La conciencia
como campo de batalla o no se pueden querer dos amores a la vez…
Título original: Dekalog, dwa - Dekalog 2 (Decalogue: Thou Shalt Not
Take the Name of the Lord Thy God in Vain)
Año: 1990
Duración: 57 min.
País: Polonia
Dirección: : Krzysztof
Kieślowski
Guion: Krzysztof Kieślowski,
Krzysztof Piesiewicz
Reparto: Krystyna Janda; Aleksander
Bardini; Olgierd Lukaszewicz; Krystyna Bigelmajer; Artur Barcis; Stanislaw
Gawlik; Krzysztof Kumor; Maciej Szary; Jerzy Fedorowicz.
Música: Zbigniew Preisner
Fotografía: Wieslaw Zdort,
Edward Klosinski.
Una imagen
inquietante, el cadáver de una liebre que, al parecer, ha caído de uno de los
pisos donde viven los protagonistas de esta entrega del Decálogo. Una
mujer asomada a una ventana del vestíbulo de una planta, que no se atreve a
entrar en contacto con un vecino. Pronto sabremos que ella atropelló no hace
mucho a su perro. Él es el médico que está atendiendo a su marido, quien se
debate entre la vida y la muerte. La tensión de la mujer mete escalofríos en el
cuerpo. Es altiva, y está a punto de un ataque de nervios, si bien parece
controlarse con cierta experiencia. El médico la despacha con desdén: vaya a la
clínica el día que toca visita. Ella no se corta: «Ojalá lo hubiera atropellado
a usted». Más tensión es imposible
concentrar de buen comienzo. Estamos en la misma barriada que en la primera entrega. La fotografía de interior tiende al registro tenebroso. La cámara se
sitúa en ángulos que parecen indicar que se rueda en un espacio real, no en
estudio. Hay una cierta pobreza decente en los espacios: en la escalera, en las
casas, en la clínica, donde lucha entre la vida y la muerte el marido de ella,
alpinista.
A pesar del
encontronazo entre la mujer y el doctor, la bondad natural de este no tarda en
aliviar la tensión y acaba aceptando la confidencia de la situación que tiene a
la mujer al borde de ese ataque de nervios: a pesar de que los médicos le
habían asegurado que no podría tener hijos, se ha quedado embarazada, pero el
hijo no es del marido, sino de su amante, director de orquesta; ella, a su vez,
es violinista. Con notable angustia, se dirige al doctor para que este le
asegure si su marido va a morir o no, puesto que está en coma y se ignora si
progresa hacia la muerte o hacia la recuperación. Como en otras narraciones de
la serie, el director construye un espacio de ambigüedad que deriva hacia los
personajes la obligación de tomar ellos sus propias decisiones autónomas, o lo
más autónomas posible. El doctor no pone la mano en el fuego ni por lo uno ni
por lo otro, pero la decisión de ella de abortar si no sale de la indecisión,
lo obliga a pronunciarse.
El doctor ha
perdido a su familia en un bombardeo durante la guerra. Y algunas tardes recibe
a una amiga con quien lleva a cabo una especie de psicoterapia. En esas
sesiones informales el doctor le cuenta a su invitada los sueños en que
vívidamente rememora su vida familiar. Notemos, porque todos los movimientos de
los personajes tienen algún significado, que cuando entra la mujer para revelarle
él como ve a su marido, pone boca abajo
el retrato de su familia, como si no quisiera mezclar ambas historias ni abrir
sus recuerdos a la impertinente vecina angustiada.
Las imágenes
del delirio febril del marido: la amplificación del sonido de una gota de agua
que cae sobre una cañería herrumbrosa, los primeros planos sudorosos de
él, nos indican lo que parece entenderse
como un inexorable destino. El momento culminante del relato es la exigencia de
ella de que él, en modo alguno creyente, jure que su marido morirá, porque solo
así evitará abortar. Y el médico lo jura, con la escasa solemnidad que él le
pueda conceder al juramento, pero con el efecto deseado de que la mujer no
aborte y se «salve» ese milagro de la vida que le parecía negado. No mucho más
tarde, en la misma habitación del enfermo, el director centra la cámara en la
evolución de una abeja que ha caído en un líquido azucarado y que pretende
salir de él escalando sobre el mango de la cucharilla que reposa en el vaso. El
titánico esfuerzo del insecto es clara alegoría de la lucha del enfermo por
sobrevivir a su mal, que el médico consideraba inexorable.
La mujer, en
el ínterin, ha rehuido contestar a las llamadas de su amante, que está
trabajando en otra ciudad, y sufre en silencio el drama de querer a ambos
hombres por igual y la «imposibilidad» de tener un hijo con su marido, si
sobrevive, sabiendo que el padre es «el otro»…, una estructura melodramática
que, gracias a los silencios, las interpretaciones, la música de Preisner y el
agobio de los espacios públicos opresivos, a fuer de impersonales, convierte la
pieza en una pequeña obra maestra de la introspección y el conflicto moral. No
desvelo el final, pero, de hecho, el guion está construido de tal forma que la
interpretación última recae en el espectador de cuanto sucede, y de nuevo aquí
vuelve a aparecer ese personaje-testigo que, supuestamente, nos representa o
representa al propio director, su perplejidad ante casos tan humanos, demasiado
humanos, y, por ende, tan llenos de vida como de esperanza y de dolor.
No deja de
sorprenderme cómo Kieślowski edifica los mandamientos de este Decálogo sobre
una percepción de la vida cotidiana que viene a decirnos que los conflictos
éticos se nos presentan de forma cotidiana, en nuestra propia vida o en la que
nos rodea, que somos todos habitantes de unos bloques en los que la vida es la vida de todos. Y la
presencia de unos personajes en unos y otros episodios permite referirnos a
intentos creativos como la Comedia humana, de Balzac.
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