. ¡Cómo ninguno de ellos, conociendo mi cinefilia y sabiendo de mi pasión por los musicales, sobre todo los americanos, por la ópera, por toda clase de música, jamás insistió en que “tenía que ver” esta película, jamás me sentó ante el televisor para verla? Ser un cinéfilo ignorante tiene estas cosas: permite descubrimientos y éxtasis imposibles de alcanzar si lo son por recomendación académica o por empeño amistoso de quienes están convencidos de conocer nuestros gustos mejor que nosotros, lo que a veces suele suceder…En el fondo, como en la mayoría de los errores y malentendidos, he de estarles agradecido. Me hubiera fascinado igual, la viera cuando la viera, pero ahora me llega en lo más parecido a mi sazón critica, cuando he desterrado todos los prejuicios y me atengo a lo visto, no a lo previsto. Ya veo que no me va a ser fácil transmitir el entusiasmo, el desbordamiento y el fervor con que he visto esta película de Jacques Demy, un director de la nouvelle vague excesivamente particular, aunque americanófilo cien por cien, fílmica mente hablando y rodando, como se aprecia en el inicio de Lola (1961), una película magnífica, de la que toma una de los personajes, Roland Cassar, para incorporarlo al potente melodrama que es Los paraguas de Cherburgo o en los impecables números musicales de Las señoritas de Rochefort (1967), inspirados en el estilo coreográfico de Bob Fosse. ¡Bendito momento en el que se me ocurrió mandar al estuche, ¡hasta el minuto 29 llegó el crédito que le otorgué, no se me acuse de veleta!, la insufrible y pretendidamente parisina Crepúsculo rojo (2003), de Edgardo Cozarinsky, una película para la que el calificativo de plúmbea casi resulta un elogio…
Anoche, sin embargo, desde los títulos de crédito, un plano cenital  que retrocede hasta el muelle desde un fotograma impresionista del puerto de Cherburgo supe que estaba ante una película excepcional, de las que se ruedan pocas, muy pocas, y aún no me he recuperado de la emoción como para articular un juicio crítico que se respete a sí mismo y no caiga en lo único que ahora mismo me veo capaz de escribir: una catarata de elogios superlativos. El desfile de paraguas multicolores y de habitantes de la ciudad lluviosa atravesando el plano fijo, crean una coreografía y una atmósfera que enseguida veremos confirmada en la más sorprendente y lograda película musical que haya visto en muchísimos años. Y no ha de extrañarnos esta afición al musical en el cine francés. Hija directa de estos Paraguas… sería el logradísimo film de Resnais, On connâit la chanson (197) o la reciente 8 mujeres (2002) de François Ozon, de quien hace poco critiqué favorablemente Una nueva amiga (2014).
Heredera de Wagner y del flujo sonoro ininterrumpido hacia  el que él aspiraba que derivara la ópera; hija, así mismo, de los más contundentes melodramas de Douglas Sirk y del inabarcable cine musical americano, Jacques Demy “inventó”, con Michel Legrand, en Los paraguas de Cherburgo, el musical total, una película en la que la canciones de la banda sonora son la esencia del guion, la historia misma representada ante nuestros ojos, salvo los breves interludios mudos en que se cambia de acto, de mes o de estación, puesto que, más allá de lo que podrían considerarse las “arias” estrellas, los diálogos cantados son el fundamento de la película y aquellas forman parte de ese continuo sonoro que es la película. Los aficionados a la ópera se orientarán enseguida si recuerdo que el intento de Demy podría entenderse como una modernización del recitativo que Cimarosa llevaría a la perfección en El casamiento secreto (1792) y del que poco antes, en 1787, Mozart había dado una dimensión musical extraordinaria en su Don Giovanni.
Demy solía hacer un juego de palabras afortunado al decir que no se trataba solo de una película cantada, sino también en-cantada… Y no le faltaba razón, porque el autor ha escogido, mediante la puesta en escena a través de un cromatismo de colores simples y muy mezclados, una dimensión de “cuento” que volverá a aparecer en su filmografía, concretamente en Piel de asno (1970), otro musical con el que el presente tiene notables similitudes. La historia , con unos personajes sacados de la vida corriente, lleva al extremo una relación amorosa que fracasa por la distancia, los malentendidos y la situación social de los protagonistas: una madre soltera alejada del padre de la criatura, que está en la guerra de Argelia. Dada la precaria situación económica de la madre, propietaria de una tienda de paraguas en Cherburgo, amenazada de embargo (tienda que da título a la película pero que nunca existió en la realidad, hasta muchos años después, cuando se abrió quizás por presiones de quienes la buscaban en vano), la aparición de un rico comerciante en piedras preciosas que la ayuda y, a cambio, le pide la mano de la hija y está dispuesto a hacerse cargo del hijo que ha de venir aunque no sea suyo, resuelve y complica la situación, porque enseguida advertimos que ninguno de los protagonistas de la arrebatada historia romántica de la primera parte, La partida, conseguirá olvidar aquellas encendidas promesas de amor eterno, como la que sirve de lucimiento al compositor para crear una de las más hermosas canciones de amor de una banda sonora cinematográfica, Te esperaré, aunque la película, a pesar de haber competido en dos ediciones de los Oscars, no consiguió ninguno. La segunda parte, La Ausencia, se centra en las dudas y el enfriamiento sentimental de la protagonista, quien se