Esos
insondables espacios terribles y oscuros entre la razón y la fe…
Título original: Dekalog,
jeden.
Año: 1989
Duración: 53 min.
País: Polonia
Dirección: Krzysztof
Kieślowski
Guion: Krzysztof Kieślowski,
Krzysztof Piesiewicz
Reparto: Henryk Baranowski;
Wojciech Klata; Maja Komorowska; Artur Barcis; Aleksandra Majsiuk; Ewa Kania; Magdalena
Mikolajczak.
Música: Zbigniew Preisner
Fotografía: Wieslaw Zdort.
El Decálogo de Krzysztof Kieślowski es un proyecto cinematográfico de tal entidad que constituye una obra maestra digna de ser vista en lo más parecido a un «maratón», como suele hacerse con algunas series o miniseries. La unidad de fondo de todos los mandamientos, tanto en la escenografía como en la aparición de algunos personajes en tramas totalmente diferentes, permite comprender que subyace una unidad formal y temática que nos obliga a no ver estas pequeñas joyas del cine de forma aislada. Las únicas que «aisló» fueron la quinta, No matarás y la sexta, No cometerás actos impuros, que alargó para exhibirlas como largometraje. Me reservaba para un tiempo en el que no tuviera ninguna otra urgencia crítica y pudiera centrarme en estos episodios que afrontan la ley moral del Occidente desde una perspectiva agnóstica y poco afín a la institución eclesiástica que ha dominado espiritualmente Europa desde la caída del Imperio romano. Enraizadas, las historias, en la sociedad polaca anterior a la caída del comunismo, Kieślowski va a plantear en cada episodio un problema moral al que hemos de enfrentarnos desde una doble vertiente: la estética y la ética. Para la segunda, pocas son las respuestas que hallamos en los episodios; la primera, sin embargo, nos nutre de hermosas y precisas declaraciones que valen casi como postulados, aunque la ambigüedad permita no pocas interpretaciones.
Al espectador
lo primero que le va a llamar la atención es la fotografía de la película, los
encuadres, los primeros planos poderosos y una puesta en escena en la que, como
en los países comunistas, no hay diferencia de clases visibles entre los
habitantes de unos bloques como los que los turistas visitamos en la parte
oriental de Berlín, el famoso estilo «pastelero». Hay un tono sombrío en la
fotografía que podemos asociar con los hondos problemas morales que
afectan a los personajes de estas
historias, tan densas como sobriamente actuadas por un elenco de actores y
actrices que exhiben un poderío interpretativo contundente. Lo segundo, o puede
que lo primero y al tiempo que la fotografía es la música, obra de Zbigniew
Preisner: ¡una maravilla más allá de toda ponderación! Que no me pregunten
cuánto contribuya esta magistral banda sonora a conferirle a los episodios su
personalidad, porque estaría dispuesto a confesar que las imágenes son una
aproximación a la atmósfera que crea la peculiar e intensa banda sonora de este
Decálogo, digna de cualquier acreditada sala de conciertos de cualquier parte
del mundo.
La primera
entrega del Decálogo tiene que ver con la presencia de lo espiritual en la vida
moderna, en lucha contra la ciencia que todo lo domina, aquí encarnada por un
ordenador que les permite, a un padre y su hijo, plantear y resolver problemas
y buscar la solución a preguntas sencillas de la vida corriente. Se trata de
una primerísima versión de los ordenadores, anterior a Microsoft y Windows. El
padre es profesor de universidad y el hijo es un ser superdotado que, al
contacto con la realidad de la muerte en forma de un perro congelado en las
inmediaciones de su casa, se hace preguntas, las fatales preguntas que la
humanidad lleva haciéndose desde que descubrió el razonamiento en todas sus
variedades. El padre está separado, y es su hermana quien se encarga de
mantener una presencia femenina en la vida del chico. Él es agnóstico. Ella es
creyente. El niño se mueve entre la admiración hacia el padre y «su» ciencia,
que parece tener la última palabra sobre la realidad. El hijo, Pawel es una
adorable criatura llena de curiosidad por todo, incluso por esa fe tan
abstracta que abraza su tía y en la que él quiere iniciarse, para comprenderla.
El padre no se opone, curiosamente, en lo que constituye una hermosa muestra de
tolerancia que no siempre es correspondida desde el lado de la Iglesia
Católica, tan intolerante con los paganos. Es notable la secuencia en la que el
padre, aconsejado por el hijo, es capaz de ganarle una simultánea a una
profesional del ajedrez, y cómo comparten ambos el orgullo de esa victoria
insólita.
La película se
abre, no obstante, con la imagen de un personaje junto a una fogata, a quien se
le escapa una lágrima, como si se nos quisiera alertar de una tragedia que está
por venir. Más adelante entenderemos su significado. ¿Quién es? No lo sabemos. Está
y mira, y ahí se acaba su cometido. El director, amante de símbolos y
metáforas, no se explaya, aunque en otros capítulos volverá a aparecer el mismo
actor encarnando al mismo personaje observador, testigo, pero ajeno a las
tramas en las que se inserta.
Gracias al
ordenador, cuando en el invierno profundo el lago se ha helado, padre e hijo
calculan la densidad del hielo y su capacidad de resistencia para saber si el
hijo puede patinar sobre él. Fiado en esa certidumbre, el hijo, que no ha
tenido clase de inglés porque la profesora estaba enferma, decide con otros
amigos patinar. Y ahí surge, con una fuerza inusitada, el drama de un padre que
se enfrenta a la muerte de un hijo tras haber fiado su seguridad a la otra
diosa soberbia que se enfrente al «Todopoderoso», la «ciencia». La devastación
del padre, que se niega a arrodillarse a orillas del río cuando empiezan a
sacar los cuerpos, algo que hacen el resto de presentes, su hermana incluida,
nos conmueve de tal manera que es imposible hurtarse a la lucha interior de
quien no acaba de explicarse lo que ha sucedido. Es magnética la escena en que
desarma violentamente un altarcillo erigido en torno a la virgen y la cera de
las velas de homenaje se estrella contra el rostro divino y se funde en
lágrimas que parecen emanar de los ojos del retrato… Toda la película nos ha
mostrado reiteradamente la vitalidad, desparpajo, alegría y hasta entusiasmo
del joven Pawel, de modo que, tras su muerte, solo nos queda una grabación que
la tía contempla al comienzo de la película con tristísima añoranza.
Toda la
película está llena de afirmaciones positivas en pro de la ciencia y de cómo la
nueva industria de los ordenadores va a cambiar la realidad de las generaciones
futura, es decir, la de todos nosotros. Incluso en la casa del profesor y del
hijo han instalado un sistema domótico que exhibe con fe ciega ante la
mayúscula sorpresa de su tía, que ve cómo se cierran puertas o se abren grifos
mediante órdenes dada al ordenador. Nos dirigimos, pues, al mejor de los mundos
posibles, salvo error de cálculo…, y ese error es el que nos sume en la
desesperación y la duda.
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