jueves, 12 de septiembre de 2024

«Decálogo, 4. Honrarás a tu padre y a tu madre», de Krzysztof Kieślowski.

Las frágiles fronteras del tabú: del incesto y sus condiciones. 

Título original: Dekalog, cztery.

Año: 1990

Duración: 55 min.

País: Polonia

Dirección: Krzysztof Kieślowski

Guion: Krzysztof Kieślowski, Krzysztof Piesiewicz

Reparto: Adrianna Biedrzynska; Janusz Gajos; Artur Barcis; Adam Hanuszkiewicz; Elzbieta Kilarska; Jan Tesarz; Andrzej Blumenfeld; Aleksander Bardini.

Música: Zbigniew Preisner

Fotografía: Krzysztof Pakulski.

 

          La cuarta entrega del Decálogo es, sin duda, junto a la quinta, que convirtió en un largometraje, la más polémica, y he leído, además, que fue la última que rodó. Esta circunstancia le ha servido a un crítico de FilmAffinity para establecer una correlación alegórica entre los destinos de los personajes y los destinos de Polonia, puesto que el país, tras la caída del muro de Berlín se sume en una suerte de caos del que ni se sabe cómo puede salir. Desde el plano simbólico se desdeña, sin embargo, la potente figura del personaje-testigo que vuelve a aparecer en esta entrega, en este caso en una canoa que cruza el río justo cuando la protagonista, una joven huérfana de veinte años, está a punto de abrir una carta que puede cambiar radicalmente su vida, porque se trata de la misiva que escribió su madre antes de morir, cinco días después de haberla alumbrado; se trata del mismo personaje mudo encarnado por Artur Barcis. En este caso, carga la canoa sobre sus hombros y se interna en la arboleda cercana, pasando junto a la protagonista sin cruzar ni una palabra con ella, tal y como ha aparecido en todos los capítulos en los que lo vemos. La figura de la canoa, blanquísima, tanto que parece iluminada, acaba, a distancia, convertida en un rombo, una suerte de losange que los duchos en iconografía identificarán claramente con uno de los símbolos del cristianismo.

          La historia se abre con una escena en la que una mujer joven se acerca a la mesa de comedor y ve el pasaporte de quien se supone que convive con ella y debajo una carta en la que se lee: «Abrir solo tras mi muerte». Acto seguido se dirige a la cocina y se aproxima a la cabecera de la cama donde duerme un hombre de mediana edad, le da un beso cariñoso en la mejilla y le vierte un chorro de agua felicitándole el Lunes de Pascua. Después se esconde tras un sillón y deja que el hombre se confíe. Inmediatamente después le vacía la jarra sobre la cabeza. El hombre coge una olla con agua y se dirige al baño, donde la joven se ha refugiado y le exige que abra. Cuando puede entrar, le lanza el agua, dejándola empapada, lo que visualmente consigue el efecto de casi desnudarla. La mirada extraña del hombre a ese cuerpo húmedo y hermoso de 20 años, impropia de un padre, algo nos da a entender ya. Y no tardamos en adentrarnos en una historia morbosa, llena de angustia, culpa y remordimientos que constituye la relación de esa joven con quien hasta la fecha ha considerado que es su padre. Antes de salir de viaje, oye la conversación de su hija con el novio, a quien le tranquiliza porque, finalmente, le ha venido el periodo y no hay peligro de embarazo.

          La carta, estratégicamente situada para despertar la curiosidad de la joven, atrae poderosamente a la joven, quien se la lleva fuera de la casa, junto con unas grandes tijeras, para abrirla y leerla. Abierto el primer sobre, sale otra carta de él, esta escrita por su madre y dirigida a su hija Anka (Anna). Luego aparece el canoero que pasa por su lado como cuando decimos, tras un poderoso silencio, que «ha  pasado un ángel». Y a partir de ahí se va a iniciar un drama de consecuencias terribles, porque la hija le comunica al padre, cuando este vuelve de viaje, que ha leído la carta de su madre en la que le confiesa que su padre no es su padre. Este reacciona dándole una bofetada, tras la cual se va. La hija, que estudia arte dramático y está a punto de licenciarse, aparece en una de las sesiones en las que ha de practicar su oficio, pero sin lograr concentrarse para conseguir la verosimilitud que le pide el profesor. Está ya trastornada por la revelación, que no sabemos si se corresponde a la realidad o no, porque en un momento dado se la ve escribiendo una imitación de la letra de la madre, y en ningún momento el espectador ve con sus propios ojos la carta de la madre desplegada en pantalla. Ella le repite el contenido al padre de memoria, pero apenas dos frases sobre sus orígenes, y ahí se acaba la historia.

          Que la sombra del incesto, que es el tema fundamental de la historia, sobrevuela todo el tiempo sobre la inusual «pareja» queda claro cuando en una noche de confidencias «a calzón quitao», que dicen los colombianos, se confiesan mutuamente una atracción que jamás ha dado un paso más allá del sufrimiento interior de cada uno de ellos, sin que nunca, en su convivencia, haya habido la más mínima transgresión de una relación paterno-filial, a pesar de los celos de hombre de uno y de la insatisfacción de ella con todas sus parejas, en quienes no encontraba lo que buscaba: a su propio padre. El tono intimista de esta historia está tejida con unas luces apagadas y violentas, con unos planos incluso agresivos, sin mediar ese cristal que rompe «un golpe de viento», tan airado como el nivel de sus propias pasiones. El hombre confiesa que siempre ha querido que ella tuviera descendencia  para convertirla en imposible objeto de deseo; ella, sin embargo, jamás ha querido ni comprometerse ni mucho menos quedarse embarazada, porque sabía que nunca iba a estar junto a la persona adecuada, lejos de quien ha convivido con ella y la ha cuidado tan solícitamente. Cuando la situación queda finalmente esclarecida, al hombre no le queda más remedio que alejarse de ella, marcharse del piso y renunciar a lo que la moral le prohíbe, aunque Anka no sea su hija y siga sintiendo por ella una poderosa atracción. El final no lo revelo. Han de verlo. Les recuerdo, eso sí, la futura profesión de la hija y la aparición del losange para cerrar la historia.

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