acerca rápidamente al momento del parto y cede a la visión interesada de la madre y accede al casamiento con el rico pretendiente, sinceramente enamorado de ella, eso sí. El retorno, sin embargo, con un protagonista que vuelve con una leve cojera en una pierna y que se encuentra con la desaparición de su prometida y el cierre de la tienda de paraguas, adquiere unos tonos depresivos que contrastan con el colorido vitalista de las dos partes anteriores, y ello hasta que, uniéndose a la cuidadora de su tía, Madeleine, que fallece apenas él regresa, consigue rehacer su vida. La escena final, el reencuentro fortuito de los antiguos amantes, es una de las escenas más tristes que imaginarse puedan, rodada, además, en el escenario del sueño profesional que el protagonista ha conseguido hace realidad, una estación de servicio propia, de un blanco inmaculado, en una noche de intensa nevada. De nuevo la puesta en escena se adueña de la pantalla y sella un trabajo de Bernard Evein que ha de quedar, definitivamente en la historia del cine como una de sus cimas. Visualmente, pues, hay una feroz competencia con la música de Michel Legrand, un autor tan unido a esta película como El concierto de Aranjuez a Joaquín Rodrigo, por ejemplo, como si el compositor valenciano no tuviera otras piezas de inmenso valor musical. Y de esa lucha sale ganador el espectador, porque se suma todo y el efecto es el de atraerlo al encantamiento, en el que se sumerge mientras dura la proyección y del que, aun habiendo dejado sus buenas lágrimas en el camino, preferiría no salir…Y si a todo eso añadimos las interpretaciones, con una Catherine Deneuve jovencísima y dueña de unos registros románticos espectaculares, con un Nino Castelnuevo que literalmente es capaz de enamorar y acongojar en igual medida, más el añadido de la magnífica y coqueta madre, Anne Vernon y el delicado pretendiente rico, Marc Michel, protagonista de Lola, cuya personaje retoma Demy para trasladarlo a su cuento real como la vida misma de este Cherburgo mágico, casi superreal, entonces el placer del espectador alcanza unos niveles de placer que, si se dan en un apasionado del musical como género, le harán rozar el éxtasis. Si tuviera que hacer un paralelismo con otro musical que me impactó, en su momento, por superar cualquier expectativa que me hubiera hecho, tendría que referirme a esa maravilla que es Pennies from Heaven (1981), de Herbert Ross, heredero, como esta película de Demy, de las maravillas con las que el musical americano ha forjado uno de los grandes géneros del séptimo arte. ¡Cómo no recordar en esas calles adoquinadas de Cherburgo aquella otra sobre la que Gene Kelly interpreta uno de los números cumbre del género! O cómo no ver en la profusión de marineros un homenaje a Un día en Nueva York (1949) de Donen y Kelly…, por no hablar de la utilización del jazz como dinamizador extraordinario de un buen número de secuencias, especialmente las del taller donde trabaja el protagonista, Guy. Si los juegos cromáticos de Kaurismäki me cautivaron en su momento como una singularidad nunca vista, imagínese el impacto que me ha producido contemplar tan atrevido recurso desnaturalizador al servicio de un “cuento” sobre personajes ordinarios protagonizando un melodrama romántico que de ningún modo pierde la fuerza de impacto sobre las emociones del espectador, a pesar de la hiperatrevida originalidad de su planteamiento musical y escenográfico. En la medida en que hablamos de una película cantada, y no por sus intérpretes, lamentablemente, porque la difícil partitura exigía el concurso de cantantes profesionales que supieran ofrecer en sus voces el amplio registro de emociones que nos ofrece la historia, me parece de todo punto necesario recuperar la identidad de esos cantantes cuyos nombres  habrían tenido que compartir, por estricta justicia artística, la estelaridad en los títulos de crédito justo al lado de la de los actores. He de decir que me ha costado identificar ese 70% de la interpretación que es la voz de cada uno de los cantantes a los que los actores hacen el mejor playback que haya visto nunca (casi como los de Escala en HI-Fi…). Helos aquí: Danielle Licari es la voz de Deneuve; José Quentin Bartel, de origen cubano, la voz de Nino Castelnuevo;Christiane Legrand, hermana del compositor Michel Legrand, es la voz de Anne Vernon, y, finalmente, Georges Blaness, de origen argelino, es la voz de Marc Michel.  

Hecha la correspondiente investigación sobre Michel Legrand, llego a la conclusión de que estaba destinado a que esta película suya con Demy me apasionara, porque él fue el creador de la canción que ganó un Oscar por la película de Norman Jewison, The Thomas Crown affair (1968), The windmills of your mind, cantada por Noel Harrison, disco que compré y que requeteoí a mis necios 15 años hasta aprendérmela de memoria; algo que repetí con la sorprendente interpretación de Lee Marvin de Wand’rin’ Star en La leyenda de la ciudad sin nombre (1969) de Joshua Logan; y, finalmente, fue Legrand, también, quien escribió la banda sonora de una película de Robert Mulligan que me gustó lo suyo: Verano del 42. Así, pues, estaba escrito en el pentagrama que desde las primeras notas a ritmo de jazz, hasta las últimas en crescendo orquestal de triste lirismo, esta película me entraría por los oídos para alojarse en los más cálidos terrenos del corazón, junto con las inolvidables imágenes a las que tan estrechamente asociadas vive.

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