domingo, 5 de febrero de 2023

«She, la diosa del fuego», de Irving Pichel y Lansing C. Holden, o los mundos perdidos.

 


La novela favorita de Freud y Jung, producida por el autor de King Kong; la única actuación en el cine de Helen Gahagan, ¡y mucho más! 

Título original: She

Año: 1935

Duración: 101 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Irving Pichel y Lansing C. Holden

Guion: Ruth Rose. Novela: H. Rider Haggard

Música: Max Steiner

Fotografía: J. Roy Hunt (B&W)

Reparto: Helen Gahagan; Randolph Scott; Helen Mack; Nigel Bruce; Gustav von Seyffertitz (Billali).

 

        Lo primero es lo primero: sin la copia que Buster Keaton guardaba en su garaje, esta película hubiera sido una más de las que se perdieron en un incendio en los archivos de la RKO, que se llevaron por delante metraje no aceptado de El cuarto mandamiento, de Orson Welles. Así pues, estamos ante una «superviviente» de la primera adaptación de un clásico de Ride Haggard, el autor de Las minas del rey Salomón, llevadas también a la pantalla, en 1935 y en 1950, esta última con gran éxito de público y, si no recuerdo mal, una de las primeras películas que vi en el cine. La novela inaugura el género de los mundos perdidos y tuvo tres continuaciones, pero de She, solo se han hecho dos versiones, esta que traigo hoy a mi Ojo, la de 1965 de la Hammer, con Ursula Andress, y la continuación de esta historia, La venganza de la diosa de fuego, dirigida por Cliff Owen en 1968.

         La protagonista de She es nada menos que la prestigiosa actriz de teatro y cantante de ópera, Helen Gahagan, casada con Melvyn Douglas, y con una interesante carrera política como congresista demócrata que la llevo a estar entre las tres primeras congresistas de Usamérica.  Repasar su biografía es, de hecho, como estar viendo una película. Con decir que Richard Nixon, a quien se enfrentó en California, recibió fondos de los Kennedy para luchar contra quien consideraban una «peligrosa comunista» revela ya lo inimaginable.

         Merian C. Cooper, quien quería repetir el éxito de King Kong, compró los derechos de la novela de Haggard y proyecto un espectacular film en color con un presupuesto de un millón de dólares. RKO, finalmente, le dijo que con un millón había de hacer dos; She y Los últimos días de Pompeya. She fue un pequeño fracaso en taquilla y perdieron dinero, lo mismo que con el peplum; pero en el reestreno en 1949 de ambas se recuperaron de las pérdidas. La mala aceptación de la película fue la causa de que a Helen Gahagan se le quitaran las ganas de repetir en el cine, para concentrarse en su carrera política. Su papel, sin embargo, tuvo un eco insospechado, porque Walt Disney la tomó como modelo, ¡otra candidata más!, para la reina malvada de Blancanieves y los siete enanitos. Con todo, su actuación brilla a gran altura, por encima de las de sus compañeros de rodaje, el inexpresivo y torpe Randolph Scott y el, solo en esta ocasión, inverosímil Nigel Bruce, el mejor doctor Watson de la Historia del Cine.

         El guion transforma el original novelístico y, en vez de iniciarse la aventura en África, el lugar por excelencia de las aventuras de Haggard, se van a los hielos nórdicos para adentrarse en unas cuevas que los llevarán hasta el reino de Kor, donde reina la inmortal She, quien recibe al joven expedicionario como la reencarnación del amante que tuvo 500 años atrás y a quien, por celos inexplicados, dio muerte, y, sin embargo, conserva momificado, hasta la llegada de su reencarnación, momento en el que sus artes mágicas lo hacen desaparecer. Las enormes puertas por las que acceden al templo de la diosa son las mismas de King Kong, por cierto, pero las aventuras se inician en los mismos hielos, cuando sobreviven a un alud provocado por la codicia del padre de la joven que se ha sumado a la expedición y que devendrá la rival de la diosa en el corazón del joven (relativo). En las cuevas lucharán contra una tribu salvaje que pretenderá comerse al mentor del protagonista, y de quienes se salvan de milagro, porque los soldados de la reina los reducen, capturan y conducen a presencia de ella para que imparta justicia. Antes de seguir he de decir que hay una versión comercializada en vídeo  y coloreada por Harryhausen, amigo de Cooper, en un trabajo auténticamente espectacular, porque da todita la impresión de que se trate de un rodaje original en color, al menos a ojos de un profano aficionado como yo. La he visto, aunque como estaba doblada al alemán en YouTube, había de acordarme de los diálogos de la versión en blanco y negro, en inglés.

         Nadie espere una película al estilo de las aventuras de Indiana Jones, por ejemplo, sino, antes bien, a esas películas heroicas que, con medios muy limitados consiguen unos efectos especiales muy convincentes y unos planos panorámicos de paisajes, nevados o tropicales, de interiores con dimensiones colosales o íntimas que hacen las delicias de cualquier aficionado. Otra cosa es la inverosimilitud total y absoluta de la historia y el modo como los personajes se mueven por esos escenarios, acartonados y obligados a repetir un texto literalmente infumable. El conflicto de la reina, su inmortalidad, sí que está logrado, aunque la réplica de Randolph es pésima, pero ello se debe a que cuesta imaginárselo sin un par de pistoleras en las caderas y vestido de cowboy… Otra pieza importante es la del fiel servidor de la reina, Billali, interpretado —es un decir— por Gustav von Seyffertitz con una gesticulación muy divertida. Eso tiene la película, solo apta para niños que no sean aficionados a los videojuegos, porque entonces incluso a estos les parecerá ridícula. Yo la he visto con los mismo ojos con que vi King Kong y confieso que he disfrutado enormemente con la puesta en escena y con algunas escenas como la del baile ritual, e incluso me ha impresionado un desenlace inesperado y, para la época, realizado con una maestría absoluta en los efectos especiales. Si alguien quiere disfrutar de la perdida «inocencia fílmica», se la recomiendo fervientemente. Críticos «malvados» hay que la sitúan entre las 100 peores películas disfrutables, como John Wilson, lo que deja bien a las claras que, más allá, del torpe desarrollo de la trama, en la que muy discretamente advertimos lo que impresionó a Freud y Jung, la representación del «eterno femenino», perfectamente interpretado por la maravillosa actriz que fue Helen Gahagan, quien me ha parecido una suerte e Sigrid [la del Capitán Trueno] morena de mirada que enamora, la película tiene un atractivo que solo con los ojos del niño que ha sido deslumbrado por el ojo cosmológico podemos disfrutar. Nada que ver con la hasta cierto punto ramplona producción de la Hammer, al margen de una escena de triclinio poderosamente erótica de Ursula Andress, en la que  los soldados de la reina inmortal, ni se sabe si porque la acción transcurre en el Oriente Medio, van disfrazados de romanos. Es curioso, pero entre el final de esta mala copia y el original de Irving Piche, hay una diferencia abismal a favor de este.

 


       

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