La torturada vida de los «triunfadores»: un excelente retrato de la soberbia del poder.
Título original: TÁR
Año: 2022
Duración: 158 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Todd Field
Guion: Todd Field
Música: Hildur Guðnadóttir
Fotografía: Florian
Hoffmeister
Reparto: Cate Blanchett; Nina Hoss; Noémie Merlant; Mark Strong; Sam
Douglas; Sidney Lemmon; Murali Perumal; Diana Birenyte; Vivian Full; Amanda
Blake; Julian Glover; Allan Corduner: Lucie Pohl; Lee R. Sellars; Sylvia Flote:
Frank Röth; Sophie Kauer.
Pasado el tiempo, y alejado de
las controversias del estreno, es mucho más fácil y relajado acercarse a una
obra tan compleja como la que, tras dieciséis años en el dique seco, la mitad
de lo que llevaba Erice antes de su última película, Todd Field ha rodado, tras
dos obras tan mayúsculas como En la habitación y Juegos secretos.
No parece que le haya acompañado la suerte crítica ni el favor del espectador,
porque de los 44 millones de inversión, solo han recaudado 6, al parecer (en
todos lados cuecen habas, no solo en nuestro paupérrimo cine español). En fin,
razón de más para que investiguemos si la película merece ese castigo de
taquilla. A mi juicio la película es valiente y espectacular, pero tiene un
problema casi irresoluble: el principal atractivo de la obra es la
protagonista, o sea, el fantástico esfuerzo creativo de Cate Blanchett; pero,
a su vez, y dada la inmisericorde personalidad del personaje Lydia Tár, este se convierte en el principal enemigo del
espectador, porque nadie en su sano juicio puede empatizar con una neurótica
que roza el sadismo. Sí, es cierto que La pianista, de Haneke es,
también, una película durísima, pero en el personaje de Isabelle Huppert hay al
menos un átomo de ternura que no existe en el personaje de Lydia Tár, «Linda»
de nacimiento, y que cambia, imaginamos, por acercarse a lo clásico y huir de
la vulgaridad de sus orígenes de clase trabajadora, algo que se revela cuando,
en la fase de decadencia vuelve a su hogar familiar y tiene el más gélido de
los encuentros con su hermano, apenas un hola y adiós, y no quiero saber nada
de ti.
Antes de
llegar a esa oscura realidad, la película se abre con una entrevista majestuosa,
en un teatro, que le hace el crítico de New Yorker, Adam Gopnick. La entrada no
puede ser más convincente, porque en el retrato inicial de la actriz, cuando
asistimos a las confesiones íntimas sobre cómo ella vive la música y advertimos
su falsísima humildad, el nivel alcanzado es absolutamente de especialistas en
música, no de simples aficionados. Ahí Blanchet te atrapa y tú te dices que
semejante análisis del arte musical te va a deparar una película en la que
hasta vas a aprender, ¡y mucho! de los entresijos de la música. Tras un indisimulado flirteo
con una hermosa admiradora que le ruega que le deje enviarle mensajes de texto,
ante la contrariada mirada de su asistenta personal, advertimos que Tár no solo
es una directora de orquesta famosa por ser la primera directora estable no «invitada»
de una gran orquesta como la Filarmónica de Berlín, sino un peculiar ser humano
que te apetece conocer en su totalidad para poder tener una impresión total de
él. La continuidad narrativa nos lleva, tras una comida de trabajo donde
apreciamos hasta dónde es poderosa la directora, a una clase magistral en la
archifamosa escuela musical neoyorquina Juilliard. Asistimos, entonces, a un
despedazamiento integral que roza el acoso intelectual y humano, humillante, a un
aspirante a director que se atreve, ¡nada menos!, que a rechazar toda la obra de
Bach por su orientación sexual… Nadie puede negarle al director que se moja de
lo lindo en un asunto tan candente como el de la cancelación y el wokismo, pero
el plano secuencia de la clase es la segunda joya que nos entrega en esta
película de tan singular capacidad de atracción. Ver evolucionar a Tár por el
aula, pontificando y descalificando a partes iguales provoca un terrible
enfrentamiento con el joven, a quien parece que quiera hacer pagar el
sinsentido ideológico que se ha apoderado de nuestras sociedades, porque la
disociación entre el autor y la obra se lleva en esa escena al máximo, ¡nada
menos que negarse a escuchar nada, absolutamente nada, de uno de los grandes
genios de la música de todos los tiempos!
En cuanto llega
a Berlín y sabemos que vive en pareja con la primera violín de la orquesta y
que tienen una hija problemática, entramos en la dimensión cotidiana de la
protagonista, y entonces descubrimos que, junto a su brillantez como directora,
sufre una sequía creativa que la tiene paralizada en apenas unos breves
compases de una obra permanentemente inacabada, una suerte de refugio en el
que, sin embargo, nada crece: un desierto, el que ella, cactus supremo, hace
brotar a su alrededor. Que es hipocondríaca y maniática de la limpieza lo
descubrimos, como otras cosas, por pequeños gestos, como el de empujar la
puerta de un lavabo público protegida la mano por un pañuelo de papel, por
ejemplo. Lo que sabemos, más adelante, es que quien tiene oído absoluto, como
ella parece tener, las pesadillas le vienen por las alucinaciones auditivas,
que la llevan a padecer de un insomnio muy acorde con su personalidad maniaco obsesiva.
Es cierto que es una profesional indiscutible, pero cuando llega el momento de tomar
ciertas decisiones, descubrimos que sus intereses sexuales bastardos se cruzan
con sus responsabilidades de gestión, y ahí comienza una deriva que se cruza
con la injusticia humillante que sufre su asistente personal, buscándose su
enemiga.
Después de dos
tercios de película recreados en el lujo, la exquisitez y el brillante análisis
psicológico de una mujer construida sobre la soberbia, el autoritarismo y el
narcisismo patológico, se inicia un tramo aceleradísimo en el que no puedo ni
debo entrar. Como pórtico tenemos una escena terrible, esta sí que propia de la
película de Haneke, en la que la «cuidadora» —por decir algo…— de la anciana vecina
llama a su puerta para que la ayude a levantar a la mujer, que se ha caído de
la silla: la escena desgarradora de una mujer en un charco de heces, famélica y
desnuda no es boca fácil de tragar, pero en la película tiene una función narrativa
nada desdeñable, porque se inicia el acelerado proceso de descenso a los
infiernos de un personaje que durante todo el metraje se cree tocada por el
dedo de los dioses y por encima de todo y de todos. No es que Cate Blanchet se
crezca en ese tramo, sino que continúa la inmensa actuación que le hemos ido
viendo a lo largo de la película, toda ella de detalles que exigen un visionado
atento, porque, como bien sabemos, «el diablo está en los detalles»… No se
trata de una película de la que uno salga como se sale de otras como Barbie,
de Greta Gerwig, y ello quizás ha redundado en su relativo fracaso económico,
pero no artístico: A Tár muchos de los que la censuran volverán encantados y
apreciarán el inmenso talento que los planos, la puesta en escena y la
actuación de Blanchet nos regala Todd Field.
P.S. A veces he tenido la sensación de que travestido en Tár se nos hablaba también de Herbert von Karajan… Intuición masculina.
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