La rubia, debería de haberse llamado esta
película sobre la pasión instantánea que despierta la belleza sublime. Una
tragedia ambientando en los bajos fondos que admiten la cobardía y la nobleza.
Título original: Casque d'or
(Golden Marie)
Año: 1952
Duración: 96 min.
País: Francia
Dirección: Jacques Becker
Guion: Jacques Becker, Jacques Companeez
Música: Georges Van Parys
Fotografía: Robert Lefebvre
(B&W)
Reparto: Simone Signoret, Serge Reggiani, Claude Dauphin, Raymond
Bussières, Gaston Modot, Paul Barge.
Suele sucederme que acabo de ver
una película y, puesto en el trance de justificar mi favor, me embarbasco en
unas explicaciones que rodean el comentario justo o preciso y que no me dejan acabar
de explicarme como a mí me gustaría. Eso me ha pasado con esta trágica historia
de Marie, filmada con una austeridad y una intensidad extraordinarias por quien
fuera ayudante de dirección de Renoir, y el comienzo de la película a fe que
parece un homenaje a su mentor y maestro: la llegada en barca al merendero con
orquesta en el que se inicia una trama destinada a tener un mal final comparte el culto a los placeres populares, a
sus costumbres modestas y a sus planteamientos sin adornos ni arrequives de
tipo alguno.
Hay un sí sé qué de primitivo y esencial en esta tragedia que no acierto a explicarlo, pero que lo veo con total nitidez. Una vez que ya el carpintero, expresidiario, ha unido su destino al de Marie, y viven ambos en una casa simple, sin nada que no sea imprescindible para un vivir elemental, decoroso, pero básico, y él sale al encuentro de ella desbastando con la navaja la rama de un árbol, como a los cowboys tímidos y de pocas palabras se lo hemos visto hacer en numerosos westerns, ella le reclama la rama, la tira a un lado y le pide inmediatamente después que la bese. Todo es así, directo, elemental, necesario, sin complicaciones y todo ello, cuando el demonio de los celos urde sus planes de venganza, una trágica complicación para ambos. Es en el merendero donde George baila con Marie, ante los irrefrenables celos del chulo al que «pertenece», Roland, y cuya propiedad envidia el jefe de Roland, Félix, el jefe de una banda de aquellos pequeños delincuentes a los que se llamaba en París «apaches»; en ese merendero, digo, es donde se comienza a gestar lo que acabará convirtiéndose en una tragedia. El encuentro entre el carpintero y la «rubia», con un cruce de miradas incendiadas, da pie a un baile curioso en el que él deja una mano yerta junto al flanco al tiempo que imprime una velocidad a sus giros que parecen indicar la ebriedad sensual que se ha apoderado de él, y que a ella no le disgusta.
La acción
transcurre a principios de siglo y tiene la virtud del buen gusto en la
recreación no solo de los espacios, sino también del vestuario y de todo cuanto
evoca un tiempo alejado de la modernidad que irrumpiría de un modo casi
violento en las sociedades europeas a poco de acabarse la Gran Guerra. Aún el
ritmo de vida tiene el eco de los trabajos antiguos, y las diversiones el sabor
de lo tradicional: música, baile, paseo, y todo ello, muy cerca de la
naturaleza. El vestuario es soberbio y esas fajas, como los sombreros o los
pantalones achulapados tienen un sabor de época total. Lo mismo ocurre con los espacios
y muy particularmente con el local parisino donde el director tiene a bien
mezclar, en uno e los momentos trascendentales de la trama, a las clases altas
que han «bajado» al infierno de los pobres y delincuentes para divertirse. Esa
frivolidad de los ricos no excluye la posibilidad de que sean víctimas de un
robo, ¡o una violación!, dicen los mentecatos entre risas… Lo que sucede, sin
embargo, aunque en el patio trasero del local, es una pelea a muerte entre el
nuevo enamorado de Marie y el chulo de la banda que la «patronea», Roland. Se
trata de una lucha escenificada de forma muy meritoria y que nos da toda la
sensación posible de realidad, porque el carpintero, no lo olvidemos, había
sido antes delincuente y había cumplido cinco años de cárcel, donde conoció al
miembro de la banda de Félix que lo reconoce en el merendero y lo invita a conocer
a sus compinches, entre ellos a Marie, de quien se enamora, como ya he dicho a
simple vista, siendo correspondido.
No estamos ante
una película de mucho texto, sino de intensas pasiones y bellísimas imágenes,
aun cuando la puesta en escena refleje el mundo modesto del proletariado y del
hampa, con unos tipos que, aun formando parte del tópico general, se
individualizan lo suficiente como para crear una historia en la que la
complejidad aparece de la mano de la presencia de valores como la lealtad, por ejemplo,
que tendrán una presencia determinante.
Buena parte de la fuerza de esas imágenes han de contabilizarse en la cuenta de
la protagonista: Simone Signoret, en el apogeo de su belleza, de su atractivo y
de su arte interpretativo, con una capacidad para la sugerencia, la ironía, el
desparpajo, el desprecio o la sumisión estratégica que a buen seguro
deslumbrará a cualesquiera espectadores que se acerquen a esta humilde joya del
cine francés, europeo y mundial que nadie amante del cine debe perderse. La
cámara, literalmente, se enamora de ese rostro seductor como lo hace el trío de
protagonistas que se la disputan con buenas y con malas artes. La pasión en
estado puro es ajena a las clases sociales. Y la historia de una prostituta
enamorada es siempre una baza narrativa de primer orden. Le decía a mi
Conjunta, con entusiasmo, que la película me había parecido muy operística,
porque había mucha pasión en juego, pocas palabras, muchos silencios, y un
destino sobrevolando la trama y dispuesto a lanzarse como una flecha mortal
sobre los protagonistas en cuanto estos se descuidasen. Pero todo eso ha de
verlo el espectador y conmoverse tan profundamente como seguro que lo hará…
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