El peso del
pasado en situación bélica: la horquilla estrechísima del dilema ético: un
episodio de la persecución de los judíos en la Polonia ocupada.
Título original: Dekalog,
osiem.
Año; 1990
Duración: 55 min.
País: Polonia.
Dirección: Krzysztof
Kieślowski
Guion: Krzysztof Kieślowski,
Krzysztof Piesiewicz
Reparto: Maria Koscialkowska;
Teresa Marczewska; Artur Barcis; Tadeusz Lomnicki: Bronislaw Pawlik; Ewa
Skibinska; Marian Opania; Marek Kepinski; Krzysztof Rojek.
Música: Zbigniew Preisner
Fotografía: Andrzej
Jaroszewicz.
Poco a poco,
Kiéslowski va pasando revista no solo a la sociedad polaca actual, simbolizada
en las historias vagamente entretejidas que transcurren en esos bloques
sovietizantes en los que se borran las diferencias de clase, pero subsisten los
«universales» de la condición humana, sino también a su particular memoria
histórica desde la Segunda
Guerra Mundial, como país doblemente ocupado, primero por los nazis, lo que
desencadenó dicha guerra, y, posteriormente, por los soviéticos a través del
partido comunista polaco, bendecido por la URSS en su avance hacia Alemania para
derrotar a Hitler.
Tomando como referencia, la historia
narrada en el segundo capítulo del Decálogo, la de la mujer embarazada
que va a tener un hijo de su amante y quiere saber si su marido, en estado de
coma, va a morir o no, para tomar una decisión sobre ese embarazo, la historia
del capítulo sobre la mentira se centra en una profesora de ética en la
universidad, a quien visita su traductora usamericana, de origen polaco, y en
cuya clase entra para oír, en boca de una alumna, la historia referida y para,
a continuación, exponer ella otro caso, el suyo propio, que tiene a la
profesora como principal protagonista, junto con su marido. De hecho, la
película se inicia con la imagen parcial de un hombre que lleva de la mano a
una niña judía para buscarle un escondite en aquellos tiempos oscuros de la
persecución contra los judíos, considerados «raza inferior» por el nazismo,
haciéndose eco, de paso, del temor irracional que buena parte de Europa ha
sentido siempre hacia ellos, desde los Urales hasta el Atlántico.
Entre una y otra historia, el personaje
anónimo que actúa no se sabe en calidad de qué, acaso de testigo, aparece en la
clase como un estudiante o un oyente más. Al salir de la clase, la profesora le
comenta que los protagonistas del caso expuesto por la alumna viven en el mismo
edificio que ella, pero esa revelación, aun sorprendiéndola, no la desvía de su
objetivo: interperlar a la mujer por las razones de su negativa a acogerla en
su casa y librarla de un más que seguro terrible destino, en su condición de
judía. La traductora quiere, además, ampliar el círculo de las personas que
intervinieron en aquel hecho y que aún estén vivas, y con ese fin se acerca al
edificio donde fue llevada, a unos pisos enormes donde, como resto de la
solución que se le dio al problema de la vivienda, vivían ahora cinco familias,
pero ninguna capaz de responder ante ella sobre aquel suceso.
Este capítulo del Decálogo está planteado
como un «caso académico», y aunque las protagonistas intercambian sus
experiencias y sus sentimientos, el asunto se acaba enfocando desde la frialdad
de un suceso que, al menos en la profesora, no dejó tanta huella como otros que
vivió. De hecho, la respuesta a los
interrogantes existenciales de la mujer usamericana puede decirse, como así lo
dice la profesora, es banal: les habían avisado previamente de que se podía
tratar de una trampa para que la Gestapo llegara hasta las células de la
resistencia y acabar con ellos. Incluso la familia que les propuso el amparo de
la niña estuvo al borde de ser «ajusticiada» como colaboracionistas. De ahí se
deriva que quien la llevó de la mano aquella noche se niegue a hablar del
pasado, de la guerra y aun del presente, aunque ya se haya iniciado el proceso
para volver a la democracia en el país.
Éticamente, y más allá de otras
consideraciones, el juicio último de la profesora de ética, en el caso de la
mujer de su mismo edificio embarazada por el amante, fue que «el niño vivía» y
esa es, respecto de su invitada, su misma conclusión: vive, no murió en aquella
noche tenebrosa de la locura nazi.
Las películas del Decálogo tienen,
cada una de ellas, un director de fotografía diferente, lo que no impide que
todas ellas tengan rasgos comunes, sobre todo por lo que hace a la oscuridad
dominante en casi todos los capítulos: contrastes de claroscuros muy marcados.
En este capítulo, hay dos novedades, una el parque exuberantemente verde por el
que corre la profesora, y, otra, la noche en que la profesora pierde de vista a
su invitada y recorre el barrio y la
escalera donde fue llevada aquella noche. Ahí se advierten ecos
cinematográficos claros de El tercer hombre, de Carol Reed.
La relación entre ambas mujeres no es
estática, porque la presencia de la traductora y la revelación de que ella fue
la niña «rechazada» suponen una suerte de redención de la profesora. A pesar de
que tiene un extravagante encuentro en el parque con un contorsionista que
quiere aparecer en televisión y cuyo consejo para practicar su técnica la puede
llevar a hacer lo mismo, este le acaba revelando que quizás ya sea muy tarde
para ella, tan mayor y tan rígida; pero, sin embargo, hay un sutil cambio de atuendo
y de peinado en la mujer, al contacto con la usamericana, que parece inundarla
de paz y de resignación ante la dura realidad de que su único hijo, por
ejemplo, huya de ella y no quiera saber nada de su vida, algo que venimos de
ver en el episodio anterior a este.
¡Qué microcosmos tan apasionante, el de
este Decálogo que nos disecciona la sociedad y la historia polacas sin
complacencia ninguna!
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