viernes, 20 de septiembre de 2024

«No toquéis la pasta, de Jacques Becker o las hechuras clásicas del «polar».

 

La ética de los bajos fondos o un canto a la amistad del guante blanco…

 

 

Título original: Touchez pas au grisbi.

Año: 1954

Duración: 92 min.

País:  Francia

Dirección: Jacques Becker

Guion: Albert Simonin, Jacques Becker, Maurice Griffe. Novela: Albert Simonin

Reparto: Jean Gabin; René Dary; Dora Doll; Vittorio Sanipoli; Marilyn Buferd; Gaby Basset; Paul Barge; Alain Bouvette; Daniel Cauchy; Denise Clair; Angelo Dessy; Jeanne Moreau; Lino Ventura; Delia Scala.

Música: Jean Wiener

Fotografía: Pierre Montazel (B&W).

 

          ¡Bueno, bueno, bueno, si esta película se rodase hoy tal cual! Si no la llevaban al tribunal de la inquisición de la corrección política o al TOP del gobierno de Su Excelencia, no la llevaban a ningún lado… Estamos en 1954 y un polar con delincuentes elegantes, de guante blanco, con ciertos valores dentro del código del hampa, y con mujeres que, aun teniendo sus propias vidas, aceptan rendirse a la virilidad de galanes entrados en años y experiencias como Jean Gabin nos indican, claro está, la desconexión con estos tiempos en que los valores han cambiado, afortunadamente, pero en los que se ruedan pocas películas como este sereno, elegante y, si me apuran, hasta frío thriller en que la amistad predomina sobre el interés, y en el que se narra, de la manera más eficaz, sencilla y estéticamente irreprochable un caso de rivalidades y prurito profesional.

          La vida parisina, el restaurante familiar, la sala de fiestas, desde cuyas oficinas se abre una ventana que permite ver la sala, la vida solitaria y amorosa del protagonista y el choque entre la amante-artista que se ha cansado de su «protector» y le pide al protagonista, amigo íntimo de él, que le libre de su vínculo tóxico, porque ha caído en los brazos del rival delictivo del protagonista, va preparando el terreno para lo que se anuncia desde el principio en las páginas de un diario: el robo de lingotes de oro por valor de cincuenta millones de francos siguen en paradero desconocido. Digamos, antes de seguir, que esa amante-artista (en un soso número de cabaret, por cierto) es nada más y nada menos que Jeanne Moureau, en su octava película, haciendo de mujer fatal y urdidora de traiciones con un aplomo y propiedad absolutos. Una presencia magnética, de quien la cámara se enamora cada vez que aparece en escena. Y junto a Gabin, macizo, cuadrado e impasible, forma un dúo muy curioso.

          Si una intención domina esta historia esa no es otra que la sencillez y la efectividad, de la iluminación, de los planos y de la economía narrativa, porque no hay ni un solo plano que pueda ser considerado de «relleno», que es el vicio de muchos metrajes en la actualidad: se estiran y se estiran las películas sin que nada se aporte a la trama ni al dibujo de los caracteres que protagonizan las historias. Aquí, sin embargo, Becker, amante del cine negro usamericano, aplica a su historia una voluntad reductora que beneficia enormemente a la película.

          Cuando un rival pretende hacerse con esos cincuenta millones en lingotes, porque sabe que solo el protagonista ha sido capaz de ejecutar un golpe tan limpio y productivo, entra en juego el más eficaz de los recursos: el secuestro y la amenaza de muerte del camarada, del amigo del elegante ladrón en quien, sin conocerlo, confiaríamos ciegamente, por sus modales, su porte distinguido y su caballerosidad. El golpe que asegura la vejez, o casi, del protagonista ni de lejos tiene el valor que la vida de su amigo, y de ahí la necesidad de «recuperarlo» en primer lugar y de evitar, en segundo, que el rival se salga con la suya, esto es, con el botín. El rival lo protagoniza Lino Ventura, quien debuta en el mundo del cine en esta película de gran éxito en Francia, y quien, aunque en pocas secuencias, le aguanta el tipo a Gabin y comienza a forjar su propia carrera de hombre «duro», aunque rodó de todo a lo largo de su sólida carrera.

          Con un blanco y negro y una fotografía de thriller canónico, Becker es un consumado maestro a la hora de narrar escenas como la de la tortura del secuaz de Angelo, el intercambio del secuestrado por el oro, y las múltiples escenas en las que el coche tiene una presencia dominante, visto o no desde el piso superior de un edificio, como suele suceder. Hay una movilidad llamativa en esta película en la que, aparentemente, todo sucede de un modo podríamos decir encubierto, sotto voce, sin alterar para nada la cotidianidad que los personajes siguen escrupulosamente, como cuando, tras el curioso desenlace de la rivalidad entre los delincuentes, Max, el protagonista, aparece en el restaurante de siempre con un bellezón para que siga fortalecida la línea narrativa de «la vida sigue su curso» y él no tiene nada que ver ni al principio con el robo del oro ni después con…

          Bueno, eso ya lo habrá de averiguar el espectador por su cuenta. Yo me limito a hacer hincapié en la riqueza formal de la película, próxima, muy próxima, a la del clásico que rodará Dassin un año después, guardando muy bien en la retina los hallazgos visuales de esta película de Becker: Rififí. Es cierto que deberíamos hablar más de cine negro tradicional que de polar, porque entiendo que la versión francesa del polar es aquella en la que la policía juega un papel importante en la trama, algo que no sucede aquí. De hecho, en clave irónica, la policía solo entra en escena cuando, de paisano y en su tiempo libre, pretende cenar en el restaurante frecuentado por los delincuentes: «Si los dejara entrar a ellos, no tendría sitio para vosotros», concluye la patrona, quien los envía al restaurante de enfrente, cuyo rótulo luminoso, Victor, se ve a través de la puerta de cristales de su restaurante.

          Que la historia esté llena de los tópicos habituales de este género forma parte de la solidez de la obra, sobre todo porque la veracidad de los distintos personajes y de los ambientes que frecuentan, así como la mínima pero magnífica «acción», rodada con exquisita precisión y fotografía, nos convencen de su excelencia, y, visto desde la moral puritana de nuestros días, a algunos puede incluso divertirles el culto a la virilidad virtuosa del protagonista. O tempora o mores

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